A Pepe Pulido
El camino que lleva desde la cercana ciudad de
Segovia al Monasterio del Parral pasa por una hermosa alameda situada a orillas
del río Eresma, salpicada de antiguos molinos, telares y graciosos puentecillos
de piedra. El lugar se ha convertido en un parque urbano, si bien mantiene ese
silencio que invita al paseo sosegado y a la contemplación de la naturaleza.
Nada que ver con el griterío de esos parques del centro de las grandes
ciudades. Paré el coche y me detuve a contemplar la estampa y escuchar la canción
que el viento interpretaba entre las copas de los árboles, acompañada del tenue
murmullo de las aguas.
Más adelante la carretera cruza el río y a la
salida de una curva me encontré de frente con la entrada del Monasterio y la
fachada de la iglesia. El edificio mostraba la sobriedad contemplativa propia
de su estilo, indiferente al paso de los siglos y las modas. Al bajar del coche
me saludó el frío seco castellano. Ese frío que te hiela las mejillas y la
garganta, pero que no te llega a penetrar.
El encargado de recibir a los huéspedes me condujo
por galerías, que en ese momento me parecieron laberínticas, hasta llegar al
claustro principal, mientras me proporcionaba la información fundamental sobre
horarios, situación de las celdas, el refectorio, etc.
Allí en el claustro, tras haber traspasado los
muros de piedra del monasterio e ingresado en su mismo centro noté la sensación
de haber llegado a otra dimensión, otro mundo mucho más lejano del exterior de
lo que pudiera suponer la distancia medida en metros.
Me dejó en la puerta de la capilla y me invitó a
entrar y situarme a la derecha de la puerta.
Lo hice.
Allí en la penumbra me observaba de reojo la orden
jerónima masculina al completo. No más de una docena de miembros.
No había luces encendidas. Sólo la vela del
sagrario y la luz del atardecer que tímidamente se filtraba por las vidrieras
de uno de los costados.
Aún recuerdo aquel Salmo cantado:
Amo al Señor,
pues él escucha
La voz de mi
lamento,
Porque torna
a mí su oído
El día en que
le invoco.
Cuando lazos
de muerte me acordonan
Y las
angustias del sepulcro me dan alcance,
Cuando me
hallo en pesar y en aflicción,
En nombre del
Señor alzo la voz:
¡Ah Señor,
salva mi vida!
El Señor es
bondadoso y providente,
Nuestro Dios
es compasivo,
El Señor es
el guardián de los humildes,
Y yo débil,
habrá de socorrerme.
Alma mía,
retorna a tu reposo,
Que el Señor
cumple contigo.
Tú, cierto,
me preservas de la muerte,
Mis ojos del
llorar,
Mis pies de
la caída.
Andaré en la
presencia del Señor
En el mundo
de los vivos.
La oración se desarrollaba con parsimonia, sin
prisa por terminar, como si a su final no hubiera nada importante que hacer. No
os miento si os digo que nunca me había sentido tan cerca de la presencia de
Dios. Me entró envidia de aquellos frailes, que habían elegido la renuncia a
los placeres mentirosos de la vida y refugiarse en el silencio, la meditación y
la alabanza a Dios.
Finalizada la oración de nonas y el rezo del Santo
Rosario me condujeron a mi habitación. Mi presencia no parecía distraerles lo
más mínimo mientras se dirigían por la galería del claustro a sus quehaceres.
Caminaban en silencio, arrimados a los muros en señal de humildad.
La
Orden de San Jerónimo fue fundada en el siglo XIV en Castilla
y rápidamente se expandió por todos los reinos peninsulares, incluido Portugal,
y más tarde por América. Llegó a contar con docenas de monasterios y miles de
miembros al recibir el favor de la realeza. Algunos de los monasterios más
ilustres de los que pertenecieron a la orden jerónima fueron los de Guadalupe,
Yuste, El Escorial, San Jerónimo en Madrid, el de Belén en Lisboa o en Córdoba,
el de San Jerónimo de Valparaíso. Eso sin contar a la rama femenina.
