sábado, 6 de octubre de 2018

DOSCIENTOS AÑOS DE LA BEATIFICACIÓN DEL BEATO PADRE POSADAS

En los confines de Siberia, una vez atravesados los Montes Urales, las boscosas taigas y las desoladas estepas y cruzado los grandes ríos, se encuentra el lago Baikal. Resulta familiar para quienes leímos a Julio Verne, ya que allí se desarrolla la última parte de la epopeya de Miguel Strogoff. Se trata no solo de uno de los mayores lagos del mundo, sino también el más profundo, superando los 1.600 metros.

Como suele ocurrir sus aguas superficiales se encuentran contaminadas como consecuencia de las actividades humanas. Pero en determinados puntos de su superficie emergen impulsadas por las corrientes las aguas que han permanecido durante años en las profundidades del lago, tiempo en el que se han purificado. Los lugareños acuden con sus embarcaciones a estos lugares y beben de estas aguas frescas y puras a las que atribuyen cualidades mágicas.

También nuestra Iglesia ha resultado y resulta contaminada en su superficie por su contacto con la sociedad humana, con sus vicios y corrupciones. Sabemos del vergonzante pasado del papado, de aquellas épocas en las que el trono de San Pedro no era más que un adorno por el que competían las más reputadas familias romanas, Colonna, Orsini, Borghesse…. En esas épocas de intrigas y cismas, algunos hombres y mujeres, ajenos a las jerarquías, emergieron de los cimientos de la Iglesia, removiéndolos, aportando su esencia y su espíritu purificador. Muchos de ellos, siguen siendo reconocidos como referentes de la historia del cristianismo, como San Francisco de Asís, San Bernardo o Santa Teresa de Jesús.

Pero ha habido también en todas las épocas hombres y mujeres que han sido santos locales o de barrio. Gentes sencillas que aprendieron a jugar a ser cristiano en las calles, en el ejemplo de otros santos familiares, antes de que tuviesen la ocasión de aprenderlo en lecturas y reglamentos.

En Córdoba, entrando en la Iglesia de San Pablo, a la derecha una vez pasada la capilla donde se venera al Cristo de la Expiración, en un rincón oscuro pasa desapercibida una imagen de un dominico, al que se suele dar la espalda camino del altar o de la sacristía. Se trata del Beato Padre Francisco de Posadas. Uno de esos tantos santos locales que emergieron de las profundidades de la Iglesia.

Nacido en Córdoba en 1644 de orígenes muy humildes, hijo de una frutera, que se dedicaba a recorrer las casas del barrio de San Andrés para vender huevos y verduras, siempre tuvo la ambición de ser admitido en el convento dominico de San Pablo. Pero en esa época el citado convento estaba regido por clérigos elitistas que nunca permitieron que Francisco de Posadas ingresase en él.

Debido a ello se tuvo que conformar con ingresar en el Convento de Santo Domingo de Scala Coeli, en la sierra cordobesa, y sobre todo hacerse cargo del llamado Hospitalito que los dominicos tenían en la Puerta del Rincón.

El Padre Posadas se distinguió durante su vida por su gran caridad, humildad y sencillez, y también por su afán de superación, también en el ámbito de lo intelectual, lo que le llevó a ser un eminente predicador, y un personaje de gran influencia en la vida social y política en el ámbito local,  ser propuesto para obispo en dos ocasiones, lo cual renunció, y a entrar en contacto con eminentes personajes de la época como el Padre Cristóbal de Santa Catalina. Precisamente, la mayor parte de lo que conocemos de la vida de este último lo debemos a los escritos del Padre Posadas.

No obstante su vocación predicadora no le impidió ejercer la caridad, sobre todo en el Hospitalito, donde acompañaba a los enfermos en el rezo del Santo Rosario, y en la devoción a la Virgen. Es conocido que en sus visitas a los enfermos solía llevar una pequeña imagen de la Virgen del Rosario que ha venido siendo llamada “la Niña del Padre Posadas”.

A su muerte en el año 1713 en el hospicio de San Jacinto, había llegado a alcanzar tal grado de popularidad que el sepelio se tuvo que retrasar varios días dada la cantidad de gente que quería visitar su velatorio. Fue entonces y solo entonces cuando sus restos pudieron ingresar en la Iglesia de San Pablo, donde a pesar de todas las vicisitudes históricas aún permanecen.

El Padre Francisco de Posadas fue beatificado en 1818 por el Papa Pío VII. Por diversos motivos, fundamentalmente el abandono que sufrió el Convento de San Pablo tras la Desamortización, su figura fue olvidada y nadie se preocupó de promover el merecido reconocimiento de la canonización.

En este otoño de 2018 la casualidad ha querido que coincidan dos acontecimientos: los 200 años de su beatificación y los 25 años de la coronación canónica de la Virgen del Rosario, en cuya devoción tuvo tanto que ver.

Si visitas la Iglesia de San Pablo no olvides acercarte por un momento a ese humilde rincón que alberga su imagen y sus restos. Piensa en la cantidad de santos de barrio que han mantenido la Iglesia en pie. Pero piensa sobre todo que esos santos siguen existiendo, los tenemos a nuestro lado, son humildes religiosos, padres trabajadores, madres amorosas, que con todos sus defectos y limitaciones practican y enseñan el Evangelio, a veces sin haberlo leído, que son quienes han transmitido la Fe y el Amor cristiano a lo largo de los siglos y que son ellos, y no esa Iglesia contaminada por el mundo, con sus polémicas y escándalos, quienes con la ayuda del Espíritu Santo hacen resurgir y mostrar a la vista de todos su esencia más pura.


Manuel del Rey Alamillo

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si no tienes perfil como usuario pincha en anónimo.
Escribe tu mensaje e indica quién lo hace.