“Para honra de la Santísima Trinidad, para la alegría de la Iglesia Católica, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra: Definimos, afirmamos y pronunciamos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo-Jesús, Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios y por tanto debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles.”
Bula Ineffabilis Deus, Pío IX, año 1854
Hace sólo 161 años que el papa Pío IX tuvo a bien proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción de María la Virgen. Es el dogma según el cual, María no fue alcanzada por el pecado original, sino que, desde el primer momento de su concepción, estuvo libre de todo pecado, a diferencia del resto de los seres humanos.
Llama la atención que una creencia tan antigua y arraigada no haya sido proclamada como dogma hasta anteayer, como quien dice.
Y es que el dogma de la Inmaculada Concepción no siempre fue una verdad de fe pacíficamente acogida por teólogos y canónigos y en otros tiempos fue objeto de disputas teológicas e incluso revueltas populares.
Si hoy día nos acercamos a una conversación en una cervecería o taberna, en la que se esté polemizando sobre algún tema, lo más probable es que la cuestión debatida sea si Cristiano Ronaldo es mejor que Messi. Hace 100 años sería lo mismo pero entre Belmonte y Joselito.
En el Siglo XVII, la sociedad española estaba imbuida por un sentido espiritual de la vida, en la convicción de que la Providencia estaba presente “hasta entre los pucheros” y desde esta perspectiva todo adquiría un sentido trascendental.
Por eso, no es de extrañar que la cuestión de la Inmaculada Concepción se convirtiese en una polémica habitual, que no sólo se circunscribía a círculos de eruditos, sino que asaltaba las calles, los barrios populares, a veces incluso con virulencia. Y que llegase a convertirse en una cuestión de estado, llegando a proclamarse nuestra monarquía como defensora del dogma en 1644 y ya en ese año, ordenando se celebrase la festividad de la Inmaculada Concepción cada 8 de Diciembre.
De la defensa de aquel dogma por diversas instituciones nos queda la bandera concepcionista que ostentan cada año muchas hermandades en sus estaciones de penitencia.
Pero no es mi intención profundizar sobre cuestiones teológicas en las que no soy versado y que os acabarían aburriendo. Os estoy planteando otra historia que guarda alguna relación con lo que os digo.
La efervescencia mariana que experimentaba la sociedad española en el Siglo XVII se hizo especialmente acusada en Andalucía y se plasmó en todos los ámbitos de la vida, y sobre todo nos dejó su huella en el mundo de la creación artística. No hay más que recordar las esculturas de Alonso Cano o las pinturas de Zurbarán o Murillo.
En una obra de este último me quería detener: la Inmaculada de los Venerables o también llamada Inmaculada de Soult.
Se trata de un cuadro que se puede contemplar hoy día en el Museo del Prado, en el que Murillo sigue la iconografía fijada por Pacheco y reafirmada posteriormente por Velázquez, Zurbarán y Alonso Cano: una joven de trece años, vestida con túnica blanca y manto azul, las manos juntas o cruzadas sobre el pecho, y de pie sobre una media luna. En este caso la imagen se distingue por su impulso ascensional, que evoca el tema de la Asunción, y añadiendo una sensualidad juvenil y una etereidad sublime, aunando la realidad propia del Barroco en el rostro muy humano de la Virgen, con la espiritualidad propia del tema y de los tiempos.
La pintura fue encargada por Justino de Neve para la iglesia del Hospital de los Venerables, en Sevilla. De ahí su nombre original.
Su otro nombre, la Inmaculada de Soult, hace referencia al motivo central y anecdótico si se quiere de este artículo. La obra estuvo expuesta en el lugar para el cual fue concebida y creada hasta 1813, cuando durante la Guerra de Independencia fue expoliada y llevada a Francia por el mariscal Soult, quedando en manos de su familia hasta 1852, cuando fue adquirida por el Museo del Louvre por una cifra entonces desorbitada, 615.000 francos, la obra más cara del mundo hasta entonces. Para que os hagáis una idea, por la misma época fue vendida por un precio similar la Colección Orleans completa, 454 cuadros entre los cuales 19 velázquez, 38 murillos y 84 zurbaranes.
