Desde
muy joven me he sentido identificado con esos profesionales que hacen su
trabajo de modo artesano, intentando poner en cada producto o servicio lo mejor
de su ciencia y adaptándolo a las preferencias y necesidades del cliente. He
militado en esa utopía chestertoniana que está del lado de ese médico que
conoce personalmente a su paciente, del abogado que busca a cada caso su
solución personalizada, del tendero que está atento a los gustos y necesidades
de su cliente.
Y
en el mundo de la hostelería me llevó a cultivar una desmesurada afición por la
espeleología de la ranciedumbre. Buscar esos lugares, en Córdoba y fuera, donde
aún se pueden encontrar modos y recetas caseras propias de ese lugar,
transmitidas desde generaciones. Y qué mejor que las tabernas, que fueron tan
abundantes en nuestra geografía. Siendo aún estudiante ya frecuentaba con mis
amigos las más señaladas tabernas de nuestra ciudad y otras río abajo.
Una
de mis favoritas ha sido siempre El Pisto, o Taberna San Miguel. Ya sabéis
dónde está. En el extrarradio, como quien dice.
El
edificio por fuera ha conservado esa arquitectura que se perdió
irremisiblemente en el centro de nuestra ciudad. Ese encanto y buen gusto que en
algún momento fue considerado pueblerino y condenado a pena de picota.
Y
es entrar, saludar a David, y recibir de Rafael una caña antes de pedirla (el
buen tabernero sabe antes que su cliente lo que a éste le va a apetecer) y uno
respira Córdoba por los cuatro costados.
La
barra y el mobiliario, de madera, sin concesiones a lo minimalista o modernito,
los jamones y ristras de pimientos colgados, la magnífica estantería, con su
abigarrada carga de amontillados, ingredientes y recuerdos, y sobre todo los cuadros de toros, con
especial mención a nuestro inmortal Manolete.
A
la izquierda de la barra entrando, una puerta presidida por la leyenda
“Prohibida la entrada a vendedores y betuneros”, da paso al patio.
En
una ocasión pregunté a Antonio si seguían viniendo betuneros y me informó de
que “últimamente, este invento del kanfort, está acabando con ellos”.
El
patio muestra la misma tónica de carteles taurinos y fotografías y pinturas de
personajes conocidos del mundo de la cultura cordobesa. Lo preside un
televisor, que ya no hace las funciones de tal, pero que aún recuerda cuando
por su pantalla pasaron Antonio Ordóñez o Pelé.
El
Pisto que hoy conocemos no se podría concebir sin Pepe y Lola, López y Acedo,
quienes llevaron al establecimiento lo mejor de la tradición gastronómica
cordobesa. Fielmente continuados por Rafael, que ha aportado un imprescindible
toque de modernidad en la gestión, y la simpatía y los excelentes postres
caseros de Inma.
Además
de los platos cordobeses tradicionales por todos conocidos, sobra decir que
cuenta con los mejores vinos de Montilla y Moriles, fingiéndose desconocer la
existencia de finos en otras latitudes.
Comencé
a frecuentarlo de modo asiduo los sábados de invierno, cuando tras dar un paseo
con mi señora nos hacíamos un hueco en la por entonces atestada barra, buscaba
la mirada de David y le pedía para cada uno un medio y unas albóndigas en caldo
que me servía al momento saltándose cualquier orden que pudiera haberse
establecido. Y en nuestro medio metro cuadrado paladeábamos en silencio
aquellas ambrosías que nos hacían olvidar por un momento las preocupaciones
laborales y domésticas.
Después
me instalé con “los de siempre”, Jorge, Pepe y el Tarifa, todos los viernes a
la hora del almuerzo en uno de los barriles del fondo. Esta costumbre no se
interrumpió durante la pandemia (mientras las autoridades lo permitieron), y al
ser por entonces muy pocos los parroquianos que aparecían, y raramente algún
guiri, comenzamos de algún modo a formar parte de ese universo que conforma la
taberna, que incluye a esos personajes que siempre ves en los mismos sitios a
las mismas horas. Hasta el punto de que Rafael tuvo la osadía de colocar una
foto nuestra junto a las que ya poblaban las paredes. Osada decisión digo,
puesto que por lo general los personajes de las fotos son toreros y están
muertos. Y como le dije a Rafael, lo de estar muertos lo conseguiremos algún
día, pero lo de ser toreros… Y al Tarifa, que llegaba el viernes después del
trabajo con el mismo ímpetu que un toro galopa por la Cuesta de Santo Domingo,
le decíamos que se tomase una pastilla para tranquilizarse. “Tarifa que nos van
a echar, y lo que es peor… nos van a quitar la foto”.
La
pandemia ha terminado, todo vuelve a lo que era, los sapetes vuelven a llegar
con sus exigencias de estrella Michelín, y con sus chanclas y bermudas. Al ver
clientes de esa guisa no puedo evitar preguntar a Rafael si ha puesto playa o
piscina en la taberna, a lo que simplemente responde con una medio sonrisa
entre socarrona y resignada.
Pero
el Pisto sigue, conservando y ofreciendo a propios y forasteros nuestro acervo
de sensaciones y sabores inventados por nuestros tatarabuelos.
Manuel del Rey Alamillo
Una taberna emblemática descrita por uno de nuestro socios más observador y de disfrute pausado. En algún momento me he visto con mi medio en la mano y una suculenta tapa en la barra.
ResponderEliminarMuchas gracias Manolo