El rey Felipe VI ha inaugurado en el Museo Naval el cuadro
“El último combate del Glorioso”, de Augusto Ferrer-Dalmau. El óleo es
una pieza vivísima, de enorme fuerza expresiva. Y no es para menos, porque el
episodio que reconstruye es una de las hazañas más impresionantes de la
historia universal de la navegación. La proeza del “Glorioso”, en efecto, marca
una cumbre en los anales de la marina española y mundial y, mira por donde, el
capitán del “Glorioso” es un CORDOBÉS,
desconocido u olvidado y sin calle que lo ampare, ni prensa local que lo
enaltezca, al menos a partir de la noticia.
Vamos a colocarnos en el tiempo: estamos a mediados del XVIII. Reina
Fernando VI, el segundo Borbón. España ya no es el imperio invencible de
antaño, pero es todavía una gran potencia. Buena parte de esa potencia se basa
en la mar. Nuestros barcos dominan las rutas en el Mediterráneo occidental,
porque mantenemos una relación estrechísima con el reino de Nápoles;
también en el Atlántico, porque el tráfico con los virreinatos
americanos es muy intenso, e igualmente ocurre en el Pacífico, porque la
comunicación con Filipinas es permanente. España es una potencia
náutica. Los recursos del país vienen y van por mar. Como en la mar hay otras
potencias –Inglaterra, Holanda, Francia-, frecuentemente hostiles, el tráfico
marítimo no es una cuestión simplemente comercial, sino que es un asunto
militar de primera importancia. En eso vamos retrasados: la flota está hecha
un desastre. El Marqués de la Ensenada intenta a toda prisa modernizarla;
aún no lo ha conseguido cuando ocurren los sucesos que vamos a contar. Pero, a
falta de buenos barcos, hay excelentes marinos.
La guerra de la Oreja de Jenkins
Uno de los escenarios fundamentales de ese enorme tráfico marítimo es el
Atlántico. El flujo de navíos entre la América española y la Península es intenso. Y
apetitoso: continuamente cruzan la mar grandes barcos cargados de riquezas.
Todos hemos visto esas películas en las que un esbelto y audaz corsario inglés
lleva a pique a un barco español capitaneado por un señor gordo y sucio, cuya
hija se enamora inevitablemente del apuesto corsario anglosajón. La verdad
histórica es más bien la contraria y, además, nuestros marinos supieron sortear
a los corsarios con mayor fortuna de lo que se cuenta. De hecho, por eso empezó
una guerra. Porque España estaba en guerra con Inglaterra, una vez más.
Era la Guerra
de la Oreja de
Jenkins.
¿Quién era este Jenkins? Un marino inglés, contrabandista. En 1738
compareció en la Cámara
de los Comunes, en Londres. Los comerciantes ingleses estaban hartos de que los
barcos españoles apresaran a sus contrabandistas. Por eso llevaron a Jenkins al
Parlamento. Jenkins subió al estrado e hizo algo impactante: sacó una oreja y
se la enseñó a los parlamentarios. Era su oreja. En una de sus correrías
contrabandistas, el navío de Jenkins había sido apresado por un pequeño
guardacostas español. Entonces el capitán español, Juan León Fandiño,
sacó el sable, le cortó una oreja a Jenkins y dijo: “Ve y dile a tu rey que lo
mismo le haré si a lo mismo se atreve”. Por eso estaba allí Jenkins, con su
oreja. Inglaterra declaró la guerra a España.
Pedro Mesía de la Cerda |
Lo primero que se les ocurrió a los ingleses fue una barbaridad: quitarnos Nueva
Granada. Era 1741. Fue allí donde Blas de Lezo, (recientemente
homenajeado) escribió su gran hazaña al vencer a una fuerza diez veces
superior. Los ingleses salieron con el rabo entre las piernas. Pero ahora
estamos hablando de piratas. Y en este paisaje, el de la guerra de la Oreja de Jenkins, vemos un
barco que se hace a la mar. Seguimos en Cartagena de Indias. Estamos ya en el
verano de 1747. El barco se llama “Glorioso”, un navío de setenta cañones.
Lleva a bordo un tesoro: mucho dinero, oro, joyas. Lo manda Don Pedro Mesía
de la Cerda , cordobés, cuarenta años, marino
experto, que ha combatido en Cerdeña, en Sicilia, en Orán. La misión de don
Pedro es llevar el tesoro a España. Los ingleses no tardan en enterarse de que
ha zarpado la presa. Comienza la caza.
