viernes, 8 de abril de 2022

APUNTES PARA UN TIEMPO DE REFLEXIÓN

Bueno es hacer un paréntesis en el trasiego diario en qué se ha convertido nuestra vida, en la rutina a la que estamos habituados, y preguntarnos a qué nos conduce tanta velocidad, qué vamos buscando, cómo estamos actuando con nosotros mismos y los demás y, sobre todo, para qué. Quizás pensemos poco o nada en los demás y mucho en nosotros. Pero la realidad está ahí y nos interpela continuamente.

Nadie está contento con lo que tiene, lo tenga por naturaleza o porque lo ha adquirido. Quizás por eso, son numerosos y trágicos los conflictos que atenazan a la humanidad, la envidia, el odio y la violencia se han hecho habituales entre los pueblos. Los medios de comunicación nos sirven situaciones extremas en las que se cosechan damnificados y víctimas de toda clase y condición, que vamos digiriendo por entregas a diario y que, aunque sólo sea de salón, condenamos o manifestamos –en expresión de moda– la “más enérgica repulsa”, pues, poco más podemos hacer.

En este contexto, es necesario volver la mirada –mientras aún lo permitan– a disciplinas académicas actualmente descatalogadas, como la historia y la filosofía.  

¿Qué ha sido de los preceptos fundamentales del derecho, vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno lo que le corresponde, tres máximas romanas formuladas por Ulpiano al inicio del siglo III d. C.? Sin duda contienen la idea de justicia universal común a Aristóteles, Platón y Santo Tomás de Aquino.

Pero el discípulo de San Alberto Magno, partiendo de la ley como ordenación de la razón dirigida al bien común, supera la formulación romana distinguiendo varias clases de leyes. La ley natural (lex naturalis) al igual que las leyes positivas que derivan de ella (lex humana), guían al hombre en la consecución de sus fines terrenos. Pero el hombre –nos dice Santo Tomás– no tiene solamente unos fines terrenales, sino que tiene también un fin sobrenatural, que es la felicidad eterna y para poder alcanzarlo precisa también una ley sobrenatural, revelada directamente por Dios (lex divina). Esta ley revelada comprende la Ley antigua y la Ley nueva o evangélica, ley de Dios que proviene únicamente de la Revelación a través de las Sagradas Escrituras, por ejemplo, los Diez Mandamientos y otras prescripciones que aparecen en la Biblia, como el mandato nuevo evangélico del amor; por tanto, esta ley divina es accesible al hombre, y su observancia es necesaria para la salvación. Pero el hombre, en cuanto ser natural y racional hecho a imagen de Dios, es libre para actuar, posee su propia autonomía, criterio gracias al cual distingue el bien del mal y puede elegir su camino de salvación.

Valgan estos breves apuntes de la filosofía del derecho y del pensamiento cristiano para aproximarnos con seriedad a lo que Dios espera de nosotros, partiendo de la libertad natural que tenemos por Él conferida.  

En palabras de San Juan Pablo II, el único camino de la paz es el perdón. Aceptar y ofrecer el perdón hace posible una nueva cualidad de relaciones entre los hombres, interrumpe la espiral de odio y de venganza, y rompe las cadenas del mal que atenazan el corazón de los contrincantes. Para las naciones en busca de reconciliación y para cuantos esperan una coexistencia pacífica entre los individuos y pueblos, no hay más camino que éste. Frente al ojo por ojo, el Maestro de Nazaret nos enseñó que hay que amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persiguen. Pero este desafío no sólo concierne a los pueblos y a las naciones. Éste es un desafío que concierne a cada individuo, a cada comunidad, a las familias especialmente ¿quién si no conforma los pueblos?

Pero, no es fácil convertirse al perdón y a la reconciliación. Para dar semejante paso es necesario un camino interior de conversión; se precisa coraje y humildad para amar y perdonar al prójimo, para no hacer otra cosa, en definitiva, que obedecer el mandato de Jesús. Y es que el cristiano debe hacer la paz aún cuando se sienta víctima de aquél que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo obró así y espera que sus discípulos le sigan. Como recuerda el apóstol Pablo, el perdón es una de las formas más elevadas del ejercicio de la caridad: “La caridad no toma en cuenta el mal” (l Cor 13,5).

