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sábado, 31 de diciembre de 2022
jueves, 17 de noviembre de 2022
miércoles, 12 de octubre de 2022
CAMPANAS
No te confundas, no me estoy
refiriendo al óbito de la reina de los albiones, Su Graciosa Majestad, aunque podría
tener alguna relación con esta exposición en lo que se refiere a la importancia
de que antiguas instituciones conserven las centenarias liturgias por las que
visualmente se les identifica. Son la prueba palpable de su existencia y su
vigencia.
La noticia a la que me refiero
es en apariencia más insignificante y ha pasado desapercibida, pero mucho me
temo que es la primera de una lista de otras similares.
En un pequeño pueblo rural de
la Bretaña francesa, Arzon, muy visitado por veraneantes por su tranquilidad y
la benignidad de sus temperaturas estivales, un parisino de vacaciones ha
remitido una instancia al alcalde solicitándole que conmine al párroco del
lugar para que durante el verano cese el toque de las campanas de la iglesia, a
fin de mejor permitir su descanso y el de sus hijos.
En España la solución hubiera
sido muy fácil. La respuesta de la autoridad competente, o no hubiera llegado
nunca, o se hubiera interpuesto un funcionario muy celoso en el cumplimiento de
los requisitos formales de la solicitud, que hubiera requerido copia del DNI, y
después certificación de que la copia del DNI es auténtica, y más adelante
certificación de que el que certifica está habilitado para certificar.
A la luz de los prejuicios que
tenemos respecto del país vecino, podemos presumir que en el caso que os
cuento, la administración municipal actuaría de modo eficiente y dirigiría una
pronta respuesta basada en el principio de legalidad, es decir, del tipo, “la
actividad está reglada y permitida por la ley 30/26 de 13 de febrero” o “no
supera el umbral máximo de incidencia acústica permitido para actividades
musicales en la vía pública”, etc.
Sin embargo, para mi sorpresa,
la respuesta del alcalde fue mucho más coherente con el razonamiento que haría
cualquier lugareño no versado en el mundo del Derecho: “Quienes vienen a Arzon
deberían aceptar nuestras tradiciones. Nosotros tenemos una identidad religiosa
católica, y es también una tradición cultural”. Y el alcalde termina su
exposición denegatoria con un razonamiento más berlanguiano que ilustrado: “Y
de todas formas, el alcalde no quiere que paren de sonar las campanas”.
Las campanas, o mejor dicho,
su sonido, vienen identificando a nuestro contexto geográfico cristiano desde
que en el siglo V comenzaron a ser instaladas en los templos para marcar el inicio
de celebraciones, avisar de una muerte, expresar júbilo, o simplemente dar las
horas. De las pequeñas campanas de las espadañas de iglesias románicas en
pueblos pirenaicos o castellanos se pasó a los grandes campanarios de las
catedrales góticas, en la época del resurgir de las ciudades. Hoy son un signo
de la identidad sonora de nuestra civilización cristiana. Se podría decir que
Occidente llega hasta donde llegan las campanas.
Parece evidente que en nuestro
entorno, Europa, existe una tendencia a acabar con todo aquello que ha
identificado a nuestra civilización con los valores cristianos que tanto de
bueno nos han aportado y siguen aportando, pero que molestan a quienes quieren
plantear su vida desde el egoísmo y la intrascendencia, desde una filosofía de
vida epicúreo-nihilista.
No creo en conspiraciones. No
creo que todos los segundos martes de mes, o algo parecido, se reúnan una serie
de personas a organizar una estrategia para acabar con esos valores. Pero sí que
hay mucha gente influyente que desea acabar con todo aquello que aún sin
inscribirse en el centro de la Fe, sí constituye una huella visual, o como en
este caso sonora, del paso de la Fe. Y
para ello hace falta acabar con toda demostración pública religiosa, como
arquitectura, música o tradiciones, o si son demasiado poderosas, como Navidad
o Pascua, adulterarlas y ponerles otros nombres.
En países de tradición
cristiana en retroceso, como Francia, se viene llamando “cristianismo residual”
a ese conjunto de tradiciones y valores que generaciones actuales han heredado
de sus mayores, y que a duras penas subsisten en algunos contextos pese a que
en la mayoría de los casos no vayan acompañados de una práctica religiosa
cotidiana o una vivencia diaria de la Fe.