En los años siguientes la obra perdió estimación, lo cual facilitó que en 1941, durante la Segunda Guerra Mundial, fuese entregada por el llamado Régimen de Vichy, gobierno francés colaboracionista con los alemanes, al gobierno de Franco, junto con otras obras de arte como la Dama de Elche, como parte de un acuerdo más amplio.
El cuadro fue expuesto en el Museo del Prado, donde aún permanece y puede ser admirado.
Curiosamente el mariscal Soult, supongo que por motivos logísticos, no se llevó el marco de la pintura, que aún permanece en la iglesia del Hospital de los Venerables, como esperando a volver a albergar entre sus ángulos a la inquilina que le dio su razón de ser. Como veréis, es el marco de la imagen de una inmaculada de muy inferior calidad. Con motivo de una exposición, la Inmaculada de Soult volvió gozosa a habitar su marco original, como podréis ver en la fotografía.
Si algún día, querido lector, te acercas por el barrio de Santa Cruz, en Sevilla, no olvides pasar por el Hospital de los Venerables y confirmar esta curiosidad. A la salida te recomiendo que te tomes una ración de puntas de solomillo o de uno de esos productos de la más rancia aristocracia porcina en el mítico Casa Román.
Y para saber más sobre el destino de otras obras de arte expoliadas por el mariscal Soult en tierras andaluzas te recomiendo fervientemente un libro que escribió un buen amigo mío, Enrique Redel, titulado Peripecias del Patrimonio Artístico Andaluz. No es un libro que se devore en dos minutos como un sabroso bocadillo a la hora del recreo, que son el tipo de libros que hoy se venden y leen, sino que es como un buen cognac, que todo padre de familia debe tener en su mueble bar para degustar en esos pocos momentos que uno guarda para sí.
Sólo quiero terminar con una reflexión. La obra de arte es un ser vivo. Fue concebida y nació en un determinado hábitat. Lo que la rodea fue muy tenido en cuenta por su autor para darle su lugar adecuado en el mundo, darle un significado más allá de su mera calidad artística. Creo que una obra que sea creada para sí y por sí misma, sin estar en diálogo con su entorno, como es frecuente en el arte contemporáneo, está afectada de una enfermedad de narcisismo onanista que la limita y empequeñece.
No puedo evitar recordar el disfrute que supone admirar esas pinturas de Caravaggio aún en las iglesias romanas, napolitanas o maltesas para las que fueron concebidas en armonía o buscada polémica con las que les rodean. O la diatriba que mantienen Bernini, con su Fuente de los Cuatro Ríos, en la Plaza Navona en Roma, con Borromini con la vecina fachada de la iglesia de Santa Inés. ¡Qué sería de la una sin la otra!
Sin embargo durante mucho tiempo hemos hecho sufrir a las obras de arte exponiéndolas, en el mejor de los casos, o almacenándolas por desgracia en el peor de ellos, en gigantescos museos para cuya visita en detalle harían falta semanas. Es cierto que han influido motivos de seguridad, pero creo que sobre todo ha influido un afán enciclopedista, de querer convertir el arte en una ciencia o asignatura a mostrar al pueblo de forma metódica y ordenada, heredado precisamente de aquellos gabachos que llevaron a cabo el expolio del que os he hablado (guiados todo hay que decirlo por una admiración a la obra de arte que ya hubiésemos querido para nuestros “heroicos” revolucionarios de 1936).
Creo que va siendo tiempo de reivindicar que la obra de arte, especialmente de temática religiosa como nuestra Inmaculada de Soult, salga de esos gigantescos almacenes, y deje de ver pasar ante ella esas excursiones de orientales con sus cámaras, de ruidosos norteamericanos con sus bermudas, chanclas y camisas hawaianas, grupos de jubilados del Imserso buscando un banco para descansar tras haber recorrido kilómetros de galerías… Y que vuelva gozosa y exultante a su iglesia y a su marco. Y que después de muchos años, la Virgen Purísima, esa muchacha en la que podemos contemplar el futuro de una creación perfecta, vuelva a ser protagonista de las oraciones los fieles.