miércoles, 12 de octubre de 2022

CAMPANAS

Lo estaba esperando. Me decía, algún día surgirá la noticia y mandaré un artículo al blog de Génesis.

No te confundas, no me estoy refiriendo al óbito de la reina de los albiones, Su Graciosa Majestad, aunque podría tener alguna relación con esta exposición en lo que se refiere a la importancia de que antiguas instituciones conserven las centenarias liturgias por las que visualmente se les identifica. Son la prueba palpable de su existencia y su vigencia.

La noticia a la que me refiero es en apariencia más insignificante y ha pasado desapercibida, pero mucho me temo que es la primera de una lista de otras similares.

En un pequeño pueblo rural de la Bretaña francesa, Arzon, muy visitado por veraneantes por su tranquilidad y la benignidad de sus temperaturas estivales, un parisino de vacaciones ha remitido una instancia al alcalde solicitándole que conmine al párroco del lugar para que durante el verano cese el toque de las campanas de la iglesia, a fin de mejor permitir su descanso y el de sus hijos.

En España la solución hubiera sido muy fácil. La respuesta de la autoridad competente, o no hubiera llegado nunca, o se hubiera interpuesto un funcionario muy celoso en el cumplimiento de los requisitos formales de la solicitud, que hubiera requerido copia del DNI, y después certificación de que la copia del DNI es auténtica, y más adelante certificación de que el que certifica está habilitado para certificar.

A la luz de los prejuicios que tenemos respecto del país vecino, podemos presumir que en el caso que os cuento, la administración municipal actuaría de modo eficiente y dirigiría una pronta respuesta basada en el principio de legalidad, es decir, del tipo, “la actividad está reglada y permitida por la ley 30/26 de 13 de febrero” o “no supera el umbral máximo de incidencia acústica permitido para actividades musicales en la vía pública”, etc.

Sin embargo, para mi sorpresa, la respuesta del alcalde fue mucho más coherente con el razonamiento que haría cualquier lugareño no versado en el mundo del Derecho: “Quienes vienen a Arzon deberían aceptar nuestras tradiciones. Nosotros tenemos una identidad religiosa católica, y es también una tradición cultural”. Y el alcalde termina su exposición denegatoria con un razonamiento más berlanguiano que ilustrado: “Y de todas formas, el alcalde no quiere que paren de sonar las campanas”.

Las campanas, o mejor dicho, su sonido, vienen identificando a nuestro contexto geográfico cristiano desde que en el siglo V comenzaron a ser instaladas en los templos para marcar el inicio de celebraciones, avisar de una muerte, expresar júbilo, o simplemente dar las horas. De las pequeñas campanas de las espadañas de iglesias románicas en pueblos pirenaicos o castellanos se pasó a los grandes campanarios de las catedrales góticas, en la época del resurgir de las ciudades. Hoy son un signo de la identidad sonora de nuestra civilización cristiana. Se podría decir que Occidente llega hasta donde llegan las campanas.

Parece evidente que en nuestro entorno, Europa, existe una tendencia a acabar con todo aquello que ha identificado a nuestra civilización con los valores cristianos que tanto de bueno nos han aportado y siguen aportando, pero que molestan a quienes quieren plantear su vida desde el egoísmo y la intrascendencia, desde una filosofía de vida epicúreo-nihilista.

No creo en conspiraciones. No creo que todos los segundos martes de mes, o algo parecido, se reúnan una serie de personas a organizar una estrategia para acabar con esos valores. Pero sí que hay mucha gente influyente que desea acabar con todo aquello que aún sin inscribirse en el centro de la Fe, sí constituye una huella visual, o como en este caso sonora, del paso de la Fe.  Y para ello hace falta acabar con toda demostración pública religiosa, como arquitectura, música o tradiciones, o si son demasiado poderosas, como Navidad o Pascua, adulterarlas y ponerles otros nombres.

En países de tradición cristiana en retroceso, como Francia, se viene llamando “cristianismo residual” a ese conjunto de tradiciones y valores que generaciones actuales han heredado de sus mayores, y que a duras penas subsisten en algunos contextos pese a que en la mayoría de los casos no vayan acompañados de una práctica religiosa cotidiana o una vivencia diaria de la Fe.

