Bueno es hacer un paréntesis en el trasiego diario en qué se ha convertido nuestra vida, en la rutina a la que estamos habituados, y preguntarnos a qué nos conduce tanta velocidad, qué vamos buscando, cómo estamos actuando con nosotros mismos y los demás y, sobre todo, para qué. Quizás pensemos poco o nada en los demás y mucho en nosotros. Pero la realidad está ahí y nos interpela continuamente.
Nadie está contento con lo que tiene, lo tenga por naturaleza o porque lo ha adquirido. Quizás por eso, son numerosos y trágicos los conflictos que atenazan a la humanidad, la envidia, el odio y la violencia se han hecho habituales entre los pueblos. Los medios de comunicación nos sirven situaciones extremas en las que se cosechan damnificados y víctimas de toda clase y condición, que vamos digiriendo por entregas a diario y que, aunque sólo sea de salón, condenamos o manifestamos –en expresión de moda– la “más enérgica repulsa”, pues, poco más podemos hacer.
En este contexto, es necesario volver la mirada –mientras aún lo permitan– a disciplinas académicas actualmente descatalogadas, como la historia y la filosofía.
¿Qué ha sido de los preceptos fundamentales del derecho, vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo que le corresponde, tres máximas romanas formuladas por Ulpiano al inicio del siglo III d. C.? Sin duda contienen la idea de justicia universal común a Aristóteles, Platón y Santo Tomás de Aquino.
Pero el discípulo de San Alberto Magno, partiendo de la ley como ordenación de la razón dirigida al bien común, supera la formulación romana distinguiendo varias clases de leyes. La ley natural (lex naturalis) al igual que las leyes positivas que derivan de ella (lex humana), guían al hombre en la consecución de sus fines terrenos. Pero el hombre –nos dice Santo Tomás– no tiene solamente unos fines terrenales, sino que tiene también un fin sobrenatural, que es la felicidad eterna y para poder alcanzarlo precisa también una ley sobrenatural, revelada directamente por Dios (lex divina). Esta ley revelada comprende la Ley antigua y la Ley nueva o evangélica, ley de Dios que proviene únicamente de la Revelación a través de las Sagradas Escrituras, por ejemplo, los Diez Mandamientos y otras prescripciones que aparecen en la Biblia, como el mandato nuevo evangélico del amor; por tanto, esta ley divina es accesible al hombre, y su observancia es necesaria para la salvación. Pero el hombre, en cuanto ser natural y racional hecho a imagen de Dios, es libre para actuar, posee su propia autonomía, criterio gracias al cual distingue el bien del mal y puede elegir su camino de salvación.
Valgan estos breves apuntes de la filosofía del derecho y del pensamiento cristiano para aproximarnos con seriedad a lo que Dios espera de nosotros, partiendo de la libertad natural que tenemos por Él conferida.
En palabras de San Juan Pablo II, el único camino de la paz es el perdón. Aceptar y ofrecer el perdón hace posible una nueva cualidad de relaciones entre los hombres, interrumpe la espiral de odio y de venganza, y rompe las cadenas del mal que atenazan el corazón de los contrincantes. Para las naciones en busca de reconciliación y para cuantos esperan una coexistencia pacífica entre los individuos y pueblos, no hay más camino que éste. Frente al ojo por ojo, el Maestro de Nazaret nos enseñó que hay que amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persiguen. Pero este desafío no sólo concierne a los pueblos y a las naciones. Éste es un desafío que concierne a cada individuo, a cada comunidad, a las familias especialmente ¿quién si no conforma los pueblos?
Pero, no es fácil convertirse al perdón y a la reconciliación. Para dar semejante paso es necesario un camino interior de conversión; se precisa coraje y humildad para amar y perdonar al prójimo, para no hacer otra cosa, en definitiva, que obedecer el mandato de Jesús. Y es que el cristiano debe hacer la paz aún cuando se sienta víctima de aquél que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo obró así y espera que sus discípulos le sigan. Como recuerda el apóstol Pablo, el perdón es una de las formas más elevadas del ejercicio de la caridad: “La caridad no toma en cuenta el mal” (l Cor 13,5).
Todos los años, el tiempo de Cuaresma y Semana Santa representan para el creyente un tiempo propicio para profundizar mejor sobre la importancia de esta verdad y hacer una revisión espiritual de su compromiso en la fe, renovar sus actitudes y convertirse de corazón al Señor. Esto es, practicar la caridad auténtica, ofrecer la ayuda a quien se encuentre en necesidad; desterrar la ira, el rencor, la maldad, las injurias; perdonar como Jesús nos perdonó; despojarse, en definitiva, del hombre viejo y corrompido, para renovarse en lo más íntimo del espíritu y revestirse del hombre nuevo, revestirse del amor que es el vínculo de la perfección en la amistad con Jesús, el camino por excelencia.
Más allá de cornetas y tambores, pregones y saetas, bordados y dorados, “levantás”, gritos y aplausos, no dejemos de lado la reflexión y la oración, pues, sólo una cosa es importante. Recordemos, además, que nuestra vida terrena tiene fecha de caducidad y que nuestra vocación es formar parte de esa vida nueva con nuestro Creador si cumplimos el nuevo mandamiento de Jesús.
Pero, hay que empezar a construir desde cada uno de nosotros, dejando atrás nuestras manías, nuestros odios y fobias. El mundo espera de los cristianos un testimonio coherente de comunión y de solidaridad.
Francisco de Paula Oteros Fernández
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