lunes, 29 de febrero de 2016

"EL QUINTO SABOR"

La maleta pesaba tanto como la barba sin afeitar, la camisa arrugada tras horas de avión y el sueño que no se había presentado en todo el vuelo. Sólo pensaba en llegar al hotel y dormir todo lo que me permitiera mi agenda y el calor que hacía a esas horas en aquella caótica ciudad.
Orlando San Ginés, sonriente, se aprestó a cargar con mi equipaje. Sorprendido, no le dejé hacer en un principio. Fue una escena algo violenta. Inmediatamente, me pesó haber actuado así por miedo a que el taxista malinterpretara el gesto. Hacía mucho tiempo que esos detalles habían dejado de ser frecuentes en España y esa falta de costumbre fue la que me hizo dudar antes de dejar hacer, por fin, al chófer.
Como es normal en esa época del año, el cielo limeño estaba plomizo y el calor húmedo me sorprendió vestido aún con la ropa del invierno que acababa de dejar, haciendo de las suyas, al otro lado del mundo.
El taxi estaba impoluto. Reparé incluso en la corbata, oscura y algo torcida, que el conductor llevaba bajo su chaleco de punto. También había notado un olor a colonia masculina, rancia, como esas que ya no se encontraban en España, cuando San Ginés se me había acercado para recoger la maleta.
Arrancó sin más trámites. A los pocos minutos, estuvimos a la altura del puerto de El Callao y, algo después, pasamos junto al Rímac, el río que atraviesa la ciudad. Alcanzamos los primeros barrios, de aspecto desordenado.
Hasta entonces, ninguno de los dos habíamos vuelto a abrir la boca desde el aeropuerto. El taxista me examinó por el retrovisor.
- Así que de España, ¿verdad?
Asentí, observándolo todo con curiosidad.
- Sí, soy español. Aunque sólo en parte- me apresuré a contestar.
San Ginés, entonces, entornó los ojos y se fijó detenidamente en mis ojos ligeramente rasgados. Antes de darle tiempo a replicar, puntualicé: “mi bisabuelo era japonés, aunque su hija se casó con un español y… ya puede imaginarse usted el resto”.
La pregunta del chófer no se hizo esperar y no me cogió por sorpresa. - Si no es indiscreción ¿qué ha venido a hacer usted a Lima?
Consulté mi reloj y calculé que aún quedaba un buen trecho hasta llegar al restaurante en pleno centro.
Kikunae Ikeda
- He venido al Perú siguiendo los pasos de mi bisabuelo. Ando buscando el quinto sabor.
El taxista levantó una ceja, delatando que no entendía a qué me refería.
- Usted recordará eso que aprendimos en el colegio de que podemos percibir cuatro gustos: amargo, salado, ácido y dulce ¿cierto? Bueno, pues existe un quinto sabor escondido en ciertos alimentos: el que descubrió mi bisabuelo- le deslicé con cierto misterio. A lo que no estaba dispuesto era a contarle cómo lo consiguió.
Me arrepentí de la confidencia y decidí cambiar de conversación. - ¿Qué tal se come en “Las Brujas de Cachiche”?-  pregunté al chófer. Estoy citado allí.
- Señor, “Las Brujas” es uno de los mejores restaurantes de todo Lima. Comida criolla bien rica. Además, en pleno barrio de Miraflores, el mejor de la capital.
Al oír aquel nombre, no pude dejar de acordarme de lo que había leído en el diario de mi bisabuelo. Mi mente volvía, de nuevo, hacia donde yo no quería.
- Si no le importa, apague el aire acondicionado. Prefiero sentir la brisa- espeté al taxista.
El bofetón fue de aire húmedo, cargado de salitre. El aire de un Pacífico oscuro, revuelto, que batía con fuerza las piedras redondeadas que conformaban la orilla. Miraflores quedaba aún lejos.
Allí vivía, a principios del siglo XX, la culpable de esta azarosa historia. Una verdadera bruja de Cachiche, caserío de la costa sur de Lima donde las mujeres tenían fama de bellas y bondadosas. Aquella se llamaba Ailén y había hechizado a mi bisabuelo.
Ella fue la que consiguió reunir, en una memorable cena, a mi antepasado y al Doctor Le Blanc, en cuya tarjeta de visita se podía leer que poseía “increíbles-poderes-fenomenológicos”…
Juntos, habían asistido a la función del mago en el Teatro Municipal cierta noche. El plato fuerte de la actuación del Doctor Le Blanc había sido el número de hipnosis, con el que cerraba siempre su repertorio.
“Se trata, damas y caballeros, de un número muy peligroso, sólo realizable por los conocedores de los secretos de los brahmanes del famoso reino de Bután, donde me inicié en estos arcanos... Noten, distinguido público, que las alteraciones psíquicas de hipnotizador e hipnotizado durante el experimento pueden ser i-rre-ver-si-bles. De ahí, el deber de avisarles de la peligrosidad del mismo”. El Doctor Le Blanc hablaba con un acento francés impostado. El público guardaba silencio expectante. El mago hundió el mentón en el pecho y se llevó las manos a las sienes, imitando la pose de los grandes maestros de la hipnosis.
“Obviamente, necesitaré la participación desinteresada de algún voluntario de entre los presentes en el público”. Un joven imberbe se levantó, resuelto, desde la tercera fila del patio de butacas. “C’est magnifique!! Gracias, mi valiente amigo” exclamó el ilusionista. “Antes de proseguir, permítame preguntarle si usted y yo nos hemos visto anteriormente o nos conocemos”, a lo que el voluntario contestó con un ensayado “por supuesto que no, Doctor”. A mi bisabuelo no le pasó desapercibida la mirada cómplice que cruzaron entre ambos, y susurró –escéptico- a su bella acompañante: “este mago no es sino un impostor más”.
