Sirvan como introducción al presente
artículo estas dos monedas de Enrique III de Castilla, el Rey que encargó la
construcción de la Torre
de la Malmuerta :
Enrique III, blancas de la ceca de Sevilla
La segunda, con peso de 1,35 gr y diámetro
de 22 mm ,
a pesar de su fragmentación permite ver en su anverso “ENRICVS” escrito con
letra gótica
El presente relato apareció en la revista “LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA
Y AMERICANA” de 8 de enero de 1889. Su autor es C. Vieyra de Abreu.
“Si España en general es rica en
tradiciones, Andalucía en particular posee mayor número de ellas que el resto
de nuestra península, atribuyéndose esta superioridad al carácter del país,
inclinado de suyo, aún en la época presente y a despecho de las corrientes
modernas, a mantener vivo y latente el recuerdo de acontecimientos más o menos
verosímiles, pero todos ellos curiosos en la forma e interesantes y
verdaderamente dramáticos en el fondo.
Sevilla, Córdoba y Granada, poblaciones en
las que la dominación árabe ejerció tan señalada influencia, que a pesar de los
siglos transcurridos aún se ven claras huellas de su paso, son las provincias
andaluzas en que más abundan los hechos históricos novelescos, las consejas
históricas más exuberantes en la manera de ser expuestas.
Sevilla ofrece vastísimo repertorio de
sucesos legendarios, su mayor parte a la época en que reinó D. Pedro I de
Castilla; Granada, aparte de sus tradiciones árabes, cuenta la del Triunfo del
Ave María, cantado por todos nuestros romanceros, y los amores de Dª Isabel de
Solís; Córdoba tiene en el Gran Capitán el héroe de cien hechos famosos, que
son otras tantas variadas historias caballerescas de las más interesantes y
llenas de color que pueden darse; y aunque con Gonzalo de Córdova bastara, la
Cruz del Arco de la Villa
y la Torre de la Malmuerta son leyendas
de corte esencialmente dramático, y de ellas queda una cruz de piedra y una
torre antigua, como recuerdo constante de los hechos que dieron lugar a la
fabricación de una y otra.
De la torre cuyo nombre acabamos de decir,
y sirve además de epígrafe a estas líneas, vamos a ocuparnos. Hállase situada
en el Campo de la Merced ,
es de figura octógona y regular elevación. Su construcción es tosca, salvo una
media naranja formada por sillaretes. Apóyase en un arco, bajo el cual hace un
recuadro, en el que se destacan en ennegrecida piedra las armas Reales y al pie
de éstas una inscripción que se lee con mucha dificultad, y que dice así:
“En el nombre de Dios: porque los buenos
fechos de los Reyes no se olviden, esta torre mandó facer el muy poderoso Rey
D. Enrique, e comenzó el cimiento el doctor Pedro Sanchez, comendador de esta
Ciudad, e comenzóse a sentar en el año de Nuestro Señor Jesu Cristo de MCCCCVI
años e sendo obispo D. Fernando Deza, é oficiales por el Rey Diego Fernandez,
Mariscal, Alguacil Mayor, el doctor Luis Sánchez Corregidor, é Regidores
Fernando Díaz de Cabrera e Ruy Gutierre…… e Ruy Fernandez de Castillejo, é
Alfonso de Albalafia, é Fernan Gomez, é acabóse en el año de MCCCCVIII años.”
Muy variadas versiones corren acerca del
origen de esta torre; pero la más exacta, al parecer, y que justifica su
nombre, es la que ha llegado hasta nosotros, y que, cual la oímos contar, y no
hemos de poner en duda la veracidad de unas páginas que acreditan desde luego
el reputado nombre de Vaca de Alfaro.
En la inscripción antes copiada figuran dos
nombres que juegan papel muy importante en la tradición: el del doctor Luis
Sánchez, corregidor de la ciudad, y el de D. Ruy Gutiérrez, regidor de la
misma: figura además la esposa de este último, inocente víctima sacrificada por
los celos y cuya virtud pudiera dar idea a las más perfectas.
Y dicho esto por vía de proemio, y deseando
no apartarnos de la relativa verdad histórica del suceso, sin comentario de
nuestra parte que desfigurarlo pueda, vamos, como queda dicho, a trasladar la
narración a estas columnas.
