jueves, 8 de enero de 2015

DESDE LAS ERMITAS (La Tregua de Navidad)

Una veloz excursión al romanticismo, una aventura alocada y varonil: he aquí cómo se imaginaba la guerra el hombre sencillo de 1914, y los jóvenes incluso temían que les faltara este maravilloso y apasionante episodio en su vida; por eso corrieron fogosos a agruparse bajo las banderas, por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero, la roja oleada de sangre corría impetuosa y delirante por las venas de todo el imperio. (Stefan Zweig – El mundo de ayer).

Hace cien años. No creo en milagros. No al menos en esos hechos prodigiosos e inexplicables desde la ciencia humana. Sí creo que hay sucesos que sólo se pueden explicar por la presencia del Espíritu Santo, pero valiéndose de unas manos humanas.

Hace cien años, en la Navidad de 1914, Dios volvió a nacer entre nosotros. Y lo hizo, como acostumbra, en el lugar más inhóspito imaginable. Un lugar, en las Ardenas (Bélgica) en el que los soldados alemanes y británicos que se enfrentaban en los inicios de la Primera Guerra Mundial habían establecido un frente estabilizado por trincheras y alambradas impenetrables para el enemigo. Entre las dos líneas de trincheras había un terreno de nadie que veía pasar los proyectiles de una a otra trinchera. Fue allí donde volvió a nacer.

El 24 de Diciembre, en la víspera de Navidad, dejaron de escucharse disparos. Los soldados británicos vieron cómo las trincheras alemanas eran decoradas con adornos navideños. Más tarde comenzaron a escuchar un villancico, quizás el más hermoso, Stille Nacht (Noche de Paz), originario del valle tirolés de Zillertal. Los británicos contestaron cantándolo en inglés. Los testigos de aquellos hechos cuentan que unos minutos más tarde, inexplicablemente en la zona de nadie entre una y otra trinchera se agruparon unas docenas de soldados de uno y otro bando y se pusieron a charlar y a intercambiar regalos como chocolate y cigarrillos. Me pregunto quién fue el primero que se atrevió a salir de su trinchera, cruzar la alambrada y esperar que el enemigo hiciese lo mismo para estrechar las manos con él.

Al día siguiente, el de Navidad, ese erial fue testigo de un partido de fútbol, el más hermoso partido de todos los tiempos. Como suele ocurrir desde entonces, ganaron los alemanes por 3 a 2.

Lo ocurrido se propagó por los cientos de kilómetros de las líneas del frente Occidental, donde también se produjo un alto el fuego.

La tregua se prolongó hasta bien entrado el mes de Enero de 1915. Terminó cuando los altos mandos, desde sus cómodas posiciones de retaguardia, tuvieron conocimiento de lo ocurrido, que no les agradó en absoluto. Ellos sabían que un ingrediente fundamental de la guerra es el odio al enemigo, sin el cual no se puede insuflar la imprescindible motivación para matar. Ordenaron fuertes bombardeos de artillería en todo el frente, con el único propósito de terminar con los gestos de fraternidad. Me imagino a esos generales como personas de exquisita educación, quizás extraordinariamente cariñosos con sus hijos o nietos y con su perro, pero animados por “el ideal superior de la patria” para lo cual no tuvieron problema alguno en mandar al frente a miles de jóvenes de diecisiete años o poco más.

Para tomar conciencia del prodigio tendríamos que conocer a fondo los antecedentes. Durante años, las naciones europeas habían venido cultivando un nacionalismo que no sólo exaltaba los valores de lo propio, sino que también inoculaba a las gentes un odio, y sobre todo un miedo a las otras naciones. Aquellos jóvenes que celebraron juntos la Navidad de 1914 en la zona entre trincheras de las Ardenas habían sido educados en ese miedo. Pero cuando semanas después del inicio de la guerra se estabilizaron los frentes se acostumbraron a ver allí a unos cientos de metros a otros jóvenes que como ellos, les miraban a la cara con la incomprensión de quien no sabe qué hace allí, en tierra extranjera, expuestos al frío y la lluvia, durante meses cubiertos de barro, lejos de sus granjas y fábricas, tratando de matar a otros que sufrían como ellos, de los que quizás se distinguían en poco más que la lengua, el color del uniforme y el de la bandera que colgaba del mástil de su trinchera.

El día de Nochebuena, al oír el mismo villancico, la misma música en una y otra parte de la alambrada, muchos se darían cuenta de que tenían en común algo que iba mucho más allá de esos colores de las banderas.

Para este nuevo año, amigo, te pido que además de los habituales propósitos, como dejar de fumar o ir al gimnasio, pienses si estás metido en una trinchera, disparando contra un enemigo, tu hermano, tu cuñado, padres, hijos, compañeros de trabajo. No te plantees quién comenzó la guerra y por qué. Solo te pido que pienses en aquel soldado anónimo que se atrevió a salir de su trinchera a riesgo de ser acribillado a balazos, y tendió su mano a aquél a quien horas antes había estado dispuesto a matar. Él protagonizó uno a los gestos más valientes jamás conocidos. No será canonizado ni recibirá más honras patrióticas que las de cualquier otro combatiente. Él arriesgó su vida, toda una vida por delante, una esposa, unos hijos… y tú ¿qué arriesgas? ¿Algo más que tu orgullo y amor propio?

Pues eso amigo, sal de tu trinchera, no temas ser el primero, incluso aunque el de enfrente no te reconozca el gesto. Serás un héroe, anónimo, pero un héroe, de los que cada día hacen nacer a Dios en las peores condiciones, protagonista de un verdadero milagro.

Feliz año amigos.

Manuel Del Rey Alamillo

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