martes, 12 de mayo de 2015

CARNAVAL EXPRESS

Aquel sí que fue un gran Carnaval. No en vano Javi el Gallo lo empezó a lo grande: perdiéndose en PuertaTierra. Efectivamente, el primer sábado de Carnaval tuvo que llamar a las ocho de la tarde a la Pili, su novia, para que fuera a buscarlo, porque no se acordaba de si vivía, palabras textuales, “de PuertaTierra pa fuera o de PuertaTierra pa dentro”. Menos mal que Pili es una santa. Y es que el Gallo se había liao ya desde por la mañana temprano. Toda una premonición...
Después, la semana había transcurrido tranquilita pero, ya se sabe: hasta el carnaval chiquito, todo es toro. Y, como muestra, un botón:
Domingo de Piñata. Taberna de “La Revolera”. Nueve de la mañana. -“Bien está lo que bien acaba”- era lo único coherente que yo podía articular después de once horas largas de romería por la Viña. Ernesto se empeñaba en invitarme a otro vaso, cuando hacía rato que yo ya había perdido la cuenta. Y es que Ernesto ni tenía ni tiene hartura. Menos mal que pude hacerle un quiebro y escaquearme hacia la puerta con la bendita intención de dormir la mona.
Con los que no había contado era con Tacote y con el Mario, que estaban literalmente “precintando” la Viña. No sé de dónde narices habían sacado una bovina de precinto de esas que usa la Policía Local. El caso es que habían empezado a desliarla delante justo del “Manteca” y cuentan que no pararon hasta que llegaron a Cañamaque, pasando por delante de “La Revolera”, desenrollando metros y metros de precinto. En la puerta de la taberna, como pude, me zafé de la cinta y alcancé la calle. El sol estaba ya en todo lo alto y pegaba fuerte. A mí, estas cosas, me cortan el punto. Así que, con las manos en los bolsillos, enfilé los Callejones y me fui ligerito pa casa. Conté hasta cinco camballás antes de torcer Sagasta. De eso sí que me acuerdo.
De lo que no me acuerdo es de a qué altura de la calle me alcanzó. Se me colgó del brazo con una naturalidad que me hizo sentirme realmente violento. Verdaderamente, era guapísima. De esas guapas que te duele cuando las miras, tú sabes...
De pronto, me soltó a bocajarro que se había perdido de sus amigas porque hacía rato que se habían ido a dormir a San Fernando. Y que si no me importaba, me pidió quedarse en mi casa hasta los Coros de esa tarde y así volver a encontrarse en la Plaza con ellas.
-“Vale”- le dije sin mirarla, con la vista fija en los adoquines de Sagasta. Víctor y yo estamos acostumbrados, y más en Carnaval, a que la casa de Ahumada 7 se convierta en la “Pensión de la guita” en lo que a hospedar a gente se refiere. Donde caben diez, caben quince más…
Desde luego, lo que se dice comunicativo, no lo estuve mucho. Pero es que el escarmiento es un gran antídoto. Y lo que me rondaba la cabeza, incluso sin yo quererlo, era un espejismo como el sombrero de un picador. Tanto tiempo la había esperado precisamente a ella (porque realmente era Ella) y tenía que hacerse la encontradiza justo ahora. Ahora que maldita la falta que me hacía y que no estaba el horno para muchos bollos. Porque, después de un montón de años naufragando, parece que en la época en que sucedió todo por fin había llegado a mi isla desierta. Y no quería ni pensar que la previsible tempestad que se me venía encima me obligaría a hacerme de nuevo a la mar con lo puesto y lamentando, con razón, dejar atrás quizá mi verdadera y única tierra prometida.
Y, para más inri, sólo sentía ese pitido de oídos tan fastidioso que le queda a uno cuando sale de cualquier garito donde la gente no para de hablar muy alto y de pronto te encuentras en una calle completamente silenciosa y, normalmente, ya es de día.
Yo no quería más líos. Realmente, lo único que me apetecía era llegar y echarme a dormir en mi cama “como los toros que se van a morir a las tablas, buscando la querencia”. Esta reflexión tan profunda se la debo a mi inefable amigo Manué.
Así que apreté el paso con ella enganchada en mi brazo mientras nos acercábamos a San Francisco. De hecho, creo que pasamos bastante rato los dos callados, evitando mirarnos. Lo que sí que no podía evitar era que me llegara el olor de su pelo, tan pegada iba a mí. Olía a brea. Creo que se dio cuenta. Al punto, recordé mi canción de Serrat preferida: “...jugando con la marea te vas pensando en volver; eres como una mujer perfumadita de brea”. No pude evitar cantarle ese cachito y ella se rió, debido seguro a mi oído musical. “El compás se tiene o no se tiene”. Otra perla del Manué. Después de esto, tuve que exagerar mi puntito para no tener que sacar ninguna otra conversación.