El número de magia prosiguió con arreglo al patrón premeditado del mago, que adornó la puesta en escena con visajes y ademanes perfectamente ensayados. Fue todo un éxito. A la salida del teatro, la gente se deshacía en elogios acerca del espectáculo. 
Mi bisabuelo tenía ganas de conocer a aquel supuesto médium. Como científico que era, le encantaba desenmascarar a farsantes y rebatir teorías sobrenaturales. Ailén parecía conocer a todo el mundo en Lima y organizó el encuentro con el Doctor Le Blanc, al que esperaron a la salida del teatro para invitarlo a cenar. Una calesa los condujo a un famoso restaurante regentado por un oriental, el señor Wang, venido de la lejana ciudad de San Francisco, lo que confería un aire cosmopolita al establecimiento en el que se daban cita la flor y nata de la sociedad limeña de aquella época.
Durante la cena, los hombres hablaron largamente de ciencia y parapsicología. El Doctor Le Blanc defendía su trabajo refiriendo que la hipnosis era fruto de estudios admitidos y comprobados por la ciencia médica. Mi antepasado asentía escéptico. Mientras, Ailén los contemplaba en silencio, fumando con desgana valiéndose de una larga boquilla. Mi bisabuelo, por su parte, le refería al ilusionista el trabajo que realizaba en la Universidad Imperial de Tokio. Llevaba años obsesionado con hallar un gusto distintivo que encontraba en ciertas viandas, como espárragos, tomates o algunos quesos y carnes y que era diferente a los cuatro sabores básicos. Él, que era químico, pensaba que podía aislar al causante de ese quinto sabor. Había invertido en la tarea mucho trabajo, aunque sin resultado. Remató su intervención con una frase que pretendía sonara lapidaria: “Doctor Le Blanc, nuestros mundos son muy distintos. Yo me dedico al estudio sistemático y riguroso”.
Ailén decidió intervenir para mitigar la tensión que se percibía en el ambiente. Habían terminado la cena hacía un buen rato y propuso probar una novedad que estaba considerada el último grito del restaurante. El señor Wang había importado la idea de la “Casa de Té" del Golden Gate de San Francisco donde había trabajado hasta establecerse en Lima.
- Se trata de probar las misteriosas “Galletas de la Fortuna”- dijo Ailén, con un punto enigmático en la voz.
- ¿Galletas de la Fortuna?- se asombró mi bisabuelo.
Ailén explicó entonces a los dos hombres en qué consistía aquel postre que se estaba poniendo de moda en todo el continente. Mi bisabuelo sonrió incrédulo y pensó una vez más en lo fácil que era embaucar a la gente. Llevado por su espíritu burlón, tomó la galleta de la bandeja plateada que le tendía ceremonioso el señor Wang. La partió por la mitad, extrajo el billete impreso, se ajustó los lentes y leyó en voz alta: “Estás cerca del final. Déjate ayudar. La sugestión es el camino”.
- Oh la la!!- exclamó Le Blanc. “Su-ges-tión” ¿ha oído bien? ¿Qué es la hipnosis sino sugestión, mon amie? ¿no se atreve a expeguimentag un poco?
El caso es que, en apenas unos minutos y gracias a la intercesión de la guapa Ailén, mi bisabuelo estaba sentado frente a un concentrado Doctor Le Blanc en un extremo del restaurante, despejado a tal efecto, bajo la atenta mirada de los comensales que a esas horas ocupaban el local.
- Relájese, amigo Ikeda, relájese- espetó Le Blanc a mi bisabuelo.
- Se siente demasiado cansado para pensar, su cuerpo no le responde. Los brazos y las piernas le pesan profundamente y no puede mantener abiertos los párpados. Abandónese…
Y prosiguió: Ahora, sin dejar de dormir, levante la cabeza y míreme.
Mi bisabuelo, como un autómata, acató la orden del mago, que sonrió complacido.
- Está bajo mi poder, he anulado su voluntad y obedecerá todo aquello que le diga. Le Blanc ensayó unos pases magnéticos en el aire y prosiguió: Señor Ikeda, usted ahora mismo no está aquí, sino en su querido Tokio. Concretamente, a la orilla del mar –aventuró el ilusionista- ¿qué es lo que está viendo?
Pasados unos segundos, mi bisabuelo abrió los ojos y los dejó fijos en el ángulo de la estancia mientras comenzó a hablar de forma imprecisa.
- Veo las islas frente a Odaiba, donde algunos pescadores faenan mientras los cormoranes revolotean intentando robarles algún pez. Estoy paseando por la orilla, con los pies dentro del agua y un libro bajo el brazo. Está atardeciendo y, al fondo de la playa, veo una silueta.
Los comensales contemplaban fascinados la escena y contenían la respiración esperando que mi antepasado se decidiera a seguir relatando su visión.
- Es una mujer. Está desnuda, aunque me ofrece su espalda. A sus pies hay un kimono abandonado. Decido acercarme y, al sentirme, ella se gira… ¡¡es Ailén!!
Está preciosa –prosiguió-, realmente bella, pese a que cubre su cuerpo con algas que me impiden admirarla en todo su esplendor. No me importa, parecen parte de su figura. Ella sigue recogiendo algas de la orilla y sigue engalanándose con ellas, mientras me sonríe. Me pide que la bese…
En ese momento, Ailén decidió levantarse y, por gestos, le pidió a Le Blanc que parara aquel experimento. Le Blanc susurró: De acuerdo mi querida amiga, pero he de despertarlo sin brusquedades. Antes de sacar del trance al hipnotizado, éste tuvo tiempo de añadir:
- Me acerco a besarla, está muy bella. Ahora parece que sus labios fueran también de algas…Al estrecharla, se deshace entre mis brazos, pero alcanzo a darle un beso.
En ese momento, mi bisabuelo dejó de hablar, alterado. Se recuperó apenas y exclamó:
- ¡Es el quinto sabor!    Umami… - involuntariamente, había pronunciado esa palabra en japonés, que significa sabroso………..

