Mi forzada reclusión ante la situación de calamidad sanitaria y política de nuestro país me ha privado de las tareas que a estas horas me tendrían que tener ocupado, en vísperas de Semana Santa, allá en la Real Iglesia de San Pablo, rodeado de túnicas, cera y plata con incienso aromatizados. Y estando libre de tales ocupaciones como estoy, que suelen acaparar no solo mi tiempo sino también mis pensamientos, no he podido negarme a la gentil invitación de nuestra apreciada Presidenta a tratar de amenizar de algún modo el cautiverio de los pocos lectores que me quedan.
No resulta fácil elegir un tema en estas circunstancias, ante el temor de parecer demasiado fúnebre en tiempos necesitados de algo de optimismo, ni frívolo a riesgo de ser considerado insensible ante el drama que viven muchas personas, algunas cercanas.
Disculpad si relativizo la situación por la que atravesamos, pero me ha llegado inmerso en un drama mucho mayor. Días antes de la proclamación del estado de alarma en nuestro país comencé a leer un libro titulado Dresde 1945, Fuego y Oscuridad, de un tal Sinclair McKay, que me ha tenido ocupado hasta hace 10 minutos. Como suelo hacer, y porque el libro lo merece, he llevado a cabo un ejercicio ignaciano de inmersión en la situación que describe: el bombardeo aéreo de esta ciudad alemana por las aviaciones británica y norteamericana en la noche del 13 de febrero de 1945, a pocas semanas del final de la guerra, con el ejército alemán prácticamente derrotado. Ahora se han cumplido 75 años.
Esa noche tres oleadas de bombardeos arrasaron el centro de la hermosa ciudad, entonces apodada la Florencia del Elba, asesinando a unos 25.000 civiles. Se suele comparar con el bombardeo de la ciudad inglesa de Coventry por la aviación alemana el 14 de noviembre de 1940. De hecho las dos ciudades están hermanadas. Sin embargo este último causó la muerte a 554 civiles, lo cual da una idea de la magnitud de lo que os cuento. Otros bombardeo conocido: el de Guernica, 126 muertos.
Dresde era entonces una ciudad desprotegida ya que las baterías antiaéreas se habían desplazado al frente del Este para contener al Ejército Rojo, por lo que la aviación aliada pudo hacer su trabajo sin peligro alguno. La ciudad estaba además abarrotada por miles de refugiados del Este, que huían del frente.
El bombardeo, como el de otras ciudades alemanas, Hamburgo, Hannover o Berlín, fue especialmente cruel por el método empleado. Primero pasaba una oleada que arrojaban bombas de gran poder destructivo y destrozaba los tejados de los edificios. La siguiente oleada arrojaba artefactos incendiarios que entraban en los edificios por las aperturas de sus tejados, causando pavorosos incendios. Las calles alcanzaban temperaturas de más de 500 grados en pleno mes de febrero. La mayor parte de las bajas se produjeron al quedar atrapados en los refugios antiaéreos construidos en los sótanos de los edificios, pereciendo asfixiados o cocidos.
Hasta ese momento la ciudad no había conocido bombardeo alguno. Sus habitantes habían seguido haciendo una vida normal, pensando que nadie iba a querer atacar una ciudad con importancia histórica y cultural pero para nada militar o estratégica. Tanto es así que la tarde anterior, pese a la guerra, los cafés y restaurantes estaban abiertos y los niños fueron al colegio algunos vestidos de carnaval. Sin embargo el bombardeo se planificó para arrasar el centro histórico y monumental de la ciudad, dejando incólumes las afueras en las que se encontraban algunas industrias que proveían de material al ejército alemán.