Y es a esas tradiciones y valores, especialmente en su vertiente de demostración pública, a los que “los enemigos de la Fe” dirigen sus ataques, a sabiendas de que quien se ha educado en ese ambiente, asistió a catequesis de primera comunión, quien veía a sus padres poner un belén en casa cada Navidad, y quien participaba en las procesiones de Semana Santa o en la romería de la patrona de su pueblo, muy probablemente, en un momento de crisis, tras haber fracasado con el psicólogo, el yoga y los libros de autoayuda, oirá un toque de campanas que le recordará la cercanía de una iglesia, entrará y escuchará una lectura o una oración que le harán ver que la felicidad no se encuentra mirándose a sí mismo sino volcando su vida hacia los que le rodean; sus interrogantes encontrarán respuesta, y quizás se inicie una nueva vida para él. Las tradiciones religiosas son el banderín de enganche a la Fe verdadera de muchos de quienes la han perdido o no la han llegado a encontrar.  

El ataque se excusa en que el espacio público, los colegios y las leyes deberían quedar exentos de las manifestaciones de identidad cristiana, por respeto a los practicantes de otras religiones. Lo curioso es que estos últimos no se suelen sentir para nada ofendidos y ven totalmente normal que en un país de tradición cristiana suenen las campanas, como vienen haciéndolo desde hace 1.500 años, o se celebre el Nacimiento de Cristo.

Creo que como católicos deberíamos ser conscientes de que la evangelización no solo se practica en el barro de los confines, sino también manteniendo el cordón umbilical de la educación, la tradición y los valores cristianos, que une aún a millones de personas a la perspectiva de una vida en confianza y esperanza.

Manuel del Rey Alamillo

sábado, 6 de agosto de 2022

LA FERIA DE LOS DISCRETOS

En una de esas largas tardes de verano he rebuscado entre los clásicos de mi juventud, entre los volúmenes que leí en parecidas tardes treinta o treinta y cinco años atrás. Y me he tropezado con La Feria de los discretos, esa novela de acción que Pío Baroja situó en nuestra ciudad, tras una visita que le hizo en el año 1904, aunque el contexto de la novela se sitúa en los días de la revolución de 1868.

No he podido resistir releer esas páginas, ya amarillentas por el paso de los años, y sumergirme en las peripecias de Quintín, protagonista de la novela, recién llegado a Córdoba tras unos años de estudios en Eton (Inglaterra).

No contento con eso, una vez releída buena parte de la novela, y guiado por mi innata curiosidad, he desafiado a la canícula y me he echado a la calle para recorrer los espacios que describe el insigne novelista.

Mucho ha cambiado nuestra ciudad desde entonces, aunque aún podemos encontrar casi intactos algunos de los lugares que aparecen en la narración.

El protagonista, Quintín, cuando regresa a Córdoba, lo hace en tren, arribando a la antigua estación que casi todos hemos conocido, y dirigiéndose hacia el centro de la localidad, recorriendo para ello el Paseo del Gran Capitán, la calle Gondomar y pasando por la Plaza de las Tendillas, muy distinta en su configuración a la que hoy conocemos.

Para llegar a su casa familiar en la calle Librerías, hoy Diario Córdoba,  junto a la Cuesta de Luján. Espacio este, el de la zona del Ayuntamiento, también muy cambiado en su configuración.

Muy cercana se encuentra una casa que aún pervive, en la esquina entre la citada calle y la de la Espartería, y a la que también se refiere el escritor vasco:


En la misma calle, esquina a la Espartería, en una casa en cuyo chaflán hay una cruz de hierro, habitaba un capitán de migueletes retirado, don Matías Echevarría”.

También describe la cercana Plaza de la Corredera, lamentando cierta decadencia, dado el estado de abandono de las viviendas, y la reciente construcción de un mercado en su centro, pervirtiendo la finalidad para la que fue construida, que no fue otra que la de ser el corazón de la ciudad, lugar de autos de fe, ejecuciones a garrote vil, corridas de toros, con Pedro Romero y Pepe Hillo…

El protagonista es aficionado a perderse callejeando por lo que hoy es el casco antiguo de la ciudad. La descripción de lo que ve no es muy distinta de la que podría expresar un viajero en nuestros días:

Las calles delante de él se estrechaban, se ensanchaban hasta formar una plazoleta, se torcían sinuosas, trazaban una línea quebrada. Los canalones, terminados en bocas abiertas de dragón, se amenazaban desde un alero a otro, y las dos líneas de los tejados, rotas a cada momento por el saliente de los miradores y de las azoteas, limitaban el cielo, dejándolo reducido a una cinta azul, de un azul muy puro. Terminaba una calle estrecha y blanca, y a un lado y a otro se abrían otras, igualmente estrechas, blancas y silenciosas”.