Y es a esas tradiciones y
valores, especialmente en su vertiente de demostración pública, a los que “los
enemigos de la Fe” dirigen sus ataques, a sabiendas de que quien se ha educado
en ese ambiente, asistió a catequesis de primera comunión, quien veía a sus
padres poner un belén en casa cada Navidad, y quien participaba en las
procesiones de Semana Santa o en la romería de la patrona de su pueblo, muy
probablemente, en un momento de crisis, tras haber fracasado con el psicólogo,
el yoga y los libros de autoayuda, oirá un toque de campanas que le recordará
la cercanía de una iglesia, entrará y escuchará una lectura o una oración que
le harán ver que la felicidad no se encuentra mirándose a sí mismo sino
volcando su vida hacia los que le rodean; sus interrogantes encontrarán
respuesta, y quizás se inicie una nueva vida para él. Las tradiciones
religiosas son el banderín de enganche a la Fe verdadera de muchos de quienes
la han perdido o no la han llegado a encontrar.
El ataque se excusa en que el
espacio público, los colegios y las leyes deberían quedar exentos de las
manifestaciones de identidad cristiana, por respeto a los practicantes de otras
religiones. Lo curioso es que estos últimos no se suelen sentir para nada
ofendidos y ven totalmente normal que en un país de tradición cristiana suenen
las campanas, como vienen haciéndolo desde hace 1.500 años, o se celebre el
Nacimiento de Cristo.
Creo que como católicos
deberíamos ser conscientes de que la evangelización no solo se practica en el
barro de los confines, sino también manteniendo el cordón umbilical de la
educación, la tradición y los valores cristianos, que une aún a millones de
personas a la perspectiva de una vida en confianza y esperanza.
Manuel del Rey Alamillo
sábado, 6 de agosto de 2022
LA FERIA DE LOS DISCRETOS
En una de esas largas tardes de verano he rebuscado entre los clásicos de mi juventud, entre los volúmenes que leí en parecidas tardes treinta o treinta y cinco años atrás. Y me he tropezado con La Feria de los discretos, esa novela de acción que Pío Baroja situó en nuestra ciudad, tras una visita que le hizo en el año 1904, aunque el contexto de la novela se sitúa en los días de la revolución de 1868.
No he podido resistir releer
esas páginas, ya amarillentas por el paso de los años, y sumergirme en las
peripecias de Quintín, protagonista de la novela, recién llegado a Córdoba tras
unos años de estudios en Eton (Inglaterra).
No contento con eso, una vez
releída buena parte de la novela, y guiado por mi innata curiosidad, he
desafiado a la canícula y me he echado a la calle para recorrer los espacios
que describe el insigne novelista.
Mucho ha cambiado nuestra
ciudad desde entonces, aunque aún podemos encontrar casi intactos algunos de
los lugares que aparecen en la narración.
Para llegar a su casa familiar
en la calle Librerías, hoy Diario Córdoba,
junto a la Cuesta de Luján. Espacio este, el de la zona del
Ayuntamiento, también muy cambiado en su configuración.
Muy cercana se encuentra una
casa que aún pervive, en la esquina entre la citada calle y la de la
Espartería, y a la que también se refiere el escritor vasco:
“En la misma calle, esquina a la Espartería, en una casa en cuyo chaflán hay una cruz de hierro, habitaba un capitán de migueletes retirado, don Matías Echevarría”.
También describe la cercana
Plaza de la Corredera, lamentando cierta decadencia, dado el estado de abandono
de las viviendas, y la reciente construcción de un mercado en su centro,
pervirtiendo la finalidad para la que fue construida, que no fue otra que la de
ser el corazón de la ciudad, lugar de autos de fe, ejecuciones a garrote vil,
corridas de toros, con Pedro Romero y Pepe Hillo…
El protagonista es aficionado
a perderse callejeando por lo que hoy es el casco antiguo de la ciudad. La
descripción de lo que ve no es muy distinta de la que podría expresar un
viajero en nuestros días:
“Las calles delante de él se estrechaban, se ensanchaban hasta formar
una plazoleta, se torcían sinuosas, trazaban una línea quebrada. Los canalones,
terminados en bocas abiertas de dragón, se amenazaban desde un alero a otro, y
las dos líneas de los tejados, rotas a cada momento por el saliente de los
miradores y de las azoteas, limitaban el cielo, dejándolo reducido a una cinta
azul, de un azul muy puro. Terminaba una calle estrecha y blanca, y a un lado y
a otro se abrían otras, igualmente estrechas, blancas y silenciosas”.
