No te confundas, no me estoy
refiriendo al óbito de la reina de los albiones, Su Graciosa Majestad, aunque podría
tener alguna relación con esta exposición en lo que se refiere a la importancia
de que antiguas instituciones conserven las centenarias liturgias por las que
visualmente se les identifica. Son la prueba palpable de su existencia y su
vigencia.
La noticia a la que me refiero
es en apariencia más insignificante y ha pasado desapercibida, pero mucho me
temo que es la primera de una lista de otras similares.
En un pequeño pueblo rural de
la Bretaña francesa, Arzon, muy visitado por veraneantes por su tranquilidad y
la benignidad de sus temperaturas estivales, un parisino de vacaciones ha
remitido una instancia al alcalde solicitándole que conmine al párroco del
lugar para que durante el verano cese el toque de las campanas de la iglesia, a
fin de mejor permitir su descanso y el de sus hijos.
En España la solución hubiera
sido muy fácil. La respuesta de la autoridad competente, o no hubiera llegado
nunca, o se hubiera interpuesto un funcionario muy celoso en el cumplimiento de
los requisitos formales de la solicitud, que hubiera requerido copia del DNI, y
después certificación de que la copia del DNI es auténtica, y más adelante
certificación de que el que certifica está habilitado para certificar.
A la luz de los prejuicios que
tenemos respecto del país vecino, podemos presumir que en el caso que os
cuento, la administración municipal actuaría de modo eficiente y dirigiría una
pronta respuesta basada en el principio de legalidad, es decir, del tipo, “la
actividad está reglada y permitida por la ley 30/26 de 13 de febrero” o “no
supera el umbral máximo de incidencia acústica permitido para actividades
musicales en la vía pública”, etc.
Sin embargo, para mi sorpresa,
la respuesta del alcalde fue mucho más coherente con el razonamiento que haría
cualquier lugareño no versado en el mundo del Derecho: “Quienes vienen a Arzon
deberían aceptar nuestras tradiciones. Nosotros tenemos una identidad religiosa
católica, y es también una tradición cultural”. Y el alcalde termina su
exposición denegatoria con un razonamiento más berlanguiano que ilustrado: “Y
de todas formas, el alcalde no quiere que paren de sonar las campanas”.
Las campanas, o mejor dicho,
su sonido, vienen identificando a nuestro contexto geográfico cristiano desde
que en el siglo V comenzaron a ser instaladas en los templos para marcar el inicio
de celebraciones, avisar de una muerte, expresar júbilo, o simplemente dar las
horas. De las pequeñas campanas de las espadañas de iglesias románicas en
pueblos pirenaicos o castellanos se pasó a los grandes campanarios de las
catedrales góticas, en la época del resurgir de las ciudades. Hoy son un signo
de la identidad sonora de nuestra civilización cristiana. Se podría decir que
Occidente llega hasta donde llegan las campanas.
Parece evidente que en nuestro
entorno, Europa, existe una tendencia a acabar con todo aquello que ha
identificado a nuestra civilización con los valores cristianos que tanto de
bueno nos han aportado y siguen aportando, pero que molestan a quienes quieren
plantear su vida desde el egoísmo y la intrascendencia, desde una filosofía de
vida epicúreo-nihilista.
No creo en conspiraciones. No
creo que todos los segundos martes de mes, o algo parecido, se reúnan una serie
de personas a organizar una estrategia para acabar con esos valores. Pero sí que
hay mucha gente influyente que desea acabar con todo aquello que aún sin
inscribirse en el centro de la Fe, sí constituye una huella visual, o como en
este caso sonora, del paso de la Fe. Y
para ello hace falta acabar con toda demostración pública religiosa, como
arquitectura, música o tradiciones, o si son demasiado poderosas, como Navidad
o Pascua, adulterarlas y ponerles otros nombres.
En países de tradición
cristiana en retroceso, como Francia, se viene llamando “cristianismo residual”
a ese conjunto de tradiciones y valores que generaciones actuales han heredado
de sus mayores, y que a duras penas subsisten en algunos contextos pese a que
en la mayoría de los casos no vayan acompañados de una práctica religiosa
cotidiana o una vivencia diaria de la Fe.
Y es a esas tradiciones y
valores, especialmente en su vertiente de demostración pública, a los que “los
enemigos de la Fe” dirigen sus ataques, a sabiendas de que quien se ha educado
en ese ambiente, asistió a catequesis de primera comunión, quien veía a sus
padres poner un belén en casa cada Navidad, y quien participaba en las
procesiones de Semana Santa o en la romería de la patrona de su pueblo, muy
probablemente, en un momento de crisis, tras haber fracasado con el psicólogo,
el yoga y los libros de autoayuda, oirá un toque de campanas que le recordará
la cercanía de una iglesia, entrará y escuchará una lectura o una oración que
le harán ver que la felicidad no se encuentra mirándose a sí mismo sino
volcando su vida hacia los que le rodean; sus interrogantes encontrarán
respuesta, y quizás se inicie una nueva vida para él. Las tradiciones
religiosas son el banderín de enganche a la Fe verdadera de muchos de quienes
la han perdido o no la han llegado a encontrar.
El ataque se excusa en que el
espacio público, los colegios y las leyes deberían quedar exentos de las
manifestaciones de identidad cristiana, por respeto a los practicantes de otras
religiones. Lo curioso es que estos últimos no se suelen sentir para nada
ofendidos y ven totalmente normal que en un país de tradición cristiana suenen
las campanas, como vienen haciéndolo desde hace 1.500 años, o se celebre el
Nacimiento de Cristo.
Creo que como católicos
deberíamos ser conscientes de que la evangelización no solo se practica en el
barro de los confines, sino también manteniendo el cordón umbilical de la
educación, la tradición y los valores cristianos, que une aún a millones de
personas a la perspectiva de una vida en confianza y esperanza.
Manuel del Rey Alamillo
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