viernes, 17 de abril de 2020

LA TORRE DE LA MALMUERTA

Sirvan como introducción al presente artículo estas dos monedas de Enrique III de Castilla, el Rey que encargó la construcción de la Torre de la Malmuerta:




Enrique III, blancas de la ceca de Sevilla

La segunda, con peso de 1,35 gr y diámetro de 22 mm, a pesar de su fragmentación permite ver en su anverso “ENRICVS” escrito con letra gótica


El presente relato apareció en la revista “LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA Y AMERICANA” de 8 de enero de 1889. Su autor es C. Vieyra de Abreu.

“Si España en general es rica en tradiciones, Andalucía en particular posee mayor número de ellas que el resto de nuestra península, atribuyéndose esta superioridad al carácter del país, inclinado de suyo, aún en la época presente y a despecho de las corrientes modernas, a mantener vivo y latente el recuerdo de acontecimientos más o menos verosímiles, pero todos ellos curiosos en la forma e interesantes y verdaderamente dramáticos en el fondo.

Sevilla, Córdoba y Granada, poblaciones en las que la dominación árabe ejerció tan señalada influencia, que a pesar de los siglos transcurridos aún se ven claras huellas de su paso, son las provincias andaluzas en que más abundan los hechos históricos novelescos, las consejas históricas más exuberantes en la manera de ser expuestas.

Sevilla ofrece vastísimo repertorio de sucesos legendarios, su mayor parte a la época en que reinó D. Pedro I de Castilla; Granada, aparte de sus tradiciones árabes, cuenta la del Triunfo del Ave María, cantado por todos nuestros romanceros, y los amores de Dª Isabel de Solís; Córdoba tiene en el Gran Capitán el héroe de cien hechos famosos, que son otras tantas variadas historias caballerescas de las más interesantes y llenas de color que pueden darse; y aunque con Gonzalo de Córdova bastara, la Cruz del Arco de la Villa y la Torre de la Malmuerta son leyendas de corte esencialmente dramático, y de ellas queda una cruz de piedra y una torre antigua, como recuerdo constante de los hechos que dieron lugar a la fabricación de una y otra.

De la torre cuyo nombre acabamos de decir, y sirve además de epígrafe a estas líneas, vamos a ocuparnos. Hállase situada en el Campo de la Merced, es de figura octógona y regular elevación. Su construcción es tosca, salvo una media naranja formada por sillaretes. Apóyase en un arco, bajo el cual hace un recuadro, en el que se destacan en ennegrecida piedra las armas Reales y al pie de éstas una inscripción que se lee con mucha dificultad, y que dice así:

“En el nombre de Dios: porque los buenos fechos de los Reyes no se olviden, esta torre mandó facer el muy poderoso Rey D. Enrique, e comenzó el cimiento el doctor Pedro Sanchez, comendador de esta Ciudad, e comenzóse a sentar en el año de Nuestro Señor Jesu Cristo de MCCCCVI años e sendo obispo D. Fernando Deza, é oficiales por el Rey Diego Fernandez, Mariscal, Alguacil Mayor, el doctor Luis Sánchez Corregidor, é Regidores Fernando Díaz de Cabrera e Ruy Gutierre…… e Ruy Fernandez de Castillejo, é Alfonso de Albalafia, é Fernan Gomez, é acabóse en el año de MCCCCVIII años.”

Muy variadas versiones corren acerca del origen de esta torre; pero la más exacta, al parecer, y que justifica su nombre, es la que ha llegado hasta nosotros, y que, cual la oímos contar, y no hemos de poner en duda la veracidad de unas páginas que acreditan desde luego el reputado nombre de Vaca de Alfaro.

En la inscripción antes copiada figuran dos nombres que juegan papel muy importante en la tradición: el del doctor Luis Sánchez, corregidor de la ciudad, y el de D. Ruy Gutiérrez, regidor de la misma: figura además la esposa de este último, inocente víctima sacrificada por los celos y cuya virtud pudiera dar idea a las más perfectas.