El citado aristócrata
personifica la decadencia de las casas nobiliarias de la ciudad, su ruina
económica, viniendo a ser sustituidos por familias de la burguesía ascendente,
comerciantes y sorianos tratantes de ganado.
Posesiones emblemáticas de la
misma familia fueron la Huerta de San Antonio, en la que casi todos hemos hecho
algún retiro espiritual, y la finca El Capricho, en Alcolea, en la que habremos
asistido a alguna boda, y que más tarde adquirió el hermano del célebre torero
Guerrita.
Como decía, mucho ha cambiado
Córdoba desde entonces, y mucho también los cordobeses, pese a que se suela
decir lo contrario. Aunque aún permanezcan en la fisionomía de la ciudad y en
nuestro carácter algunos de los rasgos esenciales que aparecen en el libro.
Para bien y para mal.
Manuel del Rey Alamillo
viernes, 8 de julio de 2022
lunes, 30 de mayo de 2022
viernes, 8 de abril de 2022
APUNTES PARA UN TIEMPO DE REFLEXIÓN
Bueno es hacer un paréntesis en el trasiego diario en qué se ha convertido nuestra vida, en la rutina a la que estamos habituados, y preguntarnos a qué nos conduce tanta velocidad, qué vamos buscando, cómo estamos actuando con nosotros mismos y los demás y, sobre todo, para qué. Quizás pensemos poco o nada en los demás y mucho en nosotros. Pero la realidad está ahí y nos interpela continuamente.
Nadie está contento con lo que tiene, lo tenga por naturaleza o porque lo ha adquirido. Quizás por eso, son numerosos y trágicos los conflictos que atenazan a la humanidad, la envidia, el odio y la violencia se han hecho habituales entre los pueblos. Los medios de comunicación nos sirven situaciones extremas en las que se cosechan damnificados y víctimas de toda clase y condición, que vamos digiriendo por entregas a diario y que, aunque sólo sea de salón, condenamos o manifestamos –en expresión de moda– la “más enérgica repulsa”, pues, poco más podemos hacer.
En este contexto, es necesario volver la mirada –mientras aún lo permitan– a disciplinas académicas actualmente descatalogadas, como la historia y la filosofía.
¿Qué ha sido de los preceptos fundamentales del derecho, vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo que le corresponde, tres máximas romanas formuladas por Ulpiano al inicio del siglo III d. C.? Sin duda contienen la idea de justicia universal común a Aristóteles, Platón y Santo Tomás de Aquino.
Pero el discípulo de San Alberto Magno, partiendo de la ley como ordenación de la razón dirigida al bien común, supera la formulación romana distinguiendo varias clases de leyes. La ley natural (lex naturalis) al igual que las leyes positivas que derivan de ella (lex humana), guían al hombre en la consecución de sus fines terrenos. Pero el hombre –nos dice Santo Tomás– no tiene solamente unos fines terrenales, sino que tiene también un fin sobrenatural, que es la felicidad eterna y para poder alcanzarlo precisa también una ley sobrenatural, revelada directamente por Dios (lex divina). Esta ley revelada comprende la Ley antigua y la Ley nueva o evangélica, ley de Dios que proviene únicamente de la Revelación a través de las Sagradas Escrituras, por ejemplo, los Diez Mandamientos y otras prescripciones que aparecen en la Biblia, como el mandato nuevo evangélico del amor; por tanto, esta ley divina es accesible al hombre, y su observancia es necesaria para la salvación. Pero el hombre, en cuanto ser natural y racional hecho a imagen de Dios, es libre para actuar, posee su propia autonomía, criterio gracias al cual distingue el bien del mal y puede elegir su camino de salvación.
Valgan estos breves apuntes de la filosofía del derecho y del pensamiento cristiano para aproximarnos con seriedad a lo que Dios espera de nosotros, partiendo de la libertad natural que tenemos por Él conferida.
