martes, 24 de marzo de 2015

LACRIMATORIOS

Lo malo de no saber quién fue tu padre, es la profesión de tu madre.
En cuanto pude, salí huyendo de la calle Rey Heredia. Aquello era, y seguirá siendo, un agujero negro. Todavía recuerdo a mi madre, más pintada que una puerta, la pobre, sentada en el zaguán de nuestra casa, poniendo al mal tiempo buena cara. En aquella calle, y para aquellas señoras, no existía glamour que valiera…

Todo el día había faena: que si cambio de sábanas, que si ajetreo de palanganas, que si hay que ventilar el cuarto… Y ella me miraba con resignación, con un punto de vergüenza y dándome a entender que, a veces, lo que toca es lo que toca. Y no hay más.

Me gustaba jugar con las demás niñas cerca de mi calle, en una plazuela empedrada. Me encantaba mirar aquel muro encalado, por encima del cual asomaban unos cipreses que me parecían altísimos. “En esa casa vive un señor que mi madre dice que es judío y que es muy rico”, nos contaba siempre nuestra amiga Elena.

Un día nos dio por entrar en el palacio que había al otro lado de la plaza. “Museo Arqueológico”, decía en una placa a la entrada. Allí dentro, había un montón de cosas de los antiguos, como los llamaba Elena.

Por aquel entonces, un señor de esos de corbata de lazo y sombrero venía casi todos los días a ver a mi madre. A escondidas, la oía comentar ufana con sus compañeras que aquel señor tan elegante “la iba a retirar”. Él trabajaba en el Museo ese de la plaza y algunas tardes paseaba conmigo y me explicaba las cosas de los antiguos. Y a mí, por las noches, me daba por imaginarme como una gran señorona de esas que llevaban túnica y anillos y se rizaban las pestañas y se ponían ungüentos con la ayuda de sus esclavas…

Lo que más me gustaba era asomarme a la vitrina en la que se exponían los lacrimatorios. Vaya palabra, siempre me costó pronunciarla. Me sugestionaba imaginar las vidas de aquellos señores que recogían sus lágrimas en aquellas vasijitas de distintos colores ¡El vidrio se veía tan delicado, tan frágil! Incluso alguna vez conseguí que mi madre me acompañara a mirar aquellas piezas que me obsesionaban ¡qué tiempos!

Caramba, creo que me estoy poniendo más melancólica de la cuenta pero, ¿a quién se lo voy a contar si no es a ti? Anda, Alicia, ponme otro gin-tonic a ver si me vengo arriba. Ese anillo que llevas en la derecha lo tengo atravesado esta tarde. Me está recordando a la sortija de aquel señor con la que le señaló la cara a mi madre de un bofetón la última vez que estuvo en casa...

El día que me fui de aquella calle, no volví la vista atrás. No quería que nada me atara allí. Ni mi madre tampoco lo quería. Así hasta la semana pasada, cuando me telefonearon las monjitas de la residencia. Hacía mucho tiempo que esperaba aquella maldita llamada. Me entregaron las cuatro cosas que mi madre atesoraba: algunas estampitas de santos (a su San Antonio y a su Santa Rita no había quien les tosiera), una peina de carey, fotos mías de pequeña y una cajita lacada que yo jamás había visto.

Mandé a los niños con Roberto a la calle, no quería a nadie a mi alrededor en aquel momento. Cuando abrí la caja, ya a solas, me pareció que el Tiempo se detenía. Allí dentro estaba, durmiendo una especie de sueño eterno, el lacrimatorio azul que tanto me obsesionaba cuando lo miraba de pequeña. En un trocito de papel, con su caligrafía insegura, decía: “Para Manuela. Mamá”.

Fue entonces cuando las lágrimas, al fin, comenzaron a salir sin estorbo, llenando el lacrimatorio mansamente, limpiándome las entrañas, podridas y acartonadas desde hacía mucho tiempo.

Y, como una patricia romana, desee que a mi madre, al menos, la tierra le fuera siempre leve.

Aunque no sé muy bien qué hago contándote esto a ti…

        Enrique García Luque


* Relato finalista del Concurso de Relato Breve del Museo Arqueológico 

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