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Sir John Huxtable Elliott |
Pensaréis que he elegido este
título haciendo alusión directa a los acontecimientos de este fin de semana en
Cataluña y parece evidente que así sea. Sin embargo no se trata más que de un
ejercicio de pisuerguismo, puesto que mi intención primera es la de traer a
colación la imprescindible aportación de un gran historiador inglés, J.H.
Elliott, cuyo primer gran trabajo fue así titulado, “La rebelión de los
catalanes”, seguido del más importante, “La España Imperial”
para la comprensión de la naturaleza de aquella entidad política que se gestó
mediante el matrimonio de los Reyes Católicos.
Y es que hasta entonces, la
historiografía española había pecado de un romanticismo anacrónico e infantil
al estudiar nuestra Historia, el cual se ha venido heredando hasta nuestros
días, y contamina las columnas de opinión de los supuestos sabios a ambos lados
del Puente Aéreo, a los cuales da vergüenza ajena leer y oír a veces, tal es su
ignorancia.
La visión que el español medio
tiene de su Historia consiste básicamente en que durante la Edad Media la Península estaba
dividida en varios “países” o estados y que mediante la unión dinástica de los
Trastámara de Este y Oeste se terminaron de unir, terminaron la Reconquista y mal que
bien hemos venido conviviendo en un solo estado.
Esta visión peca de simpleza al pretender
aplicar una concepción moderna, la del Estado-Nación, a unas épocas en las que
la organización territorial se vertebraba a través de otras instituciones o
entidades políticas.
Durante la Edad Media, no sólo en
España, sino en toda Europa, no existía una noción de ciudadanía de pertenencia
a un estado. Las relaciones eran de vasallaje, y por tanto la lealtad se
prestaba a un señor, y éste a otro, y este otro a un Rey, y el Rey decía
responder sólo ante Dios, cuyas opiniones y voluntad en la Tierra eran manifestados
por el Papa. Estos vínculos de vasallaje o lealtad eran a veces más teóricos o
jurídicos que reales, puesto que algunos señoríos eran más ricos y poderosos
que el rey al que supuestamente rendían tributo.
Otro error frecuente que se repite
mucho en estos días es el de confundir una corona con un reino. Un reino es un
territorio sobre el que un rey ejerce su poder. Una corona es un conjunto de
territorios, reinos, condados, ducados, etc, sobre los que una misma persona
ostenta su condición soberana. Ello no significa que al ser gobernados por el mismo rey dejen de
ser varios territorios y se conviertan en uno solo. Es como si alguien es
propietario de varias fincas en distintas provincias. Que sean propiedad de la
misma persona no implica que se trate de una sola finca. Además, cada una
estará inscrita en un registro de la propiedad distinto, incluso cada una
estará sometida a una regulación distinta en función de las distintas
normativas de comunidades autónomas, municipios, etc. Eso sí, el propietario,
podrá en la medida de lo posible llevar una gestión conjunta inteligente, en
beneficio propio, como utilizar los mismos empleados, vender los productos
conjuntamente, etc. Cataluña no fue absorbida de algún modo por el Reino de
Aragón, sino que entró a formar parte de la Corona de Aragón y el matiz es importante.
El origen de lo que luego ha sido
Cataluña fue la creación por Carlomagno de las llamadas marcas, unos
territorios situados alrededor de su Imperio con el fin de protegerlo de enemigos
exteriores. A este lado de los Pirineos se fundó la denominada Marca Hispánica,
compuesta por distintos condados con la misión concreta de evitar nuevas
incursiones musulmanas en territorio franco, como la que años atrás había
tenido que ser detenida por Carlos Martel nada menos que en Poitiers, en el
centro de la actual Francia.
Estos condes eran vasallos de los
sucesivos reyes de Francia, entonces dinastía de los Capetos. Con el tiempo, el
condado de Barcelona obtuvo la preeminencia en lo que hoy es Cataluña,
anexionando o sometiendo por las buenas o por las malas al resto de condados.
Así hasta que con motivo de una incursión de Almanzor, no recibieron la
protección de la monarquía franca pese a haberla solicitado. Ello se interpreta
como el origen de la desvinculación del Condado de Barcelona con esa monarquía
y su independencia fáctica. Si el señor no cumplía con su obligación de
proteger al vasallo, éste quedaba libre.
Lo siguiente hubiese sido obtener del papado la consideración de rey, lo
cual era reconocer que no respondía de ningún otro señor en la tierra, sólo
ante Dios. Pero eso lo consiguió Ramón Berenguer IV a través del asalto al
trono de un pequeño reino vecino que estaba sufrieron una crisis dinástica:
Aragón. Mediante un matrimonio de conveniencia con la futura reina Petronila,
obtuvo para su hijo Alfonso la dignidad de Rey de Aragón además de Conde de
Barcelona. Aquí se funda lo que se llamó la Corona de Aragón, un solo rey para varios
territorios que por lo demás mantenían altos grados de autonomía política,
legislativa, económica y fiscal. Añadamos que este tipo de organización
confederal, que luego se extendería a Valencia, Mallorca, Nápoles y Sicilia, va
a ser la que según J.H. Elliot, un rey aragonés, Fernando el Católico,
implantaría para gobernar y administrar lo que fue el Imperio Español.