Todos los años, el tiempo de Cuaresma y Semana Santa representan para el creyente un tiempo propicio para profundizar mejor sobre la importancia de esta verdad y hacer una revisión espiritual de su compromiso en la fe, renovar sus actitudes y convertirse de corazón al Señor. Esto es, practicar la caridad auténtica, ofrecer la ayuda a quien se encuentre en necesidad; desterrar la ira, el rencor, la maldad, las injurias; perdonar como Jesús nos perdonó; despojarse, en definitiva, del hombre viejo y corrompido, para renovarse en lo más íntimo del espíritu y revestirse del hombre nuevo, revestirse del amor que es el vínculo de la perfección en la amistad con Jesús, el camino por excelencia.

Más allá de cornetas y tambores, pregones y saetas, bordados y dorados, “levantás”, gritos y aplausos, no dejemos de lado la reflexión y la oración, pues, sólo una cosa es importante. Recordemos, además, que nuestra vida terrena tiene fecha de caducidad y que nuestra vocación es formar parte de esa vida nueva con nuestro Creador si cumplimos el nuevo mandamiento de Jesús.

Pero, hay que empezar a construir desde cada uno de nosotros, dejando atrás nuestras manías, nuestros odios y fobias. El mundo espera de los cristianos un testimonio coherente de comunión y de solidaridad. 

Francisco de Paula Oteros Fernández

sábado, 2 de abril de 2022

La mirada de Cristo

“Mi pasado, Señor, lo confío a tu misericordia, mi presente a tu amor, mi futuro a tu providencia”

(Padre Pio).

Las posibilidades de acercarse al Evangelio y de acercar el Evangelio a nuestras vidas son insospechadas, en buena parte dependen de la sensibilidad del lector u oyente. En el Evangelio hay que prestar atención a todo: a las palabras y a los silencios; a las obras y a los gestos. Porque el hombre no sólo se expresa verbalmente, sino que tiene otros medios y modos, entre ellos la mirada. Por eso en este inicio de Cuaresma vamos a mirarle a los ojos, y descubrir la grandeza de su amor. ¿Cómo era la mirada de Jesús?

Si los ojos son el reflejo del alma, a través de ellas podremos llegar a conocer los sentimientos de Cristo Jesús, para interiorizarlos y hacerlos propios. Y todos necesitamos ese cruce de miradas clarificador, pues en la mirada de Cristo se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces más profundas del ser. Contemplar la mirada de Jesús nos servirá, también, para aprender a mirar cristianamente la realidad.

Qué bueno es contemplar la mirada de Cristo, la mirada de Dios. Es una mirada que enamora, es una mirada que lleva al cambio y que compromete. Dios no sólo ha hablado al mundo y al hombre, también los ha mirado, y Jesús es esa mirada plena, definitiva y exhaustiva de Dios. Cristo no es sólo la Palabra de Dios encarnada; encarna también su mirada: entrañable, benevolente, misericordiosa, paterna. Descubrir esa mirada profunda, personal y cordial manifestada en Jesús, nos ayudará a superar los miedos, a deshacer las dudas y a iluminar las oscuridades de nuestro caminar en la vida.

 ¿Cómo sería por ejemplo la mirada de Cristo al joven rico?: “Entonces le miró con amor, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven, sígueme, llevando la cruz” (Mc 10,21). El señor le pondría sus manos encima de los hombros y le miraría a los ojos con un gran cariño. Una mirada que el joven rico no aguantó y apartando la mirada del Señor, se retiró entristecido y disgustado. Aquel hombre oyó sólo las palabras radicales de Jesús, pero no le miró a los ojos. De haberlo hecho, habría descubierto que esa tarea imposible para los hombres, no lo es para Dios.