En palabras de San Juan Pablo II, el único camino de la paz es el perdón. Aceptar y ofrecer el perdón hace posible una nueva cualidad de relaciones entre los hombres, interrumpe la espiral de odio y de venganza, y rompe las cadenas del mal que atenazan el corazón de los contrincantes. Para las naciones en busca de reconciliación y para cuantos esperan una coexistencia pacífica entre los individuos y pueblos, no hay más camino que éste. Frente al ojo por ojo, el Maestro de Nazaret nos enseñó que hay que amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persiguen. Pero este desafío no sólo concierne a los pueblos y a las naciones. Éste es un desafío que concierne a cada individuo, a cada comunidad, a las familias especialmente ¿quién si no conforma los pueblos?
Pero, no es fácil convertirse al perdón y a la reconciliación. Para dar semejante paso es necesario un camino interior de conversión; se precisa coraje y humildad para amar y perdonar al prójimo, para no hacer otra cosa, en definitiva, que obedecer el mandato de Jesús. Y es que el cristiano debe hacer la paz aún cuando se sienta víctima de aquél que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo obró así y espera que sus discípulos le sigan. Como recuerda el apóstol Pablo, el perdón es una de las formas más elevadas del ejercicio de la caridad: “La caridad no toma en cuenta el mal” (l Cor 13,5).
Todos los años, el tiempo de Cuaresma y Semana Santa representan para el creyente un tiempo propicio para profundizar mejor sobre la importancia de esta verdad y hacer una revisión espiritual de su compromiso en la fe, renovar sus actitudes y convertirse de corazón al Señor. Esto es, practicar la caridad auténtica, ofrecer la ayuda a quien se encuentre en necesidad; desterrar la ira, el rencor, la maldad, las injurias; perdonar como Jesús nos perdonó; despojarse, en definitiva, del hombre viejo y corrompido, para renovarse en lo más íntimo del espíritu y revestirse del hombre nuevo, revestirse del amor que es el vínculo de la perfección en la amistad con Jesús, el camino por excelencia.
Más allá de cornetas y tambores, pregones y saetas, bordados y dorados, “levantás”, gritos y aplausos, no dejemos de lado la reflexión y la oración, pues, sólo una cosa es importante. Recordemos, además, que nuestra vida terrena tiene fecha de caducidad y que nuestra vocación es formar parte de esa vida nueva con nuestro Creador si cumplimos el nuevo mandamiento de Jesús.
Pero, hay que empezar a construir desde cada uno de nosotros, dejando atrás nuestras manías, nuestros odios y fobias. El mundo espera de los cristianos un testimonio coherente de comunión y de solidaridad.
Francisco de Paula Oteros Fernández
sábado, 2 de abril de 2022
La mirada de Cristo
“Mi pasado, Señor, lo confío a tu misericordia, mi presente a tu amor, mi futuro a tu providencia”
(Padre Pio).
Las posibilidades de acercarse al Evangelio y de
acercar el Evangelio a nuestras vidas son insospechadas, en buena parte
dependen de la sensibilidad del lector u oyente. En el Evangelio hay que
prestar atención a todo: a las palabras y a los silencios; a las obras y a los
gestos. Porque el hombre no sólo se expresa verbalmente, sino que tiene otros
medios y modos, entre ellos la mirada. Por eso en este inicio de Cuaresma vamos
a mirarle a los ojos, y descubrir la grandeza de su amor. ¿Cómo era la mirada de Jesús?
Si los ojos son el reflejo del alma, a través de ellas
podremos llegar a conocer los sentimientos de Cristo Jesús, para
interiorizarlos y hacerlos propios. Y todos necesitamos ese cruce de miradas
clarificador, pues en la mirada de Cristo se percibe la profundidad de un amor
eterno e infinito que toca las raíces más profundas del ser. Contemplar la
mirada de Jesús nos servirá, también, para aprender a mirar cristianamente la
realidad.
