viernes, 2 de enero de 2015

CÓRDOBA, HÉROES DESCONOCIDOS U OLVIDADOS

El rey Felipe VI ha inaugurado en el Museo Naval el cuadro “El último combate del Glorioso”, de Augusto Ferrer-Dalmau. El óleo es una pieza vivísima, de enorme fuerza expresiva. Y no es para menos, porque el episodio que reconstruye es una de las hazañas más impresionantes de la historia universal de la navegación. La proeza del “Glorioso”, en efecto, marca una cumbre en los anales de la marina española y mundial y, mira por donde, el capitán del  “Glorioso”  es un CORDOBÉS, desconocido u olvidado y sin calle que lo ampare, ni prensa local que lo enaltezca, al menos a partir de la noticia.

Vamos a colocarnos en el tiempo: estamos a mediados del XVIII. Reina Fernando VI, el segundo Borbón. España ya no es el imperio invencible de antaño, pero es todavía una gran potencia. Buena parte de esa potencia se basa en la mar. Nuestros barcos dominan las rutas en el Mediterráneo occidental, porque mantenemos una relación estrechísima con el reino de Nápoles; también en el Atlántico, porque el tráfico con los virreinatos americanos es muy intenso, e igualmente ocurre en el Pacífico, porque la comunicación con Filipinas es permanente. España es una potencia náutica. Los recursos del país vienen y van por mar. Como en la mar hay otras potencias –Inglaterra, Holanda, Francia-, frecuentemente hostiles, el tráfico marítimo no es una cuestión simplemente comercial, sino que es un asunto militar de primera importancia. En eso vamos retrasados: la flota está hecha un desastre. El Marqués de la Ensenada intenta a toda prisa modernizarla; aún no lo ha conseguido cuando ocurren los sucesos que vamos a contar. Pero, a falta de buenos barcos, hay excelentes marinos. 

La guerra de la Oreja de Jenkins

Uno de los escenarios fundamentales de ese enorme tráfico marítimo es el Atlántico. El flujo de navíos entre la América española y la Península es intenso. Y apetitoso: continuamente cruzan la mar grandes barcos cargados de riquezas. Todos hemos visto esas películas en las que un esbelto y audaz corsario inglés lleva a pique a un barco español capitaneado por un señor gordo y sucio, cuya hija se enamora inevitablemente del apuesto corsario anglosajón. La verdad histórica es más bien la contraria y, además, nuestros marinos supieron sortear a los corsarios con mayor fortuna de lo que se cuenta. De hecho, por eso empezó una guerra. Porque España estaba en guerra con Inglaterra, una vez más. Era la Guerra de la Oreja de Jenkins.

¿Quién era este Jenkins? Un marino inglés, contrabandista. En 1738 compareció en la Cámara de los Comunes, en Londres. Los comerciantes ingleses estaban hartos de que los barcos españoles apresaran a sus contrabandistas. Por eso llevaron a Jenkins al Parlamento. Jenkins subió al estrado e hizo algo impactante: sacó una oreja y se la enseñó a los parlamentarios. Era su oreja. En una de sus correrías contrabandistas, el navío de Jenkins había sido apresado por un pequeño guardacostas español. Entonces el capitán español, Juan León Fandiño, sacó el sable, le cortó una oreja a Jenkins y dijo: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. Por eso estaba allí Jenkins, con su oreja. Inglaterra declaró la guerra a España.

Pedro Mesía de la Cerda
Lo primero que se les ocurrió a los ingleses fue una barbaridad: quitarnos Nueva Granada. Era 1741. Fue allí donde Blas de Lezo, (recientemente homenajeado) escribió su gran hazaña al vencer a una fuerza diez veces superior. Los ingleses salieron con el rabo entre las piernas. Pero ahora estamos hablando de piratas. Y en este paisaje, el de la guerra de la Oreja de Jenkins, vemos un barco que se hace a la mar. Seguimos en Cartagena de Indias. Estamos ya en el verano de 1747. El barco se llama “Glorioso”, un navío de setenta cañones. Lleva a bordo un tesoro: mucho dinero, oro, joyas. Lo manda Don Pedro Mesía de la Cerda, cordobés, cuarenta años, marino experto, que ha combatido en Cerdeña, en Sicilia, en Orán. La misión de don Pedro es llevar el tesoro a España. Los ingleses no tardan en enterarse de que ha zarpado la presa. Comienza la caza.