Pero donde más se detiene en su descripción es en el palacio de un personaje importante en la novela, el Marqués de Tavera, basado en un personaje real, en cuyas peripecias vitales se basa parte de la historia, que es el Marqués de Benamejí. Dicho palacio se encuentra en la calle hoy denominada Agustín Moreno, entonces calle del Sol, a pocos metros de la parroquia de Santiago. En la actualidad se encuentra ocupado por la Escuela de Artes y Oficios Dionisio Ortiz.

El citado aristócrata personifica la decadencia de las casas nobiliarias de la ciudad, su ruina económica, viniendo a ser sustituidos por familias de la burguesía ascendente, comerciantes y sorianos tratantes de ganado.

Posesiones emblemáticas de la misma familia fueron la Huerta de San Antonio, en la que casi todos hemos hecho algún retiro espiritual, y la finca El Capricho, en Alcolea, en la que habremos asistido a alguna boda, y que más tarde adquirió el hermano del célebre torero Guerrita.

Como decía, mucho ha cambiado Córdoba desde entonces, y mucho también los cordobeses, pese a que se suela decir lo contrario. Aunque aún permanezcan en la fisionomía de la ciudad y en nuestro carácter algunos de los rasgos esenciales que aparecen en el libro. Para bien y para mal. 

Manuel del Rey Alamillo

viernes, 8 de abril de 2022

APUNTES PARA UN TIEMPO DE REFLEXIÓN

Bueno es hacer un paréntesis en el trasiego diario en qué se ha convertido nuestra vida, en la rutina a la que estamos habituados, y preguntarnos a qué nos conduce tanta velocidad, qué vamos buscando, cómo estamos actuando con nosotros mismos y los demás y, sobre todo, para qué. Quizás pensemos poco o nada en los demás y mucho en nosotros. Pero la realidad está ahí y nos interpela continuamente.

Nadie está contento con lo que tiene, lo tenga por naturaleza o porque lo ha adquirido. Quizás por eso, son numerosos y trágicos los conflictos que atenazan a la humanidad, la envidia, el odio y la violencia se han hecho habituales entre los pueblos. Los medios de comunicación nos sirven situaciones extremas en las que se cosechan damnificados y víctimas de toda clase y condición, que vamos digiriendo por entregas a diario y que, aunque sólo sea de salón, condenamos o manifestamos –en expresión de moda– la “más enérgica repulsa”, pues, poco más podemos hacer.

En este contexto, es necesario volver la mirada –mientras aún lo permitan– a disciplinas académicas actualmente descatalogadas, como la historia y la filosofía.  

¿Qué ha sido de los preceptos fundamentales del derecho, vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo que le corresponde, tres máximas romanas formuladas por Ulpiano al inicio del siglo III d. C.? Sin duda contienen la idea de justicia universal común a Aristóteles, Platón y Santo Tomás de Aquino.

Pero el discípulo de San Alberto Magno, partiendo de la ley como ordenación de la razón dirigida al bien común, supera la formulación romana distinguiendo varias clases de leyes. La ley natural (lex naturalis) al igual que las leyes positivas que derivan de ella (lex humana), guían al hombre en la consecución de sus fines terrenos. Pero el hombre –nos dice Santo Tomás– no tiene solamente unos fines terrenales, sino que tiene también un fin sobrenatural, que es la felicidad eterna y para poder alcanzarlo precisa también una ley sobrenatural, revelada directamente por Dios (lex divina). Esta ley revelada comprende la Ley antigua y la Ley nueva o evangélica, ley de Dios que proviene únicamente de la Revelación a través de las Sagradas Escrituras, por ejemplo, los Diez Mandamientos y otras prescripciones que aparecen en la Biblia, como el mandato nuevo evangélico del amor; por tanto, esta ley divina es accesible al hombre, y su observancia es necesaria para la salvación. Pero el hombre, en cuanto ser natural y racional hecho a imagen de Dios, es libre para actuar, posee su propia autonomía, criterio gracias al cual distingue el bien del mal y puede elegir su camino de salvación.

Valgan estos breves apuntes de la filosofía del derecho y del pensamiento cristiano para aproximarnos con seriedad a lo que Dios espera de nosotros, partiendo de la libertad natural que tenemos por Él conferida.  