¿Cómo sería la mirada del Señor a la mujer adúltera?: “Entonces Jesús levantándose, le dijo: Mujer ¿dónde están?, ¿ninguno te condenó? Dijo ella: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Tampoco Yo te condeno; vete y no vuelvas a pecar” (Jn 8,10-11). La única vez que el Señor levanta la vista del suelo es para mirarla a ella. Una mirada llena de comprensión, de amor, de misericordia con mayúscula. En la mirada de Cristo aquella mujer se supo amada, se supo valorada y se convirtió en discípula, porque se conoció a sí misma no como una pecadora, sino como una mujer y una mujer de Dios, y comprendió lo mucho que valía a los ojos de Dios. Que fe tan grande la de aquella mujer, que, ante la respuesta del Señor (“Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”), se queda sola delante de Cristo porque se reconoce pecadora y sabe que Jesucristo es el sin pecado, el hijo de Dios.

¿O cómo sería la mirada de Cristo a Zaqueo?: “Al llegar a aquel sitio, levantó Jesús los ojos y le dijo: ¡Zaqueo, baja enseguida! Porque hoy he de hospedarme en tu casa” (Lc 19,5). En aquella mirada, Zaqueo se sintió llamado y amado. Jesús no juzgó su vida ni la moralizó, sencillamente la visitó. Y esa visita cordial, abierta y desprogramada fue suficiente para que Zaqueo comprendiera el alcance del gesto. En aquella mirada Zaqueo descubrió esperanza, futuro, amor y desenterró de él una conversión, un nuevo estilo de vida.

¿Cómo sería la mirada del Señor a Judas?: “Enseguida, llegándose a Jesús, le dijo: ¡Salve, Maestro! Y le besó. Más Jesús le dijo: ¡Amigo! ¿a qué vienes? ...” (Mt 26,49-50). Se ha escrito mucho sobre el beso de Judas, el más frio de la historia, pero no tanto sobre la mirada de Jesús al propio discípulo. Una mirada que Judas tampoco aguantaría, como el joven rico, que miraría también hacia otro lado, apartando sus ojos de los ojos de Cristo. En Getsemaní, en los ojos de Jesús debió aflorar una tristeza infinita, no tanto por Él, que ya había asumido beber el cáliz, sino por la pérdida de un amigo. Aun así, no le retira la amistad. Es el encuentro de dos libertades: la de Judas, que se vende y vende, y la de Jesús, que se entrega y perdona, ofreciendo la mejilla, agredida por el beso traidor de un amigo equivocado.

¿Cómo miraste Señor a Pedro después de las negaciones?: “En aquel momento, estando aun hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor... Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,60-62). ¡Cuánta comprensión y esperanza debió percibir Pedro en esa mirada! Sería una mirada que iría sin rencor alguno, sin condena. Todo lo contrario, más que de reproche, sería una mirada llena de cariño, que diría aun así te perdono, aun así, te quiero. La mirada de Jesús fue una propuesta renovada de amistad. También una mirada dolorida, porque el amor nunca es indiferente ante la infidelidad, pero sobre todo fue una mirada acogedora y compasiva. Aquella mirada arrancó del interior de Pedro el arrepentimiento, le hizo renacer; se dejó mirar así y esto le salvó.

 Ahora, a ti que me estás leyendo, yo te pregunto: ¿Cómo te mira el Cristo de Gracia? Seas quien seas, hayas hecho lo que hayas hecho en tu vida, te aseguro que Cristo te mira con el mismo cariño que a Pedro, con la misma comprensión y ternura que a la mujer adúltera, con una mirada llena de amor como a la del joven rico, porque para Él, para Dios eres todo. Por mucho que estés arrugado o aplastado por tus miserias, por tus debilidades, sigues valiendo mucho para Dios.

Ojalá en tu oración personal, abriendo los ojos del alma, descubras la mirada de Cristo. Una mirada que te dice: que bueno es que existas; Una mirada que te recuerda lo mucho que vales a sus ojos; una mirada que enamora. Ojalá que tu mires al Cristo de Gracia a los ojos y te enamores de Él.

Francisco de Asís Linares Martínez