Sólo contra todos

Nuestro barco, el Glorioso, ha llegado a las islas Azores. Aquí, en 1590, don Álvaro de Bazán había derrotado a una escuadra inglesa. Pero ahora la situación es distinta; ahora los españoles están en inferioridad. Y es precisamente aquí donde comienzan los problemas. Don Pedro divisa un nutrido convoy inglés: numerosos barcos mercantes, escoltados por un navío, una fragata y un paquebote de veinte cañones. El capitán español tiene órdenes muy estrictas: hay que llevar el tesoro a España a toda costa. Así que, raudo, ordena desplegar velas y salir zumbando. Pero los ingleses le han visto y salen en su búsqueda: el paquebote queda con el convoy y el navío Warwick y la fragata Lark salen tras esa presa, aparentemente fácil.

La estrategia inglesa es letal: la fragata, pequeña pero muy rápida, puede llegar hasta el Glorioso, cañonearlo, averiar su aparejo y, así, dejarlo inerme para que, acto seguido, el Warwick lo hunda. Pero el Glorioso es un hueso duro de roer. La Lark logra cañonear al Glorioso, pero los artilleros españoles contestan y la destrozan. El Warwick alcanza al Glorioso, pero los españoles tiran mejor. El combate dura toda la noche. Cuando amanece, el Glorioso tiene daños serios, pero navega; por el contrario, la Lark se ha retirado y el Warwick se ha quedado sin palo mayor, clavado en el agua. El Glorioso ha ganado el primer asalto. El jefe del Warwick, el capitán Crooksanks, será juzgado por el Almirantazgo inglés y apartado del mando.

El Glorioso retomó camino mientras sus hombres reparaban los daños del combate. Ya quedaba poco para llegar a España: a lo lejos se divisaba la costa gallega de Finisterre. Pero ese mismo día, 14 de agosto, aparece un nuevo enemigo, aún más poderoso: tres barcos ingleses, un navío de sesenta cañones y dos fragatas. Esta vez la táctica inglesa fue distinta: el navío atacó frontalmente a nuestro Glorioso. Al cabo de tres horas de cañoneo, el barco inglés se retiraba hecho una ruina. Las fragatas se lanzaron entonces a por el Glorioso, pero los cañones de don Pedro y su pericia marinera lograron que nuestro barco se zafara de la persecución. El 16 de agosto, el Glorioso atracaba en el puerto de Corcubión y don Pedro hacía cuenta de los daños: el bauprés hecho añicos, rotas muchas de las vergas y las jarcias, acribillada la popa, cinco muertos y cuarenta y cuatro heridos. Pero detrás había dejado a cinco barcos enemigos vencidos.

La epopeya final

¿Había acabado la epopeya del Glorioso? No. Hecho de nuevo a la mar, para completar las reparaciones en mejor puerto –en los astilleros del Ferrol-, un fuerte viento contrario obliga a don Pedro a virar en redondo. Decide entonces dirigirse a Cádiz. Una ruta peligrosa, llena de ingleses que están deseando vengar la derrota de sus barcos. El Glorioso logra sortear a los ingleses a lo largo de toda la costa portuguesa, pero al pasar el cabo de San Vicente se da de bruces con diez -¡diez!- barcos ingleses. Así comienza uno de los combates navales más impresionantes y desiguales de la historia.

Los ingleses atacan como la primera vez: lanzando primero a las fragatas para que averíen al Glorioso y reservando a los navíos más poderosos –en este caso, el Darmouth, de 60 cañones- para hundir al enemigo. Don Pedro hace frente a las fragatas: el Glorioso recibe daños, pero las fuerza a huir. Cuando llega el matador, el Darmouth, un proyectil español acierta de lleno en la santabárbara del barco inglés, que estalla en mil pedazos. Furiosos, los ingleses envían más barcos. Se combate de noche. Entra en escena un navío gigantesco, el Russell, de tres puentes y ochenta cañones, con otras dos fragatas. A estas alturas el Glorioso ya está acribillado por todas partes, averiado, inmóvil en el agua, pero sigue resistiendo hasta el amanecer. Hasta entonces no arría Don Pedro su pabellón. Tenía treinta y tres muertos y ciento treinta heridos, el barco lleno de agujeros… ¿Y el tesoro? El tesoro lo había dejado a buen recaudo en Corcubión. El marino español había cumplido su misión y, de paso, había destrozado una buena porción de la flota inglesa. Los británicos trataron a don Pedro Mesía de la Cerda como a un héroe. No era para menos.

José Luis Arjona Lara

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