En palabras de San Juan Pablo II, el único camino de la paz es el perdón. Aceptar y ofrecer el perdón hace posible una nueva cualidad de relaciones entre los hombres, interrumpe la espiral de odio y de venganza, y rompe las cadenas del mal que atenazan el corazón de los contrincantes. Para las naciones en busca de reconciliación y para cuantos esperan una coexistencia pacífica entre los individuos y pueblos, no hay más camino que éste. Frente al ojo por ojo, el Maestro de Nazaret nos enseñó que hay que amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persiguen. Pero este desafío no sólo concierne a los pueblos y a las naciones. Éste es un desafío que concierne a cada individuo, a cada comunidad, a las familias especialmente ¿quién si no conforma los pueblos?

Pero, no es fácil convertirse al perdón y a la reconciliación. Para dar semejante paso es necesario un camino interior de conversión; se precisa coraje y humildad para amar y perdonar al prójimo, para no hacer otra cosa, en definitiva, que obedecer el mandato de Jesús. Y es que el cristiano debe hacer la paz aún cuando se sienta víctima de aquél que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo obró así y espera que sus discípulos le sigan. Como recuerda el apóstol Pablo, el perdón es una de las formas más elevadas del ejercicio de la caridad: “La caridad no toma en cuenta el mal” (l Cor 13,5).

Todos los años, el tiempo de Cuaresma y Semana Santa representan para el creyente un tiempo propicio para profundizar mejor sobre la importancia de esta verdad y hacer una revisión espiritual de su compromiso en la fe, renovar sus actitudes y convertirse de corazón al Señor. Esto es, practicar la caridad auténtica, ofrecer la ayuda a quien se encuentre en necesidad; desterrar la ira, el rencor, la maldad, las injurias; perdonar como Jesús nos perdonó; despojarse, en definitiva, del hombre viejo y corrompido, para renovarse en lo más íntimo del espíritu y revestirse del hombre nuevo, revestirse del amor que es el vínculo de la perfección en la amistad con Jesús, el camino por excelencia.

Más allá de cornetas y tambores, pregones y saetas, bordados y dorados, “levantás”, gritos y aplausos, no dejemos de lado la reflexión y la oración, pues, sólo una cosa es importante. Recordemos, además, que nuestra vida terrena tiene fecha de caducidad y que nuestra vocación es formar parte de esa vida nueva con nuestro Creador si cumplimos el nuevo mandamiento de Jesús.

Pero, hay que empezar a construir desde cada uno de nosotros, dejando atrás nuestras manías, nuestros odios y fobias. El mundo espera de los cristianos un testimonio coherente de comunión y de solidaridad. 

Francisco de Paula Oteros Fernández

sábado, 2 de abril de 2022

La mirada de Cristo

“Mi pasado, Señor, lo confío a tu misericordia, mi presente a tu amor, mi futuro a tu providencia”

(Padre Pio).

Las posibilidades de acercarse al Evangelio y de acercar el Evangelio a nuestras vidas son insospechadas, en buena parte dependen de la sensibilidad del lector u oyente. En el Evangelio hay que prestar atención a todo: a las palabras y a los silencios; a las obras y a los gestos. Porque el hombre no sólo se expresa verbalmente, sino que tiene otros medios y modos, entre ellos la mirada. Por eso en este inicio de Cuaresma vamos a mirarle a los ojos, y descubrir la grandeza de su amor. ¿Cómo era la mirada de Jesús?

Si los ojos son el reflejo del alma, a través de ellas podremos llegar a conocer los sentimientos de Cristo Jesús, para interiorizarlos y hacerlos propios. Y todos necesitamos ese cruce de miradas clarificador, pues en la mirada de Cristo se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces más profundas del ser. Contemplar la mirada de Jesús nos servirá, también, para aprender a mirar cristianamente la realidad.

Qué bueno es contemplar la mirada de Cristo, la mirada de Dios. Es una mirada que enamora, es una mirada que lleva al cambio y que compromete. Dios no sólo ha hablado al mundo y al hombre, también los ha mirado, y Jesús es esa mirada plena, definitiva y exhaustiva de Dios. Cristo no es sólo la Palabra de Dios encarnada; encarna también su mirada: entrañable, benevolente, misericordiosa, paterna. Descubrir esa mirada profunda, personal y cordial manifestada en Jesús, nos ayudará a superar los miedos, a deshacer las dudas y a iluminar las oscuridades de nuestro caminar en la vida.