La que hoy es torre de piedra ennegecida, a
la que sirven de adorno plantas parietarias y amarillos jaramagos, fue en el
siglo XV vetusto palacio en el que moraba Dª Luz de Cabrera, ilustre dama que
había unido su suerte a la de Ruy Gutiérrez, que era, sin disputa, de los más
valientes capitanes que contaba en su ejército el Rey D. Enrique III. Aunque
tan esforzado adalid había demostrado en muchas ocasiones su adhesión a la
corona y su arrojo en la guerra, no creyó decoroso para su honor de caballero
dejar de acudir en socorro del Mariscal Juan de Herrera, que veíase en grande
aprieto por el obstinado cerco que habían puesto los moros a la ciudad de
Baeza, y partió de Córdoba, sin que los ruegos de su muy amada Dª. Luz le
hicieran vacilar un solo instante de su heroico propósito.
En tanto que Ruy Gutiérrez hacía prodigios
de valor, y era espanto de la morisma y admiración de los demás caballeros, Dª.
Luz vivía triste y solitaria en aquel palacio, que revestía todos los
caracteres de una mansión feudal, y alejada del ruido de la ciudad pasaba la
vida en perpetua plegaria por la vida de su esposo, sin que durante la ausencia
de éste traspusiera los umbrales de su morada.
Sólo tenía a su servicio una vieja dueña y
dos criados, en cuya fidelidad descansaba.
Así como Dª. Luz no salía jamás de su
palacio, nadie entraba en él; así es que la presencia cierta noche del
corregidor D. Luis Sánchez no pudo menos que contrariarla en sumo grado, no
sólo porque gustaba de la soledad y apartamiento de todo trato, sino porque el
tal corregidor se había permitido ofenderla, dirigiéndole unas amorosas cartas
que ella había contestado con el desprecio que á su virtud cuadraba.
Sin embargo, no pudo menos de recibir la
visita de D. Luis, cuyo carácter de autoridad era tan grande, que negarle la
entrada fuera, más que una simple descortesía, una gran falta de acatamiento al
representante de la ley.
La entrevista fue breve.
D. Luis repitió de palabra lo que por
cartas había expuesto a Dª. Luz, acentuando en tal forma sus infames
propósitos, que la dama tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener la
explosión de su dignidad ofendida.
- Dª. Luz- dijo el corregidor, con voz que
rebelaba su ira y su despecho – ved que con vuestro desprecio firmáis vuestra
sentencia de muerte.
- D. Luis – contestó la joven – más vale
firmar la sentencia de muerte con el desprecio que sellar la deshonra
accediendo a vuestros impuros deseos. Salid, pues, que ni la hora es oportuna
para que estéis en mi casa, ni vuestra entrevista debe prolongarse más tiempo.
D. Luz había vuelto la espalda en el
momento de pronunciar estas frases.
El Corregidor sacó un puñal y vaciló. Tal
vez pensó en un crimen y se arrepintió, optando por una venganza, y
aprovechando este momento de no ser visto depositó el arma en un cajón de una
mesa que estaba próxima.
- Señora, os dejo, sintiendo que tengáis
como enemigo al Corregidor de Córdoba.
Doña Luz no contestó; bien es verdad que
tan profundamente emocionada estaba, que así como a sus mejillas había faltado
el calor, a su garganta le faltaba la voz.
Marchóse D. Luis, y la esposa de Ruy
Gutiérrez rompió a llorar, no por el temor de la amenaza, sino por la ofensa
que había recibido.
El Corregidor era un hombre malvado, y para
completar su diabólico plan que concibió aquella noche en los mementos de su
arrebato, creyó conveniente, antes de abandonar el Palacio de la plaza de la Merced , dejar aparentes
pruebas de delito, y al efecto entregó al salir a los criados, que le
acompañaban hasta la puerta, respetable cantidad de doblas a cada uno.