Qué bueno es contemplar la mirada de Cristo, la mirada
de Dios. Es una mirada que enamora, es una mirada que lleva al cambio y que
compromete. Dios no sólo ha hablado al mundo y al hombre, también los ha
mirado, y Jesús es esa mirada plena, definitiva y exhaustiva de Dios. Cristo no
es sólo la Palabra de Dios encarnada; encarna también su mirada: entrañable,
benevolente, misericordiosa, paterna. Descubrir esa mirada profunda, personal y
cordial manifestada en Jesús, nos ayudará a superar los miedos, a deshacer las
dudas y a iluminar las oscuridades de nuestro caminar en la vida.
¿Cómo sería la
mirada del Señor a la mujer adúltera?: “Entonces Jesús levantándose, le
dijo: Mujer ¿dónde están?, ¿ninguno te condenó? Dijo ella: Ninguno, Señor.
Entonces Jesús le dijo: Tampoco Yo te condeno; vete y no vuelvas a pecar” (Jn 8,10-11). La única vez que el Señor levanta la
vista del suelo es para mirarla a ella. Una mirada llena de comprensión, de
amor, de misericordia con mayúscula. En la mirada de Cristo aquella mujer se
supo amada, se supo valorada y se convirtió en discípula, porque se conoció a
sí misma no como una pecadora, sino como una mujer y una mujer de Dios, y
comprendió lo mucho que valía a los ojos de Dios. Que fe tan grande la de aquella
mujer, que, ante la respuesta del Señor (“Quien
esté libre de pecado, que tire la primera piedra”), se queda sola delante
de Cristo porque se reconoce pecadora y sabe que Jesucristo es el sin pecado,
el hijo de Dios.
¿O cómo sería la
mirada de Cristo a Zaqueo?: “Al llegar a aquel sitio, levantó Jesús los ojos y le
dijo: ¡Zaqueo, baja enseguida! Porque hoy he de hospedarme en tu casa” (Lc 19,5). En aquella mirada, Zaqueo se sintió
llamado y amado. Jesús no juzgó su vida ni la moralizó, sencillamente la
visitó. Y esa visita cordial, abierta y desprogramada fue suficiente para que
Zaqueo comprendiera el alcance del gesto. En aquella mirada Zaqueo descubrió
esperanza, futuro, amor y desenterró de él una conversión, un nuevo estilo de
vida.
¿Cómo sería la
mirada del Señor a Judas?: “Enseguida, llegándose a Jesús, le dijo: ¡Salve,
Maestro! Y le besó. Más Jesús le dijo: ¡Amigo! ¿a qué vienes? ...” (Mt 26,49-50). Se ha escrito mucho sobre el beso de
Judas, el más frio de la historia, pero no tanto sobre la mirada de Jesús al
propio discípulo. Una mirada que Judas tampoco aguantaría, como el joven rico, que
miraría también hacia otro lado, apartando sus ojos de los ojos de Cristo. En
Getsemaní, en los ojos de Jesús debió aflorar una tristeza infinita, no tanto
por Él, que ya había asumido beber el cáliz, sino por la pérdida de un amigo.
Aun así, no le retira la amistad. Es el encuentro de dos libertades: la de
Judas, que se vende y vende, y la de Jesús, que se entrega y perdona,
ofreciendo la mejilla, agredida por el beso traidor de un amigo equivocado.
¿Cómo miraste
Señor a Pedro después de las negaciones?: “En aquel momento, estando aun
hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro
las palabras del Señor... Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,60-62). ¡Cuánta comprensión y esperanza debió
percibir Pedro en esa mirada! Sería una mirada que iría sin rencor alguno, sin
condena. Todo lo contrario, más que de reproche, sería una mirada llena de
cariño, que diría aun así te perdono, aun así, te quiero. La mirada de Jesús
fue una propuesta renovada de amistad. También una mirada dolorida, porque el
amor nunca es indiferente ante la infidelidad, pero sobre todo fue una mirada
acogedora y compasiva. Aquella mirada arrancó del interior de Pedro el
arrepentimiento, le hizo renacer; se dejó mirar así y esto le salvó.
Ojalá en tu oración personal, abriendo los ojos del alma, descubras la mirada de Cristo. Una mirada que te dice: que bueno es que existas; Una mirada que te recuerda lo mucho que vales a sus ojos; una mirada que enamora. Ojalá que tu mires al Cristo de Gracia a los ojos y te enamores de Él.