Sólo contra todos
Nuestro barco, el Glorioso,
ha llegado a las islas Azores. Aquí, en 1590, don Álvaro de Bazán
había derrotado a una escuadra inglesa. Pero ahora la situación es distinta;
ahora los españoles están en inferioridad. Y es precisamente aquí donde
comienzan los problemas. Don Pedro
divisa un nutrido convoy inglés: numerosos barcos mercantes, escoltados por un
navío, una fragata y un paquebote de veinte cañones. El capitán español tiene
órdenes muy estrictas: hay que llevar el tesoro a España a toda costa. Así
que, raudo, ordena desplegar velas y salir zumbando. Pero los ingleses le han
visto y salen en su búsqueda: el paquebote queda con el convoy y el navío Warwick y la fragata Lark salen tras esa presa,
aparentemente fácil.
La estrategia inglesa es letal: la fragata, pequeña pero muy rápida, puede
llegar hasta el Glorioso,
cañonearlo, averiar su aparejo y, así, dejarlo inerme para que, acto seguido,
el Warwick lo hunda. Pero el Glorioso es un hueso duro de
roer. La Lark logra cañonear al Glorioso, pero los artilleros
españoles contestan y la destrozan. El Warwick
alcanza al Glorioso,
pero los españoles tiran mejor. El combate dura toda la noche. Cuando
amanece, el Glorioso tiene
daños serios, pero navega; por el contrario, la Lark
se ha retirado y el Warwick se
ha quedado sin palo mayor, clavado en el agua. El Glorioso ha ganado el primer asalto. El jefe del Warwick, el capitán
Crooksanks, será juzgado por el Almirantazgo inglés y apartado del mando.
El Glorioso retomó camino
mientras sus hombres reparaban los daños del combate. Ya quedaba poco para
llegar a España: a lo lejos se divisaba la costa gallega de Finisterre.
Pero ese mismo día, 14 de agosto, aparece un nuevo enemigo, aún más poderoso:
tres barcos ingleses, un navío de sesenta cañones y dos fragatas. Esta vez la
táctica inglesa fue distinta: el navío atacó frontalmente a nuestro Glorioso. Al cabo de tres
horas de cañoneo, el barco inglés se retiraba hecho una ruina. Las fragatas se
lanzaron entonces a por el Glorioso, pero los cañones de don Pedro y su
pericia marinera lograron que nuestro barco se zafara de la persecución. El 16
de agosto, el Glorioso atracaba en el puerto de Corcubión y don
Pedro hacía cuenta de los daños: el bauprés hecho añicos, rotas muchas de las
vergas y las jarcias, acribillada la popa, cinco muertos y cuarenta y cuatro
heridos. Pero detrás había dejado a cinco barcos enemigos vencidos.
La epopeya final
¿Había acabado la epopeya del Glorioso?
No. Hecho de nuevo a la mar, para completar las reparaciones en mejor puerto
–en los astilleros del Ferrol-, un fuerte viento contrario obliga a don
Pedro a virar en redondo. Decide entonces dirigirse a Cádiz. Una ruta
peligrosa, llena de ingleses que están deseando vengar la derrota de sus
barcos. El Glorioso logra
sortear a los ingleses a lo largo de toda la costa portuguesa, pero al pasar el
cabo de San Vicente se da de bruces con diez -¡diez!- barcos ingleses.
Así comienza uno de los combates navales más impresionantes y desiguales de la
historia.
Los ingleses atacan como la primera vez: lanzando primero a las fragatas
para que averíen al Glorioso
y reservando a los navíos más poderosos –en este caso, el Darmouth, de 60 cañones- para hundir al enemigo. Don
Pedro hace frente a las fragatas: el Glorioso
recibe daños, pero las fuerza a huir. Cuando llega el matador, el Darmouth, un proyectil
español acierta de lleno en la santabárbara del barco inglés, que estalla en
mil pedazos. Furiosos, los ingleses envían más barcos. Se combate de noche.
Entra en escena un navío gigantesco, el Russell, de tres puentes y ochenta cañones, con otras
dos fragatas. A estas alturas el Glorioso
ya está acribillado por todas partes, averiado, inmóvil en el agua, pero sigue resistiendo
hasta el amanecer. Hasta entonces no arría Don Pedro su pabellón. Tenía
treinta y tres muertos y ciento treinta heridos, el barco lleno de
agujeros… ¿Y el tesoro? El tesoro lo había dejado a buen recaudo en Corcubión.
El marino español había cumplido su misión y, de paso, había destrozado una
buena porción de la flota inglesa. Los británicos trataron a don Pedro Mesía
de la Cerda
como a un héroe. No era para menos.
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