sábado, 1 de noviembre de 2014

DIA DE DIFUNTOS

3:1 Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa
bajo el sol:
3:2 un tiempo para nacer y un tiempo para morir,
un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado;
3:3 un tiempo para matar y un tiempo para curar,
un tiempo para demoler y un tiempo para edificar;
3:4 un tiempo para llorar y un tiempo para reír,
un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar;
3:5 un tiempo para arrojar piedras
y un tiempo para recogerlas,
un tiempo para abrazarse
y un tiempo para separarse;
3:6 un tiempo para buscar
y un tiempo para perder,
un tiempo para guardar y un tiempo para tirar;
3:7 un tiempo para rasgar y un tiempo para coser,
un tiempo para callar y un tiempo para hablar;
3:8 un tiempo para amar y un tiempo para odiar,
un tiempo de guerra
y un tiempo de paz.

(Libro del Eclesiastés)

Ocho mil años de civilización, desde que en el Neolítico los hombres se convirtieron en agricultores, se organizaron en ciudades, se especializaron en menesteres y surgieron las clases sociales, el dominio de unos sobre otros.
También hemos aprendido a compenetrarnos con la Naturaleza, hasta tal punto que sincronizamos con ella nuestras emociones humanas. Desde tiempo inmemorial, se ha celebrado en el solsticio de invierno el nacimiento de la luz; en primavera el resurgimiento de la vida tras el crudo invierno; en verano la fiesta y la acción de gracias por las bendiciones de la cosecha… y en otoño, el fin de la vida. El recuerdo de los que ya no están. Un dolor íntimo y sereno. Es necesario vivirlo para estar dispuesto a las siguientes emociones y celebraciones.

Al comenzar el día, antes de ir a Misa, visito un cementerio. Me gusta ir solo. Me fascina el afán de los individuos por perdurar en el tiempo, ya que el cuerpo se corrompe, mediante inscripciones en piedra: lápidas y panteones. Desafío al ecopanteísmo new age de moda entre círculos intelectuales y no tanto: leo y pronuncio los nombres de los difuntos escritos en las piedras, y así reivindico su memoria, los hago revivir, los traigo de nuevo a este mundo.

De vuelta a casa me paro en la pastelería. Bien surtida de buñuelos de viento, huesos de santo, piononos y por supuesto, gachas. Compro una bandeja de estas últimas. Al llegar me encuentro con que la abuela ha traído otra bandeja, de elaboración casera, de una receta que se ha venido transmitiendo de generaciones. Gemita y yo damos buena cuenta de ella, sentados, uno a cada lado de la mesa, disputando cada picatoste de pan frito.

Por la tarde me gusta escuchar el Requiem de Mozart, si es posible en directo. Para mi gusto, la obra musical religiosa más excelsa de todos los tiempos. A los sones del Kyrie Eleison una parte de mí sobrevuela a varios metros del suelo. La otra le da vueltas a la fascinante paradoja de Mozart. Compuso el Requiem justo antes de morir, en el invierno de 1791. Ese mismo año había estrenado la ópera La Flauta Mágica, una exaltación de la masonería, de adoración al dios de la razón frente a las oscuras fuerzas tradicionales que oprimen al ser humano, la religión y la monarquía. Y sin embargo, no es posible, ni siquiera para un gran genio, haber compuesto los acordes del Requiem sin ser sujeto de una profunda emoción religiosa. La pieza denominada Lacrimosa, en concreto sus ocho primeros acordes, fue lo último que compuso antes de morir. Son las notas más tristes jamás compuestas. Es el lamento por la derrota del hombre que quiso ser dios.

Por la noche, el Tenorio. Algo que ya es una tradición, y que como todas las tradiciones, en sus inicios fue criticada por los más conservadores. Me vuelve a situar a caballo entre una y otra vida. Sus versos piden silencio:

¡Cuál gritan esos malditos!
Pero, ¡mal rayo me parta
si en concluyendo la carta
no pagan caros sus gritos

Y así se acaba el día y este artículo. Quizás has echado de menos algún chiste o broma de los habituales en este cronista de curiosidades. Pero eso, querido lector, hoy no toca. Buenas noches.

     Manuel Del Rey Alamillo

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