Y dicho esto por vía de proemio, y deseando no apartarnos de la relativa verdad histórica del suceso, sin comentario de nuestra parte que desfigurarlo pueda, vamos, como queda dicho, a trasladar la narración a estas columnas.

La que hoy es torre de piedra ennegecida, a la que sirven de adorno plantas parietarias y amarillos jaramagos, fue en el siglo XV vetusto palacio en el que moraba Dª Luz de Cabrera, ilustre dama que había unido su suerte a la de Ruy Gutiérrez, que era, sin disputa, de los más valientes capitanes que contaba en su ejército el Rey D. Enrique III. Aunque tan esforzado adalid había demostrado en muchas ocasiones su adhesión a la corona y su arrojo en la guerra, no creyó decoroso para su honor de caballero dejar de acudir en socorro del Mariscal Juan de Herrera, que veíase en grande aprieto por el obstinado cerco que habían puesto los moros a la ciudad de Baeza, y partió de Córdoba, sin que los ruegos de su muy amada Dª. Luz le hicieran vacilar un solo instante de su heroico propósito.

En tanto que Ruy Gutiérrez hacía prodigios de valor, y era espanto de la morisma y admiración de los demás caballeros, Dª. Luz vivía triste y solitaria en aquel palacio, que revestía todos los caracteres de una mansión feudal, y alejada del ruido de la ciudad pasaba la vida en perpetua plegaria por la vida de su esposo, sin que durante la ausencia de éste traspusiera los umbrales de su morada.

Sólo tenía a su servicio una vieja dueña y dos criados, en cuya fidelidad descansaba.

Así como Dª. Luz no salía jamás de su palacio, nadie entraba en él; así es que la presencia cierta noche del corregidor D. Luis Sánchez no pudo menos que contrariarla en sumo grado, no sólo porque gustaba de la soledad y apartamiento de todo trato, sino porque el tal corregidor se había permitido ofenderla, dirigiéndole unas amorosas cartas que ella había contestado con el desprecio que á su virtud cuadraba.

Sin embargo, no pudo menos de recibir la visita de D. Luis, cuyo carácter de autoridad era tan grande, que negarle la entrada fuera, más que una simple descortesía, una gran falta de acatamiento al representante de la ley.

La entrevista fue breve.

D. Luis repitió de palabra lo que por cartas había expuesto a Dª. Luz, acentuando en tal forma sus infames propósitos, que la dama tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener la explosión de su dignidad ofendida.

- Dª. Luz- dijo el corregidor, con voz que rebelaba su ira y su despecho – ved que con vuestro desprecio firmáis vuestra sentencia de muerte.

- D. Luis – contestó la joven – más vale firmar la sentencia de muerte con el desprecio que sellar la deshonra accediendo a vuestros impuros deseos. Salid, pues, que ni la hora es oportuna para que estéis en mi casa, ni vuestra entrevista debe prolongarse más tiempo.

D. Luz había vuelto la espalda en el momento de pronunciar estas frases.

El Corregidor sacó un puñal y vaciló. Tal vez pensó en un crimen y se arrepintió, optando por una venganza, y aprovechando este momento de no ser visto depositó el arma en un cajón de una mesa que estaba próxima.
- Señora, os dejo, sintiendo que tengáis como enemigo al Corregidor de Córdoba.

Doña Luz no contestó; bien es verdad que tan profundamente emocionada estaba, que así como a sus mejillas había faltado el calor, a su garganta le faltaba la voz.

Marchóse D. Luis, y la esposa de Ruy Gutiérrez rompió a llorar, no por el temor de la amenaza, sino por la ofensa que había recibido.

El Corregidor era un hombre malvado, y para completar su diabólico plan que concibió aquella noche en los mementos de su arrebato, creyó conveniente, antes de abandonar el Palacio de la plaza de la Merced, dejar aparentes pruebas de delito, y al efecto entregó al salir a los criados, que le acompañaban hasta la puerta, respetable cantidad de doblas a cada uno.