El caso es que ya íbamos por Antonio López y, en dos pasos, enfilamos, por fin, Ahumada. El otro extremo de mi calle desemboca, así, del tirón, en la Alameda. A esa hora de la mañana, con el sol en todo lo alto, se recortaba ese sagrado trozo de Alameda, con el Atlántico al fondo, el cielo muy azul, la balaustrada y uno de esos faroles que la alumbran de noche.
Total que, a mitad de la calle, a la altura de mi casapuerta, hice el amago de sacar la llave para entrar cuando ella me dice: “Espera, vamos a ver el mar un momento”. Automáticamente comprendí que estaba perdido. Resignado, guardé la llave y nos dirigimos hacia la Alameda.
No sé si lo prefiero o no, pero todo lo que empezó a decirme a partir de ese momento lo conservo para mí envuelto en una bruma balsámica. Parte de culpa la tuvo, por supuesto, todo lo que hasta entonces llevaba trasegado. Pero lo bueno de no recordar las cosas con nitidez es que las lagunas se pueden rellenar al antojo de uno y se pueden adornar como más convenga según qué momento.
Nuestros corazones tenían sendos dueños. La vida, cuando quiere, es muy perra. Y, como canta Rubén Blades con la orquesta Platería, a veces te da sorpresas.
La siguiente fue que ella comenzó a besarme. Era inútil intentar luchar. “Si la carne es débil, figúrate el pescado...” cantaba Paquito D’Alcatraz, poeta boloñés. Me dejé llevar, como tantas otras veces, resignado a lo irremediable. Algo me decía que esta era la primera y la última vez que podría asomarme a su abismo.
Después de esto, no pude evitar llevarla a mi rincón preferido de la Alameda: la fuente de azulejos azulísimos que hay bajo el ficus gigantesco, en la curva del Baluarte. Ella me dejó hacer, con esa sabiduría antigua de siglos que, de alguna manera, transmitía...
Cuando desperté en mi cama de Ahumada 7, me encontraba solo y bastante jodido por aquello de la resaca, entre otras cosas. Ya se había ido, sin decir ni pío. Por lo menos, la almohada olía a brea, a su pelo: algo tangible que demostraba que, realmente, todo había sucedido. No, no fue un buen Domingo de Piñata. Viendo los Coros estuve ausente toda la tarde de la realidad, con un sabor de boca agridulce, con una sensación extraña.
Esa sensación me fue abandonando poco a poco, conforme fueron pasando los días. Y es que llega un momento en el que todo se confunde y se mezcla en la memoria por más que intentes retenerlo, conservarlo para poder ir recordándolo poco a poco, con paciencia de taxidermista que disecara recuerdos en vez de animales. Y quizá sea mejor así, guardarlo todo en una especie de batiburrillo en el que todo se amontona sin ton ni son.
Y otra vez empiezas a frecuentar los bares, a tomarte unos vasos con Víctor, con Jose el Largo o con el Gallo mismo, si tienes ganas de liarte de verdad. Y haces todo lo posible por olvidar aquel Domingo de Piñata, a la vez que no quieres olvidarlo del todo. Y recuerdas nítidamente un retazo de aquel amanecer para luego almacenarlo en el último rincón de la memoria esperando inútilmente que ésta no te pase factura. Y la vida trascurre cínicamente a tu alrededor, como sólo ella sabe. Y la resignación se va abriendo camino...
Esta mañana tenía que ir a ver a mi amigo Luis a su nuevo despacho en el Museo de la Plaza Mina. Le tenía que devolver un libro que me prestó. Acababa de aprobar las oposiciones de conservador y se incorporaba esta misma semana.
Me indicaron que podría encontrarlo después de atravesar la sala donde se conservan los dos grandes sarcófagos fenicios encontrados bajo el suelo de Cádiz. Y hacia allí me dirigí.
No pude avanzar más. Delante de mí, en aquella gran sala del Museo, había dos sarcófagos enormes….
Mira que llevo años viviendo en Cádiz y nunca había hecho por verlos. El que representaba a un hombre estaba a la izquierda, esculpido de forma magnífica. Su cara se me antojó demasiado solemne, la cara de los que verdaderamente duermen el sueño eterno. Pero el otro...
El otro olía a brea. Entonces, al fin, la reconocí.

Enrique García Luque

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