- Señor, ¿le apetece otro pisco sour antes de empezar a comer o prefiere probar ahora otro cocktail?- Con esa pregunta, el maître de “Las Brujas de Cachiche” interrumpió mi relato justo en ese momento.
Creí percibir un gesto de decepción en mi interlocutor, sentado frente a mí. Hasta este viaje, no conocía personalmente a Octavio Velásquez, periodista de El Comercio. A su derecha, sobre el mantel de hilo, un manuscrito apenas acabado de la biografía del Profesor Kikunae Ikeda, mi bisabuelo: el famoso descubridor del “UMAMI”, el quinto sabor.
- Creo que ya conoce en qué terminó todo esto ¿no es cierto? – exclamé tratando de volver a la realidad tras referirle el extraordinario relato de mi bisabuelo.
Velásquez me miraba de hito en hito. No había abierto la boca durante todo ese tiempo.
- El resto, ya es historia- exclamé. Poco después de todo aquello, al regresar a Tokio, mi antepasado consiguió purificar los cristales de glutamato monosódico precisamente de un concentrado de algas marinas. Y hoy se utiliza para potenciar el sabor natural de los alimentos, aunque a mi me gusta mucho más intentar descubrirlo en una loncha de jamón o en una copa de Jerez. Dicen que ambos manjares lo poseen.
El periodista levantó la cabeza de su libreta de apuntes y me sonrió, confirmándome que él también conocía de sobra el éxtasis que ciertos alimentos pueden depararte.
Por supuesto, pedí otro pisco sour y otro más tras el almuerzo.
Fue en el taxi, muy cerca de mi hotel, donde me di cuenta de que me había dejado el idolatrado diario de mi bisabuelo en el restaurante. A esas alturas, me convenía más telefonear desde Recepción que dar media vuelta y plantarme de nuevo en “Las Brujas”.
Entré muy agitado en el hotel, apresurándome al mostrador de la recepción cuando el conserje se me acercó y me dijo:
- Acaban de traerle este paquete que se había dejado en el restaurante donde ha almorzado, señor.
Aliviado, dejé escapar el aire y aferré el diario manuscrito de mi bisabuelo donde había consignado su viaje al Perú en 1908 y todo lo que había acontecido después. Junto a él había una nota, en papel reciente, escrita a mano:
“Te espero en Cachiche“.
Debajo, unos labios silueteados con carmín y una firma: Ailén.