Doña Luz ocultó, como era natural, a su esposo cuanto había acontecido, y éste encontrábase curando una pequeña herida recibida en el último combate, cuando llegó a su poder una carta que decía:

“Vuestra mujer os es infiel. Si queréis sorprenderla con su amante, venid cualquier día después de las doce. En un cajón de la mesa que hay en el salón que antecede al dormitorio, veréis un puñal que el ladrón de vuestra honra tiene allí a prevención de una sorpresa, y si queréis más prueba la encontraréis en el dinero que, en pago á la traición, tienen vuestros criados.”

Ruy Gutiérrez al terminar la lectura no se consideraba dentro de la realidad; parecíale un sueño, una terrible pesadilla lo que pasaba por él; pero sintiéndose dominar por los celos sin que la razón viniera a atenuar su desesperación, pensó sólo en lavar la que él creía su afrenta, y mandando ensillar su caballo, dirigióse a Córdoba, recorriendo la distancia con extraordinaria velocidad.
Nadie le esperaba. Los criados jugaban con el dinero que les había dado el Corregidor. Doña Luz descansaba en su lecho, y acaso soñaba con el momento feliz y deseado de estrechar en sus brazos a su esposo.

Cuando Ruy Gutiérrez se presentó a la vista de sus criados, éstos se quedaron atónitos; él miró el dinero, y esta primera prueba acrecentó su indignación. Acto seguido penetró en el salón y buscó en el cajón de la mesa el arma denunciada. Cuando sus manos tocaron la fría hoja del puñal, sintió a su contacto que la sangre se le helaba en las venas; lo empuñó nerviosamente y penetró en el dormitorio conyugal.

Hubo un momento de silencio. Después resonó un grito terrible, y Ruy Gutiérrez salió de la alcoba con el puñal ensangrentado.

Doña Luz de Cabrera ya no existía.

Febril, con la vista extraviada y el pulso nervioso, recorrió el mueble en que encontró el puñal, y halló un papel enrollado, que recogió con avidez creyendo haber dado con una nueva prueba que sancionara más el acto cometido.

Era una carta en la que Dª. Luz devolvía a D. Luis dos importunas epístolas amorosas, amonestándola severamente por su conducta, y expresándole que su honra, que ultrajar pretendía, era la de su esposo, a quien ella adoraba.

Ruy Gutiérrez quedó anonadado; ¿habré sido un criminal? Se preguntó a sí mismo. Y en esta sospecha ocurriósele confrontar la letra de aquellas cartas con la que recibió denunciándole su deshonra. La letra era la misma, y la infamia estaba probada, á la vez que la inocencia de su esposa. Entonces cayó de rodillas y pidió un castigo para su crimen.

Cruzó por su mente la idea de la venganza; salió apresuradamente de su palacio y buscó al Corregidor. Lo que pasó después podemos compendiarlo en dos palabras. Al siguiente día apareció el cadáver de D. Luis Sánchez en una de las orillas del Guadalquivir, atravesado el corazón.

Ruy Gutiérrez fue a presentarse al Rey, y no tuvo que explicar lo acontecido, pues D. Enrique III le habló de esta manera al verle entrar en su cámara:

“- Hanme dicho, D. Gutierre, y público nos es por la voz de las gentes, que habéis dado a vuestra mujer mala y excomulgada muerte. Que os oiga habéis pedido; hablad, pues, y que Dios ponga la verdad en vuestros labios, como yo pondré la cuchilla en vuestra garganta si os cae una sola gota de sangre criminal”

El desdichado caballero refirió entonces al Rey todo lo sucedido, relatándolo de tal manera, que no podía caber la menor duda en la verdad de sus palabras.

Cuando terminó su relato D. enrique estaba profundamente emocionado, y dándole la mano para que alzara la rodilla que había puesto en tierra, dijo así:

“- Ruy Gutiérrez, habéis cumplido como bueno y como caballero; habéis lavado la mancha que manchaba vuestra honra; habéis vengado vuestro honor con largueza: el Corregidor ha sido bien muerto cara á cara. Doña Luz ha sido mal muerta. En castigo por esta culpa, y para que sea un pregón de vuestros hechos en siglos futuros, derribaréis vuestro palacio, y sobre sus escombros levantaréis una hermosa torre que se llamará Torre de la Malmuerta.

Juan Manuel López Márquez

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