jueves, 24 de julio de 2014

CUÉNTAME UN CUENTO

Uno de los recuerdos que con más fuerza solemos conservar de nuestra infancia es el de ese familiar, padre, madre, tío, abuelo…, al que siempre pedíamos que nos contase cuentos, unos cuentos que a veces duraban días y que nunca terminaban. Normalmente lo recordamos narrando un cuento de forma oral, bien haciendo memoria o bien improvisando, pero rara vez lo recordamos leyéndonos el cuento directamente de un libro. Y es que es la oralidad y la tradición oral una de las características principales del llamado cuento de hadas.

Efectivamente, se trata de narraciones con un lenguaje y un contenido difíciles de plasmar por escrito sin que pierdan gran parte de su encanto. El ritmo, la entonación, el timbre de voz, son primordiales. Pero también la sensación de que la historia está naciendo, incluso desarrollándose en ese momento, y no que alguien la haya plasmado antes por escrito y estemos simplemente reproduciéndola.

También habremos notado que por lo normal, el niño, incluso el adulto que le lee un cuento escrito, se quedan dormidos en la segunda página, mientras que la narración oral atrae con mayor vigor la atención del infante.

Es también precisamente esa oralidad, y esa tradición oral, las que han dado lugar a que existan múltiples versiones de los cuentos más populares y universales. Es cierto que la factoría de Disney ha universalizado una determinada versión, normalmente muy edulcorada de los cuentos más tradicionales, pero sólo tenemos que pensar en uno que no haya sido versioneado por Disney, como Caperucita Roja, para darnos cuenta de la cantidad de variantes que puede llegar a ofrecer la misma historia. Y es que ese es el fruto de la tradición oral, que lejos de la rigidez que produce un texto escrito, se va adaptando a las circunstancias del lugar y la época.

Contra lo que se pueda pensar, el cuento infantil, al igual que el juguete no existieron de forma generalizada, sólo para determinadas élites muy reducidas, hasta épocas relativamente recientes, digamos Siglo XVIII en adelante. Y es que la propia infancia no existía tal y como hoy día la concebimos: el niño no era un ser humano completo y acabado, sino un futuro adulto, y como tal, había de ser instruido de la forma más pronta y eficaz para dejar de ser una carga familiar y pasar a ser una ayuda.

Fue Perrault, quien, a finales del Siglo XVII, recopiló una serie de relatos populares y los puso por escrito. Aún así, todavía no se puede decir que tales relatos, tal y como estaban escritos, estuviesen dirigidos a la infancia, sino más bien a adolescentes que se introducían en el mundo de la lectura y la literatura. De ahí que lo más característico de sus cuentos sea la moraleja, con la cual siempre terminan, y que es una suerte de consejo que se desprende del desenlace del relato. En Caperucita Roja, el no andar con desconocidos; en La Bella Durmiente del Bosque, la necesidad de las jóvenes de esperar pacientemente a que llegue el momento del inicio de vida sexual, etc. De Perrault surgen los cuentos más conocidos y universales: además de Caperucita Roja y La Bella Durmiente del Bosque, Barba Azul, El Gato con Botas, Cenicienta o Pulgarcito.

Más tarde, todos ellos y otros fueron adaptados a un público más infantil por Grimm, Andersen y por supuesto Disney.

Como decíamos al principio, la oralidad es un elemento fundamental del cuento, que el narrador debe ser diestro al interpretar para atraer la atención de los pequeños. Y es que el cuento es heredero de los viejos poemas populares, que se recitaban de forma rítmica, incluso cantada, acompañada de elementos de percusión que marcaban el compás. Todavía las narraciones infantiles cuentan con un elemento literario fundamental, como la repetición rítmica de una determinada frase, que entusiasma a los oyentes y que si la ponemos en boca del malvado, que anuncia su proximidad al pronunciar la frase que le identifica con un tono cada vez más elevado, provocaremos que el pequeño se esconda bajo las sábanas de la cama.