Enrique García Luque

domingo, 21 de febrero de 2016

Un buen camino para crecer en la Fe

Como bien es sabido, las Cofradías en nuestra sociedad son unos instrumentos potentes de llamamiento o reclamo social. Se organizan en las mismas como grupos pertenecientes a una Parroquia y colaboran por el bienestar de la Cofradía y, por ende, de la Parroquia. Las hermandades y cofradías han contribuido enormemente al florecimiento de la vida cristiana entre nosotros mismos. Estas asociaciones religiosas han aportado un importante caudal a la vida espiritual de nuestro pueblo y actualmente continúan alimentando la vida cristiana de muchos católicos repartidos por toda nuestra geografía.

En esta vida cristiana conviene distinguir entre lo importante y lo secundario, un ejemplo de esta confusión, podría ser la supervaloración de las promesas o las ofrendas: “no asisto a Misa del Domingo, pero voy cada viernes a visitar a la imagen de mi devoción.”

Y es que ser cofrade cristiano no puede limitarse a unas prácticas religiosas exigidas por unos Estatutos, se tiene que notar en la vida diaria. Hay que ser cristiano de corazón y no conformarse con serlo solo de devociones. Es necesario hacer descubrir a nuestra gente menos formada, la riqueza de nuestra fe y qué es lo esencial, entonces se actuará de otra manera y las prácticas religiosas las realizarán no como una obligación, sino como una necesidad interior.

Las cofradías no se entienden sin su estética y su manera de vivir la fe, sin ella no seríamos una cofradía, sino una asociación de fieles, sin la fe no serían lo que son, serían una asociación histórico-cultural, pero no una cofradía.

Desde la Iglesia se nos llama continuadamente a la necesidad de una formación progresiva y adecuada: “Para que los laicos puedan desempeñar adecuadamente y con celo sostenido esta misión, necesaria e ineludible hoy más que nunca, tenemos que ofrecerles instrumentos de formación de su ser cristiano y de su vocación peculiar. Hay que reconocer a los laicos el derecho que tienen a recibir formación en la Iglesia. Ellos, a su vez, tienen la responsabilidad de esforzarse por formarse más y mejor con la ayuda de los pastores y con los medios con que cuenta la comunidad cristiana a este respecto (Apostolicam Actuositatem n.29).” Sin embargo, con juicio crítico al respecto, encontramos que este movimiento cofrade y cristiano puede resultar en algunos casos demasiado básico, cuando no, repleto de desorientaciones o contradicciones.

Los cofrades de nuestro tiempo alcanzan unas personalidades religiosas y formativas de lo más variadas, no solo a nivel individual y personal, sino también difieren entre sí de unas provincias y ciudades a otras. Siguiendo en esta línea, hemos de destacar una característica esencial que nos encontramos: existe una diversidad formativa, cristianamente hablando, que no puede ser tratada del mismo modo y en todos los casos, ya que corremos el riesgo de realizar tareas educacionales demasiado simples para unos, o demasiado complejas para otros; esto es, aburrir a los que disponen de una mejor formación, o ahuyentar a los que disponen de menor formación por no entender determinados conceptos o prácticas habituales.

La realidad a la que hemos de hacer frente en nuestra sociedad es de todos bien conocida: secularización, abandono de los sacramentos, aborrecimiento por todo lo que implique orden, mandato o precepto preestablecido, es decir, a las mismas estructuras de la Iglesia, carencia (en ocasiones profunda) de la fe, etc. La única forma posible de enfrentar estos y otros muchos problemas –la mayoría provocados por una posición pasiva, acomodada y despreocupada del laico-, ha de ser logrando la superación de esta formación deficiente desde una perspectiva y posición misionera que se nos ha encomendado. Es el único modo de poder cumplir con éxito la finalidad de tener una atención prioritaria a la educación básica y permanente de los fieles cristianos en el seno de las Hermandades.

Todos ellos (asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles) alcanzarán tanto mejor sus objetivos propios y servirán tanto mejor a la Iglesia, cuanto más importante sea el espacio que dediquen en su organización interna y en su método de acción, a una seria formación religiosa de sus miembros. En este sentido, toda asociación de fieles en la Iglesia debe ser, por definición, educadora de la fe (Catechesi tradendae, n.70).