 ¿Cómo sería por ejemplo la mirada de Cristo al joven rico?: “Entonces le miró con amor, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven, sígueme, llevando la cruz” (Mc 10,21). El señor le pondría sus manos encima de los hombros y le miraría a los ojos con un gran cariño. Una mirada que el joven rico no aguantó y apartando la mirada del Señor, se retiró entristecido y disgustado. Aquel hombre oyó sólo las palabras radicales de Jesús, pero no le miró a los ojos. De haberlo hecho, habría descubierto que esa tarea imposible para los hombres, no lo es para Dios.

¿Cómo sería la mirada del Señor a la mujer adúltera?: “Entonces Jesús levantándose, le dijo: Mujer ¿dónde están?, ¿ninguno te condenó? Dijo ella: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Tampoco Yo te condeno; vete y no vuelvas a pecar” (Jn 8,10-11). La única vez que el Señor levanta la vista del suelo es para mirarla a ella. Una mirada llena de comprensión, de amor, de misericordia con mayúscula. En la mirada de Cristo aquella mujer se supo amada, se supo valorada y se convirtió en discípula, porque se conoció a sí misma no como una pecadora, sino como una mujer y una mujer de Dios, y comprendió lo mucho que valía a los ojos de Dios. Que fe tan grande la de aquella mujer, que, ante la respuesta del Señor (“Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”), se queda sola delante de Cristo porque se reconoce pecadora y sabe que Jesucristo es el sin pecado, el hijo de Dios.

¿O cómo sería la mirada de Cristo a Zaqueo?: “Al llegar a aquel sitio, levantó Jesús los ojos y le dijo: ¡Zaqueo, baja enseguida! Porque hoy he de hospedarme en tu casa” (Lc 19,5). En aquella mirada, Zaqueo se sintió llamado y amado. Jesús no juzgó su vida ni la moralizó, sencillamente la visitó. Y esa visita cordial, abierta y desprogramada fue suficiente para que Zaqueo comprendiera el alcance del gesto. En aquella mirada Zaqueo descubrió esperanza, futuro, amor y desenterró de él una conversión, un nuevo estilo de vida.

¿Cómo sería la mirada del Señor a Judas?: “Enseguida, llegándose a Jesús, le dijo: ¡Salve, Maestro! Y le besó. Más Jesús le dijo: ¡Amigo! ¿a qué vienes? ...” (Mt 26,49-50). Se ha escrito mucho sobre el beso de Judas, el más frio de la historia, pero no tanto sobre la mirada de Jesús al propio discípulo. Una mirada que Judas tampoco aguantaría, como el joven rico, que miraría también hacia otro lado, apartando sus ojos de los ojos de Cristo. En Getsemaní, en los ojos de Jesús debió aflorar una tristeza infinita, no tanto por Él, que ya había asumido beber el cáliz, sino por la pérdida de un amigo. Aun así, no le retira la amistad. Es el encuentro de dos libertades: la de Judas, que se vende y vende, y la de Jesús, que se entrega y perdona, ofreciendo la mejilla, agredida por el beso traidor de un amigo equivocado.

¿Cómo miraste Señor a Pedro después de las negaciones?: “En aquel momento, estando aun hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor... Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,60-62). ¡Cuánta comprensión y esperanza debió percibir Pedro en esa mirada! Sería una mirada que iría sin rencor alguno, sin condena. Todo lo contrario, más que de reproche, sería una mirada llena de cariño, que diría aun así te perdono, aun así, te quiero. La mirada de Jesús fue una propuesta renovada de amistad. También una mirada dolorida, porque el amor nunca es indiferente ante la infidelidad, pero sobre todo fue una mirada acogedora y compasiva. Aquella mirada arrancó del interior de Pedro el arrepentimiento, le hizo renacer; se dejó mirar así y esto le salvó.

 Ahora, a ti que me estás leyendo, yo te pregunto: ¿Cómo te mira el Cristo de Gracia? Seas quien seas, hayas hecho lo que hayas hecho en tu vida, te aseguro que Cristo te mira con el mismo cariño que a Pedro, con la misma comprensión y ternura que a la mujer adúltera, con una mirada llena de amor como a la del joven rico, porque para Él, para Dios eres todo. Por mucho que estés arrugado o aplastado por tus miserias, por tus debilidades, sigues valiendo mucho para Dios.

Ojalá en tu oración personal, abriendo los ojos del alma, descubras la mirada de Cristo. Una mirada que te dice: que bueno es que existas; Una mirada que te recuerda lo mucho que vales a sus ojos; una mirada que enamora. Ojalá que tu mires al Cristo de Gracia a los ojos y te enamores de Él.

Francisco de Asís Linares Martínez