El autor intelectual de la matanza fue el comandante de la fuerza aérea británica, Sir Arthur Harris, que murió de viejo con 91 años tras haber recibido los correspondientes honores. Ello no impidió que antes incluso de terminar la guerra, parte de la Iglesia Anglicana y algunos políticos de la oposición alzasen la voz contra acciones que les igualaban al nazismo en perversidad, que les hacían perder la superioridad moral. Y es que fue el propio Harris quien no se reprimió, por el contrario presumió, de haber causado tal destrucción y tal número de muertes entre la población civil del enemigo.
Pocas semanas después del bombardeo llegó a la ciudad el Ejército Rojo. Los jóvenes que habían servido en el ejército fueron deportados a Siberia, a trabajos forzados, donde unos murieron por las penurias sufridas y otros pudieron volver años después. Las mujeres fueron sistemáticamente violadas.
Pero lo que más me ha impactado del libro es la reacción de la ciudadanía tras la calamidad sufrida. Los dirigentes nazis desaparecieron y la sociedad civil se organizó espontáneamente para trasladar a personas que habían quedado sin casa a los pueblos de alrededor, para atender a los miles de heridos, para rescatar e incinerar a los cadáveres. Para restablecer los suministros de agua y luz, para proveer de alimentos a la población. Y para tratar de recuperar lo que quedase de valioso bajo las ruinas, recoger y trasladar los escombros e incluso limpiar las calles. Llama la atención el esmero de los servicios de limpieza de las ciudades alemanas bombardeadas en dejar impolutas unas calles rodeadas de ruinas. El propio Ernst Junger lo cuenta en su diario Radiaciones II tras contemplar los restos de la ciudad de Hannover: “Causa una sensación extraña el ver que las calles se encuentran completamente limpias, barridas con esmero. Un rasgo de orden que sobrevive que puede enjuiciarse de una o de otra manera. Yo lo he encontrado a medias repulsivo y a medias digno de aprecio”.
A mí personalmente me genera admiración que gentes que en una noche ven su país y su mundo personal hundido, sus casas destruidas, sus negocios arruinados, familiares muertos o desaparecidos, y sin embargo sean capaces de reaccionar haciendo simplemente lo que hay que hacer. Acudiendo a los principios más elementales de caridad y solidaridad, de actuar de forma colectiva pensando en los demás en lugar de limitarse a salvar cada uno lo suyo. En un contexto en el que las ideologías y los sentimientos de patria y nación quedaban por mucho tiempo sepultados, siendo ya inútiles para activar una conciencia de grupo.
Me identifico con esa reacción serena, la del que cumple con su deber por rutina, casi por instinto, sin necesidad de banderas, himnos, lemas o discursos patrióticos.
En nuestros días se oyen proclamas, lemas para elevar la moral de la población, para hacerla sentirse partícipe del logro colectivo. Desconfío de esos movimientos. Los mismos que un día enaltecen a un líder o se emocionan ante una bandera pueden acabar ahorcando a aquél o quemando a ésta. Y frecuentemente están promovidos por gente con intereses poco nobles. Me quedo con esa mayoría, la de los que de forma callada y serena cumplen con su deber con su familia y con la sociedad, simplemente porque no saben hacer otra cosa.
Han pasado 75 años y en la ciudad de Dresde se preserva la memoria de lo sucedido. Cada 13 de febrero se hace una vigilia en la plaza en la que fueron amontonados e incinerados miles de cadáveres y después se interpreta el impresionante Requiem de Dresde (Dresdner Requiem) de Mauensberger. Pero al mismo tiempo se mira al futuro sin rencor. El lugar en el que se interpreta el Requiem es la emblemática Frauenkirche, joya del barroco finalmente restaurada en los años 90 a iniciativa de asociaciones inglesas. También la zona histórica, la Altstadt , ha sido íntegramente reconstruida a semejanza de lo que fue. Las magníficas obras de arte volvieron a sus museos una vez reconstruidos. La ciudad ha recuperado su sello aristocrático y su hermosura y se vuelve a mostrar al mundo confiada y orgullosa.
De todo se sale, amigos.
Manuel del Rey Alamillo
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