“Mi pasado, Señor, lo confío a tu misericordia, mi presente a tu amor, mi futuro a tu providencia”
(Padre Pio).
Las posibilidades de acercarse al Evangelio y de
acercar el Evangelio a nuestras vidas son insospechadas, en buena parte
dependen de la sensibilidad del lector u oyente. En el Evangelio hay que
prestar atención a todo: a las palabras y a los silencios; a las obras y a los
gestos. Porque el hombre no sólo se expresa verbalmente, sino que tiene otros
medios y modos, entre ellos la mirada. Por eso en este inicio de Cuaresma vamos
a mirarle a los ojos, y descubrir la grandeza de su amor. ¿Cómo era la mirada de Jesús?
Si los ojos son el reflejo del alma, a través de ellas
podremos llegar a conocer los sentimientos de Cristo Jesús, para
interiorizarlos y hacerlos propios. Y todos necesitamos ese cruce de miradas
clarificador, pues en la mirada de Cristo se percibe la profundidad de un amor
eterno e infinito que toca las raíces más profundas del ser. Contemplar la
mirada de Jesús nos servirá, también, para aprender a mirar cristianamente la
realidad.
Qué bueno es contemplar la mirada de Cristo, la mirada
de Dios. Es una mirada que enamora, es una mirada que lleva al cambio y que
compromete. Dios no sólo ha hablado al mundo y al hombre, también los ha
mirado, y Jesús es esa mirada plena, definitiva y exhaustiva de Dios. Cristo no
es sólo la Palabra de Dios encarnada; encarna también su mirada: entrañable,
benevolente, misericordiosa, paterna. Descubrir esa mirada profunda, personal y
cordial manifestada en Jesús, nos ayudará a superar los miedos, a deshacer las
dudas y a iluminar las oscuridades de nuestro caminar en la vida.
¿Cómo sería la
mirada del Señor a la mujer adúltera?: “Entonces Jesús levantándose, le
dijo: Mujer ¿dónde están?, ¿ninguno te condenó? Dijo ella: Ninguno, Señor.
Entonces Jesús le dijo: Tampoco Yo te condeno; vete y no vuelvas a pecar” (Jn 8,10-11). La única vez que el Señor levanta la
vista del suelo es para mirarla a ella. Una mirada llena de comprensión, de
amor, de misericordia con mayúscula. En la mirada de Cristo aquella mujer se
supo amada, se supo valorada y se convirtió en discípula, porque se conoció a
sí misma no como una pecadora, sino como una mujer y una mujer de Dios, y
comprendió lo mucho que valía a los ojos de Dios. Que fe tan grande la de aquella
mujer, que, ante la respuesta del Señor (“Quien
esté libre de pecado, que tire la primera piedra”), se queda sola delante
de Cristo porque se reconoce pecadora y sabe que Jesucristo es el sin pecado,
el hijo de Dios.
¿O cómo sería la
mirada de Cristo a Zaqueo?: “Al llegar a aquel sitio, levantó Jesús los ojos y le
dijo: ¡Zaqueo, baja enseguida! Porque hoy he de hospedarme en tu casa” (Lc 19,5). En aquella mirada, Zaqueo se sintió
llamado y amado. Jesús no juzgó su vida ni la moralizó, sencillamente la
visitó. Y esa visita cordial, abierta y desprogramada fue suficiente para que
Zaqueo comprendiera el alcance del gesto. En aquella mirada Zaqueo descubrió
esperanza, futuro, amor y desenterró de él una conversión, un nuevo estilo de
vida.
¿Cómo sería la
mirada del Señor a Judas?: “Enseguida, llegándose a Jesús, le dijo: ¡Salve,
Maestro! Y le besó. Más Jesús le dijo: ¡Amigo! ¿a qué vienes? ...” (Mt 26,49-50). Se ha escrito mucho sobre el beso de
Judas, el más frio de la historia, pero no tanto sobre la mirada de Jesús al
propio discípulo. Una mirada que Judas tampoco aguantaría, como el joven rico, que
miraría también hacia otro lado, apartando sus ojos de los ojos de Cristo. En
Getsemaní, en los ojos de Jesús debió aflorar una tristeza infinita, no tanto
por Él, que ya había asumido beber el cáliz, sino por la pérdida de un amigo.
Aun así, no le retira la amistad. Es el encuentro de dos libertades: la de
Judas, que se vende y vende, y la de Jesús, que se entrega y perdona,
ofreciendo la mejilla, agredida por el beso traidor de un amigo equivocado.
¿Cómo miraste
Señor a Pedro después de las negaciones?: “En aquel momento, estando aun
hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro
las palabras del Señor... Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,60-62). ¡Cuánta comprensión y esperanza debió
percibir Pedro en esa mirada! Sería una mirada que iría sin rencor alguno, sin
condena. Todo lo contrario, más que de reproche, sería una mirada llena de
cariño, que diría aun así te perdono, aun así, te quiero. La mirada de Jesús
fue una propuesta renovada de amistad. También una mirada dolorida, porque el
amor nunca es indiferente ante la infidelidad, pero sobre todo fue una mirada
acogedora y compasiva. Aquella mirada arrancó del interior de Pedro el
arrepentimiento, le hizo renacer; se dejó mirar así y esto le salvó.
Ojalá en tu oración personal, abriendo los ojos del alma, descubras la mirada de Cristo. Una mirada que te dice: que bueno es que existas; Una mirada que te recuerda lo mucho que vales a sus ojos; una mirada que enamora. Ojalá que tu mires al Cristo de Gracia a los ojos y te enamores de Él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si no tienes perfil como usuario pincha en anónimo.
Escribe tu mensaje e indica quién lo hace.