martes, 1 de diciembre de 2020

DIOSES, SEMIDIOSES Y OTROS ÍDOLOS

Una de las características de la mitología clásica consiste en la estrecha interacción existente entre dioses y hombres. Aunque los dioses griegos eran amorales y les importaba bien poco la virtud de los humanos, sí tomaban partido por unos u otros y se implicaban en los conflictos de aquí abajo de forma directa, casi diríamos presencial.

De estas estrechas relaciones surgieron los semidioses, seres nacidos de un dios y una mujer o de un hombre y una diosa. Eran hombres de cualidades extraordinarias que estaban destinados a llevar a cabo grandes hazañas, que perduran en la memoria colectiva miles de años después: Aquiles, Hércules, Perseo…

Se trata no obstante de personajes mitológicos. No nos deben llevar a confundir la realidad con la ficción como le ocurría a aquel personaje del Quijote que discutía con el cura comparando las hazañas de Amadís de Gaula con las del Gran Capitán. A lo que el cura, con toda razón le replicaba que cómo iba a comparar a un personaje de ficción con otro real. Para aquél este matiz era irrelevante.

Ocurre sin embargo que en nuestra complicada manera de ser como sociedades somos aficionados a crear semidioses. Personajes que siendo mortales de carne y hueso, padeciendo las mismas debilidades y limitaciones que tú y yo, nos empeñamos en rodear de cualidades extraordinarias, más que las que de por sí tienen. Y en cuanto a sus debilidades, quedan ocultas o las pasamos por alto, necesitados como estamos de creer en su semidivinidad.

En relación con esto último resulta curioso que en el tiempo de la imagen, de la información, sigamos produciendo estos mitos pese a que sus logros, vista la repetición de la jugada en la soledad de nuestro salón, no nos deberían parecer tan extraordinarios.

Hace unos días nos dejó uno de estos semidioses: Diego Armando Maradona. Sus virtudes futbolísticas están fuera de toda duda. Nadie ha sabido manejar el balón como él. Doy fe de que verle calentar era todo un espectáculo. Le vi jugar en directo dos veces, con dos camisetas distintas, de dos equipos españoles que resultaron los menos trascendentes de su carrera.

No me pareció sin embargo que fuese un jugador más resolutivo, más capaz de revertir el resultado de un partido él solo, que otros que he podido ver, que le han superado en otras cualidades: gol, llegada, visión de juego, fuerza, velocidad, concentración, compromiso…

Seis años, sólo seis, estuvo en la cumbre, ganando un Mundial, llegando a otra final, y en su club, el Nápoles, dos ligas y una copia de la UEFA. Magro historial en comparación con algunos de nuestros internacionales actuales o recientes.

¿Qué tuvo entonces que no tuvieran otros? Para empezar un territorio abonado. Un país donde el fútbol es religión y necesitado de ídolos que le rediman de su pobreza y de su fracaso como nación. Y una ciudad, Nápoles, donde la inmoralidad y el vicio son pecado venial que se perdona a cambio de un regate imposible el domingo por la tarde.

Pero sobre todo, Maradona estuvo en el lugar y el momento preciso. Hizo su mejor partido y consiguió sus dos goles más famosos, la mano de Dios y el mejor gol de la historia, en un Mundial, ante Inglaterra, tres años después de la Guerra de las Malvinas. La venganza perfecta. Por una vez, a través del juego, se imponía un modelo de sociedad tramposa e individualista sobre otra occidental, aburrida, donde priman el cumplimiento de las normas y el orden colectivo. Para colmo terminaron ganando el Mundial.

Entre nosotros hemos tenido personajes míticos que por sus cualidades en su menester han marcado a una generación y que hoy día son legendarios. Muy propenso a ello ha sido el mundo del toro: la muerte en la plaza en el momento más álgido de su carrera, Manolete o Joselito, o el órdago que hubieron de jugarse otros con la muerte, como El Cordobés, les confirieron unos rasgos sobrehumanos.