Si bien, también hemos de partir de la idea de que la formación es una opción libre en la que el cofrade participa o no voluntariamente en función del interés que le despierte y del grado de concienciación que logremos transmitirle. Pero tal y como se deduce de lo expuesto, se nos exige (y se nos ha de exigir) una formación cristiana adecuada hacia nuestros cofrades. Y así pertenecer y formar parte de este grupo parroquial de un modo óptimo, positivo y fructífero. Conociendo y practicando la fe cristiana de un modo acertado, sin desviaciones ni contradicciones.

 Francisco de Asís Linares Martínez

martes, 16 de febrero de 2016

LAS ARRAS DE RUTH Y RAÚL

Hace unos días contrajo matrimonio mi hija Ruth y como ya ocurrió con otros de mis hijos yo les proporcioné las arras para la boda.
Por diversos motivos pensé en 13 monedas hispanomusulmanas, y cuando lo manifesté se me objetó que cómo iba a emplear ese tipo de monedas en una boda cristiana. Y pensé que eso no ocurriría si se empleaban por ejemplo denarios romanos; si en el primer caso se trataba de otra religión, en el segundo estábamos hablando de ateos. Por ese motivo me decidí por las monedas musulmanas.
Y decidí, dada su belleza, seleccionar piezas acuñadas en Medina Azahara.
Los trece dirhames que se exponen a continuación están acuñados en la mítica ciudad, y son las monedas que componen las arras en su matrimonio.
Veámoslas pues merece la pena:


Abderramán III, 337 H, Medina Azahara
Peso: 3´25 gr; diámetro: 25 mm

Abderramán III, 337 H, Medina Azahara
Peso: 2´63 gr; diámetro: 25´3 mm

Abderramán III, 337 H, Medina Azahara
Peso: 3’29 gr; diámetro: 24´5 mm

Abderramán III, 337 H, Medina Azahara
Peso: 2’69 gr; diámetro: 24’5 mm

Abderramán III, 337 H, Medina Azahara
Peso: 3’04 gr; diámetro: 25´5 mm

Abderramán III, 337 H, Medina Azahara
Peso: 2 gr; diémetro: 25 mm

El bloque más numeroso lo componen seis dirhames del año 337 H (947-8 JC), y como se puede ver son bellísimos tanto por los adornos que portan como por la escritura empleada.
Quiero hacer notar que son de las primeras piezas acuñadas en Medina Azahara, fabricación que había comenzado en ella el año anterior. Que se comenzase a acuñar en esos años no significa que se inaugurase en ellos la ciudad, pues la corte ya llevaba varios años en ella.
No voy a extenderme, simplemente que las veais despacio y observeis los adornos florales de su reverso. Es difícil encontrar piezas en mejor estado. 


Abderrmán III, 338 H, Medina Azahara
Peso: 2’56 gr; diámetro: 24 mm


Abderramán III, 338 H, Medina Azahara
Peso: 2’73 gr; diámetro: 24´5 mm

Abderramán III, 340 H, Medina Azahara
Peso: 2’84 gr; diámetro: 23’23 mm

Abderramán III, 344 H, Medina Azahara
Peso: 3’9 gr; diámetro: 24 mm

En los años sucesivos irán desapareciendo esos adornos, sobre todo a partir del 340 H hasta la muerte del califa en el 350 H


Al Hakem II, 351 H, Medina Azahara
Peso: 2’92 gr; diámetro: 26’4 mm

Al Hakem II, 351 H, Medina Azahara
Peso: 2’7 gr; diámetro: 24’9 mm

Al Hakem II, 361 H, Medina Azahara
Peso: 3’06 gr; diámetro: 26’4 mm

En el 350 H encontramos ya piezas de Al Hakem II, y en esos primeros años se distinguen perfectamente de las de Abderramán, su padre.

El último dírham puede llevar a engaño. Da la impresión de haber sido recortado pero no es así; lo que le ocurre es que el flan metálico sobre el que se acuñó era menor que el cuño, siendo precisamente de los denominados de gran módulo. Llama la atención la limpieza de la escritura.

La ceca de Medina Azahara tuvo una intensísima actividad pues en ella se acuñó toda la moneda de la España musulmana, pero a su vez una vida efímera, unos 30 años, desde el 947 al 977 de la era cristiana salvo algún año extra. Unos pocos años después  la ciudad fue asaltada e incendiada por los propios musulmanes comenzando así la destrucción de la misma.

          Juan Manuel López Márquez