Doña Luz ocultó, como era natural, a su
esposo cuanto había acontecido, y éste encontrábase curando una pequeña herida
recibida en el último combate, cuando llegó a su poder una carta que decía:
“Vuestra mujer os es infiel. Si queréis
sorprenderla con su amante, venid cualquier día después de las doce. En un
cajón de la mesa que hay en el salón que antecede al dormitorio, veréis un
puñal que el ladrón de vuestra honra tiene allí a prevención de una sorpresa, y
si queréis más prueba la encontraréis en el dinero que, en pago á la traición,
tienen vuestros criados.”
Ruy Gutiérrez al terminar la lectura no se
consideraba dentro de la realidad; parecíale un sueño, una terrible pesadilla
lo que pasaba por él; pero sintiéndose dominar por los celos sin que la razón
viniera a atenuar su desesperación, pensó sólo en lavar la que él creía su
afrenta, y mandando ensillar su caballo, dirigióse a Córdoba, recorriendo la
distancia con extraordinaria velocidad.
Nadie le esperaba. Los criados jugaban con
el dinero que les había dado el Corregidor. Doña Luz descansaba en su lecho, y
acaso soñaba con el momento feliz y deseado de estrechar en sus brazos a su esposo.
Cuando Ruy Gutiérrez se presentó a la vista
de sus criados, éstos se quedaron atónitos; él miró el dinero, y esta primera
prueba acrecentó su indignación. Acto seguido penetró en el salón y buscó en el
cajón de la mesa el arma denunciada. Cuando sus manos tocaron la fría hoja del
puñal, sintió a su contacto que la sangre se le helaba en las venas; lo empuñó
nerviosamente y penetró en el dormitorio conyugal.
Hubo un momento de silencio. Después resonó
un grito terrible, y Ruy Gutiérrez salió de la alcoba con el puñal
ensangrentado.
Doña Luz de Cabrera ya no existía.
Febril, con la vista extraviada y el pulso
nervioso, recorrió el mueble en que encontró el puñal, y halló un papel
enrollado, que recogió con avidez creyendo haber dado con una nueva prueba que
sancionara más el acto cometido.
Era una carta en la que Dª. Luz devolvía a
D. Luis dos importunas epístolas amorosas, amonestándola severamente por su
conducta, y expresándole que su honra, que ultrajar pretendía, era la de su
esposo, a quien ella adoraba.
Ruy Gutiérrez quedó anonadado; ¿habré sido
un criminal? Se preguntó a sí mismo. Y en esta sospecha ocurriósele confrontar
la letra de aquellas cartas con la que recibió denunciándole su deshonra. La
letra era la misma, y la infamia estaba probada, á la vez que la inocencia de
su esposa. Entonces cayó de rodillas y pidió un castigo para su crimen.
Cruzó por su mente la idea de la venganza;
salió apresuradamente de su palacio y buscó al Corregidor. Lo que pasó después
podemos compendiarlo en dos palabras. Al siguiente día apareció el cadáver de
D. Luis Sánchez en una de las orillas del Guadalquivir, atravesado el corazón.
Ruy Gutiérrez fue a presentarse al Rey, y
no tuvo que explicar lo acontecido, pues D. Enrique III le habló de esta manera
al verle entrar en su cámara:
“- Hanme dicho, D. Gutierre, y público nos
es por la voz de las gentes, que habéis dado a vuestra mujer mala y excomulgada
muerte. Que os oiga habéis pedido; hablad, pues, y que Dios ponga la verdad en
vuestros labios, como yo pondré la cuchilla en vuestra garganta si os cae una
sola gota de sangre criminal”
El desdichado caballero refirió entonces al
Rey todo lo sucedido, relatándolo de tal manera, que no podía caber la menor
duda en la verdad de sus palabras.
Cuando terminó su relato D. enrique estaba
profundamente emocionado, y dándole la mano para que alzara la rodilla que
había puesto en tierra, dijo así:
“- Ruy Gutiérrez, habéis cumplido como
bueno y como caballero; habéis lavado la mancha que manchaba vuestra honra;
habéis vengado vuestro honor con largueza: el Corregidor ha sido bien muerto
cara á cara. Doña Luz ha sido mal muerta.
En castigo por esta culpa, y para que sea un pregón de vuestros hechos en
siglos futuros, derribaréis vuestro palacio, y sobre sus escombros levantaréis
una hermosa torre que se llamará Torre de
la Malmuerta ”.
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