Sabemos que Cataluña, en especial
la ciudad de Barcelona, llegaron a gozar de gran prosperidad económica, poder e
influencia durante los siglos XIII y XIV. Esta pujanza terminó como
consecuencia de las epidemias de peste que la asolaron desde mitad del siglo
XIV, que diezmaron a la población. Desde entonces hasta el siglo XVIII, cuando
Cataluña comenzó a disfrutar de los beneficios de su pertenencia al imperio,
fue un territorio yermo e intrascendente, una tierra atrasada, plagada de
bandidos, un rincón ignorado del imperio más poderoso del mundo. Era gobernada
por un virrey, al igual que Méjico, Perú o Nápoles.
La unión dinástica llevada a cabo
por los Reyes Católicos fue el fruto de una estrategia a largo plazo llevada a
cabo por Juan II, Rey de Aragón, padre de Fernando, quien buscaba un aliado
fuerte como Castilla para defender sus posesiones en Italia frente a las
ambiciones del Papado y Francia. Pero la unión bien se podría haber llevado a cabo
entre Castilla y Portugal si Isabel se hubiese decidido por el pretendiente
luso. No sabemos cómo se hubiera desarrollado la historia en este caso, lo
cierto es que en mi opinión, el motivo de decidirse por su primo Fernando pudo
ser mucho más trivial de lo que se piensa, estar más en la atracción personal
que en razones de estado.
Mucho se acusa por algunos a
Cataluña de no haber sido fiel en algunos momentos al proyecto de unión
hispánica. Pero lo cierto es que el primer intento de romper dicha unidad vino
de la nobleza castellana, que al fallecer Isabel la Católica expulsó a su
esposo de la Corona
de Castilla, negándole cualquier derecho sobre la misma, ni siquiera la
regencia, por considerarle extranjero. La sucesora elegida fue la hija de
ambos, Juana, llamada La Loca,
casada con un flamenco, Felipe el Hermoso. La muerte de éste y la enfermedad
mental de Juana, hicieron cambiar de decisión a los nobles, que finalmente
aceptaron la regencia de Fernando hasta su muerte y su sucesión por su nieto,
conocido por Carlos V.
Como hemos adelantado, los siglos
que siguieron fueron de miseria e irrelevancia para Cataluña. En lo político,
lo económico, científico, cultural, etc. Sin embargo, y aquí está la clave del
desenfocado análisis de su historia, allí se trata de mostrar como una época
añorada, idílica, de libertades, de predominio de sus instituciones propias. En
realidad se trataba de instituciones feudales, retrógradas, que impedían el
desarrollo del país. Y sobre todo, lo que impedía su desarrollo era el hecho de
no poder participar de las riquezas de la Corona de Castilla, especialmente de su imperio
ultramarino. ¿Sabéis que el monopolio del comercio americano lo tenían los
castellanos? Hasta bien entrado el siglo XVIII. Es decir, casi 300 años después
de la supuesta formación de España, los ciudadanos de un territorio (no sólo
ellos, también aragoneses y valencianos), eran considerados extranjeros para el
comercio con América.
La supresión de los fueros y la
adhesión a la empresa americana supuso en realidad el despegue de Cataluña, su
salida de una época oscura. Todo lo que es hoy Cataluña, todo lo relevante de
su historia y cultura, a salvo de lo medieval, se debe a estos últimos 200
años, gracias a su definitiva unión a España. El momento desencadenante de este
hecho, en el año 1714, se vive sin embargo cada año el 11 de Septiembre en la Diada, como el recuerdo de
una tragedia.
De todas formas tendemos a buscar
en la Historia
justificaciones a nuestras pretensiones nacionalistas o ideológicas, olvidando
que la historia no cristaliza, es algo animado que se mueve en función de
circunstancias, y sobre todo en este terreno, de la voluntad y sentimientos de
los grupos. Podemos haber sido felices juntos durante siglos, haber conseguido
muchos logros, pero si en un momento determinado existen intereses divergentes
y sobre todo desafecto, la separación termina siendo irreversible.
En estos días he echado de menos
una mayor implicación de la intelectualidad de nuestro país, si es que la hay.
No lo espero de los políticos ni de la prensa. Pero no podemos hacer frente al
sentimiento separatista sólo con medidas judiciales y policiales y pidiendo el
respeto a la ley, lo cual está todo muy bien pero a corto plazo. Se requiere el
surgimiento de un espíritu potente, ilustrado, que nos haga ver a ambos lados
del Ebro lo bueno que tenemos unos y otros, que resurja la admiración mutua y
el afecto. Desde la política y la prensa, a ambos lados, se ha excitado lo
contrario. Hace falta una declaración de amor. Parece ser que esa declaración
de amor, el día anterior del referéndum de Escocia, llevada a cabo por
personalidades relevantes del Reino Unido, fue la que decantó la votación a
favor de la permanencia por escaso margen. Aquí, yo sigo esperándola. Gente
mediocre, malos tiempos.
Manuel del Rey Alamillo