Parece como que las sociedades latinas y sureñas serían más propensas a la idolatría que otras más septentrionales. Y que la profusión de imágenes de los personajes, en todas las posturas y situaciones de su vida podría trivializarlos, humanizarlos. Sin embargo conocemos un personaje que se sale de tales parámetros: Diana de Gales. En los años ochenta, en el inicio de la epidemia de SIDA que mató a millones de personas de todo el mundo, los enfermos estaban estigmatizados y marginados de la sociedad cuando aún no se conocían del todo los medios de transmisión de la enfermedad. Lady Di apareció en una conocida imagen abrazando a un niño negro enfermo de SIDA. La imagen era de por sí llamativa, pero se convierte en desconcertante viniendo de un personaje de la Familia Real británica, de siempre poco propensa al populismo. Su prematura muerte, aún joven y cuando parecía recomenzar su vida con otro cuento de hadas vinieron a consagrarle como uno de los personajes contemporáneos más venerados en su país y en los de su entorno cultural, llegando a ser comparada con la gran santa del Siglo XX, Madre Teresa de Calcuta.

La música es capaz de congregar multitudes que se sienten arropadas estado rodeadas de otros que visten igual, con los que comparten similares valores, llegando a vivirse momentos de auténtico paroxismo colectivo. Precisamente un músico, también de la Pérfida Albión, es nuestro siguiente personaje: John Lennon. Si a su excepcional talento musical unimos unas letras sencillas, con mensajes poco elaborados pero que transmiten ideas que llegan al corazón de millones de personas, y una muerte también prematura y traumática, tenemos el cóctel perfecto para otro semidios.

También la figura de Verdi ha experimentado la confluencia de una constelación de estrellas. Gran músico, especializado en un género en plena eclosión en su época, la ópera. A su inmensa popularidad contribuyó su adhesión a la causa de la Unificación italiana, plasmada en uno de los himnos que se identificó con este movimiento, el “Va pensiero” de la ópera Nabucco, un coro de esclavos hebreos que cantan con nostalgia a su patria perdida “O mia patria, si bella e perduta”. Dio nombre a uno de los lemas de los insurgentes, Viva VERDI, que en realidad era un acrónimo de Viva Vittorio Emanuelle Re d’Italia (Viva Victor Manuel, Rey de Italia). A su funeral acudieron más de 300.000 personas.

Me resulta curioso que muchos jóvenes que se definen como pacifistas, buenrollistas de izquierda caniche como diría Juan Manuel de Prada, porten camisetas con la imagen de un asesino despiadado, que sembró la muerte y la pobreza por allá por donde pasó: el Che Guevara. Portar esa imagen es un símbolo de rebelión contra el sistema, contra cualquier sistema, es la revolución nihilista, sin ideas, la revolución por la revolución. Pasemos por alto el fusilamiento de opositores, de campesinos, los campos de concentración para disidentes y homosexuales… Un héroe de la democracia y la libertad. Pues eso es para cierto imaginario colectivo.

Otro tanto ocurre con el Dalai Lama. Estamos acostumbrados a escuchar a actrices y cantantes famosas mostrando su admiración y su adhesión a los postulados del Dalai Lama, un señor que ha hecho de la austeridad radical y su rechazo a toda forma de hedonismo su modo de existencia. Y lo hacen desde sus opulentas mansiones de Malibú o la Costa Azul enfundadas en vestidos de 3.000 euros. Y es que el Dalai Lama es muy cool en ciertos ámbitos en los que el envoltorio es más importante que el contenido.

Como se puede ver, las masas necesitan seguir a determinadas referencias, que encarnen los valores supremos que desean imponer y que guíen sus vidas. La imagen, como hemos visto, resulta fundamental, más incluso que la verdad del personaje. Bien lo sabían los primeros dictadores y emperadores romanos. César, que era calvo y enclenque, y Augusto que tampoco era un prodigio físico, se hacían representar en esculturas que mostraban una fortaleza física y sobre todo anímica, que transmitía seguridad a los ciudadanos de Roma que contemplaban sus retratos en piedra a la entrada de la ciudad.

Seguiremos creando ídolos. Algunos están por venir. Y quizás se trate de personajes que ahora mismo nos resultan anodinos o incluso ridículos. Pero la casualidad les llevará a estar en el momento y el lugar adecuados.

Manuel del Rey Alamillo