Otra de las características de los cuentos de hadas son los numerosos elementos que se recogen de la mitología, tanto popular como clásica. Esta cuestión podría dar para escribir una tesis doctoral, cosa que me encantaría, pero no a vosotros, así que me voy a contener. Por no profundizar en elementos más profundos y estructurales, pensemos en la manzana. Ese fruto que en el pensamiento popular, que no en las Escrituras, era el fruto del árbol prohibido, que introdujo el pecado en el mundo, es el mismo que envenenó a Blancanieves, y el mismo, la Manzana de la Discordia, que dio origen a la Guerra de Troya. Guerra que se inicia por las rivalidades entre los dioses, planteadas con motivo de una boda, la de Peleo y Tetis, a la cual se olvidaron de invitar a la diosa Eris, quien agraviada, se presentó en el banquete con una manzana dorada, que contenía la leyenda “para la más bella”, dando lugar al litigio entre Hera, Afrodita y Atenea, al juicio de Paris, y en última instancia, a la Guerra de Troya, en la cual perdería la vida el fruto de aquel matrimonio, Aquiles. La mujer, siempre la mujer. Igual de agraviada se sintió aquélla hada que se olvidaron de invitar al bautizo de la Bella Durmiente del Bosque.

Muchos cuentos son también herederos de una estructura religiosa de origen semítico, que tenemos aún muy arraigada, según la cual, todo mal tiene su origen en una falta cometida por el protagonista. Es frecuente una desobediencia, un acto de egoísmo, un descuido en las labores cotidianas…, y el resultado es quedar indefenso ante la acción del mal. La falta más frecuente es la desobediencia a los padres: Caperucita, La Bella Durmiente, la Sirenita… Aún hoy, esta estructura del mal consecutivo al pecado está instalada en una cultura como la del calvinismo puritano norteamericano, tan conocedor de la Biblia y del Antiguo Testamento. Uno de los elementos fundamentales de los thrillers o películas de terror es la falta del protagonista, como desencadenante de la acción maligna. El prototipo de escena es el de la joven pareja que se interna en un lugar apartado, prohibido como aquellos lugares sagrados de la antigüedad,  su lujuria es castigada con creces. Ejemplos conocidos y significativos en filmes muy conocidos serían los de Atracción Fatal, La mano que mece la cuna y por supuesto, Seven. En el fondo se nos está mandando un mensaje muy claro: si eres infiel, si cometes adulterio, si desobedeces, mira lo que te puede ocurrir.

No obstante, en los cuentos infantiles debe primar la simplicidad. El niño quiere escuchar una historia previsible, incluso conocida, hasta el punto de que si es de su agrado, no le va a importar que se la repitan muchas veces; sentirá una satisfacción especial al comprobar que las cosas ocurren como deben ocurrir y como sabe que van a ocurrir. El maniqueísmo es un rasgo esencial. Los buenos deben ser buenos y los malos deben ser malos. Sin matices. Los personajes deben obrar animados por caracteres muy simples y esenciales, sin evolución o contradicción posible.

Una notable excepción a este principio la encontramos en el delicioso cuento de La Bella y la Bestia, por todos conocido a través de la entrañable versión de Disney pero que tiene múltiples antecedentes y secuelas; si fuésemos capaces de examinar cada una de sus versiones lo conoceríamos todo sobre la vida, sobre la forma de ser de la naturaleza humana. Como sabemos, en este cuento, uno de los protagonistas experimenta una evolución en su comportamiento ante la simple contemplación de la belleza y el encanto de la otra,  es su beso de amor auténtico lo que da lugar a que surja de su interior lo mejor de sí, y la Bestia se convierte en príncipe.

Pero repito, no sé si para bien o para mal, nuestros niños ansían historias simples, de buenos y malos, y sólo después de una maduración y  una trabajada estimulación de su inteligencia son capaces de entender que las personas padecen contradicciones, que son complejas, que además se producen conflictos entre intereses legítimos, en fin… a mí me costó varios enfados de las mías intentar introducirlas en cuentos en los que los buenos no eran tan buenos ni los malos tan malos.

Y tú, paciente lector, tú que has llegado hasta aquí, más por cariño al que escribe que por interés en el tema, ¿te gusta que te cuenten cuentos? ¿Te gustan los cuentos de buenos y malos que aparece todos los días en los periódicos y las radios? O ¿has madurado y no te los crees, e intentas aceptar que las cosas y las personas son más complejas?             

Manuel Del Rey

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