martes, 15 de diciembre de 2015

RAZÓN, FE Y PALABRA

En la concepción clásica –aristotélica y ciceroniana– del Derecho, la ley natural, fuente de la ley humana, no es otra cosa que la razón, la razón natural. El criterio gracias al cual el hombre distingue el bien del mal y que le guía y regula en sus acciones es su razón, que no es sino una parte de la razón divina que el hombre encuentra dentro de sí mismo, en su propia naturaleza.

Tomás de Aquino, impregnado de la inspiración racionalista, definió la ley como ordenación de la razón dirigida al bien común. Pero para el discípulo de Alberto Magno, continuador de la adaptación del aristotelismo al pensamiento cristiano, el problema no era otro que el de las relaciones entre razón y fe, entre ciencia humana y revelación. La ley natural –dice Tomás de Aquino– al igual que las leyes positivas humanas, que derivan de ella, guían al hombre en la consecución de sus fines terrenos. Pero el hombre –añade– no tiene solamente unos fines terrenales, sino que también tiene un fin sobrenatural, que es la felicidad eterna, y para conducirlo a este fin es necesaria también una ley sobrenatural, revelada directamente por Dios (“lex divina”).

            Para el profesor Francisco Elías de Tejada –una de las cumbres de la Filosofía jurídica española del siglo XX, que se caracterizó por su ingente labor  investigadora y científica en pro de la difusión del Derecho natural católico– el hombre conoce el bien más no siempre lo alcanza (hombre falleciente) en su caminar hacia la vida eterna que espera alcanzar tras su muerte. En su vida terrenal –nos dice–, el hombre se encuentra en la necesidad de lograr un orden de convivencia que haga posible a cada uno el cumplimiento de su vocación, siendo libre en su acción de decidir dentro de unos límites propuestos por la razón que capta el orden universal por Dios querido.

            Mediante la razón natural, pues, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina.

Desde el origen –nos enseña la doctrina católica–, Dios, por una decisión enteramente libre, se comunica gradualmente con el hombre y lo prepara para acoger la Revelación sobrenatural que hace de sí mismo y que culminará en la Persona y la misión del Verbo encarnado, Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, Palabra única, perfecta e insuperable del Padre.

Las verdades reveladas por Dios, se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, a través de la cual, Dios habla a los hombres en palabras humanas, primero, por medio de los Profetas y, en los últimos tiempos, por su Hijo. Y es que, Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, es decir, al conocimiento de Cristo Jesús.

La Palabra, que es la misma persona de Jesús, sería así transmitida y contagiada por el mensaje de los Apóstoles a todos los pueblos y a todos los hombres, para que la Revelación se difunda en todos los confines del mundo. En esta línea, la Constitución  “Dei Verbum”, Palabra de Dios, del Concilio Vaticano II, exhorta a todos los fieles al contacto cotidiano con la Sagrada Escritura en la meditación y en la oración.

Pero las palabras de la Escritura no sólo se leen, sino que también se interpretan, adquieren significado según el modo en que se nos ofrecen, siendo útil una ayuda para su lectura, una clave que invite a la meditación y a proyectar en nuestra vida cotidiana el mensaje de Jesús de Nazaret. Debido a que somos pecadores, somos incapaces de interpretar la Palabra de Dios perfectamente en todo momento. Por ello, necesitamos acercarnos a Su Palabra con cuidado, humildad y razón, y, adicionalmente, necesitamos tener la guía del Espíritu Santo, pues, después de todo, la Biblia es inspirada por Dios y dirigida a Su pueblo. El Espíritu Santo nos ayuda a entender lo que significa Su Palabra y cómo aplicarla.

En este contexto, las lecturas bíblicas de cada día del año litúrgico, –sobre todo bajo la fórmula  de “lectio divina”– nos invitan a la meditación y a la oración y nos ayudan a ponernos en diálogo con Dios en el camino que todos en nuestra vida tenemos que recorrer. Si dejamos que Jesús vaya de nuestro lado, la luz acompañará nuestros pasos.
             

Córdoba, 15 de diciembre de 2015
Francisco de Paula Oteros Fernández

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