A pesar de ello la humildad no ha dejado nunca de
ser señal de distinción suya. Tanto que nunca se han preocupado en promover la
subida a los altares de algunos de sus miembros, que bien lo tienen merecido.
En este siglo de la técnica y el conocimiento una
docena de frailes de avanzada edad en su mayoría, mantienen vivo el espíritu de la Orden en el Monasterio del
Parral, Segovia.
Muchas veces me he preguntado el motivo de lo que
parece una inminente extinción. A diario veo personas que llevan una existencia
errante, castigada por errores y debilidades, desarraigada de amor y familia,
consumida en trabajar para existir y envejecer sin sentido. Y me pregunto cuál
es la barrera que impide a esas personas, que son legión, probar a encontrar
otra dirección en su vida, la del camino estrecho.
Durante la cena, que se desarrolla en silencio y
meditación, escuchando una lectura y de forma rápida y austera, pude comprobar
que el alimento, para ellos no es más que una necesidad biológica para
sobrevivir, que no debe ocasionar distracciones en la actividad contemplativa.
Al salir del refectorio los monjes se dirigían en
silencio a sus celdas en a través de la oscuridad del claustro. La estampa
podría parecer fantasmagórica. Pero lo cierto es que en ningún momento me vi
asaltado por temor alguno a presenciar una escena del mundo de lo sobrenatural.
Es más, no me importaba si aquellas sombras encapuchadas que caminaban
cabizbajas eran de vivos o de muertos.
Llegado a mi habitación releí el Eclesiastés y
algunos Salmos. La nieve caía con fuerza sobre los campanarios y los tejados
segovianos. Escribí algunos pensamientos:
27-2-2016
Antes de
venir me imaginaba que quizás entre estos muros se podría encontrar el secreto
del orden cósmico.
Aún no lo sé.
Puede que esté en la antigua liturgia, en el horario y el modo de vida que se
preserva celosamente a lo largo de los siglos. Pero no estoy seguro.
De lo que sí
estoy seguro es de que el secreto no está ahí fuera. Allí todo es vanidad de
vanidades. Afanarse en los proyectos, en las ambiciones terrenales, en
conquistar honores… para terminar igual que el pobre o el necio. Quizás al
dejar este mundo puedas dejar un buen recuerdo a los que te conocieron.
Posiblemente, si destacaste sobre los demás, en lo bueno o en lo malo, en la
virtud o en la fama, los que te conocieron transmitan tu memoria a los que
vengan después.
Pero al cabo
de los siglos, los milenios, qué quedará de ti. ¿un nombre a lo más, de un
personaje ya mitificado, nada real?
Porque una es
la suerte del hombre y de la bestia: muere aquél como ésta muere, y uno solo es
el hálito de ambos. No tiene, pues, ventaja el hombre sobre la bestia: todo es
vanidad. Todos van al mismo sitio: todos vienen del polvo, y al polvo tornan
todos.
Tampoco la
ciencia, ni la astronomía ni la física cuántica nos darán la respuesta. Por
mucho que avance, siempre quedará una galaxia nueva por descubrir, y una nueva
explicación al origen del Universo.
¿Estará en lo
pequeño? ¿En lo cotidiano? En ser lo que uno es, y llevarlo al extremo. Eres
hombre, sé hombre, ¿estás casado?, sé un marido, ¿eres padre?, sé un buen padre
hasta el extremo. Cumple con la función que se te ha dado en el orden cósmico.
Disfruta, paladea los placeres simples de la vida, procurando no dejar tu
huella en la Creación,
para que quien venga después pueda ocupar tu mismo lugar.
Come con gozo
tu pan y bebe tu vino, porque ya Dios se ha complacido en tu conducta. Lleva en
todo tiempo blancas vestiduras, y no falte el perfume en tu cabeza. Goza de la
vida con la mujer que amas durante todos los días de la vana existencia que
Dios te concede bajo el sol, porque tal es tu suerte en la vida y en las
fatigas que te tomas bajo el sol.
Tres días
después me despedía del hospedero y le entregaba un donativo. Conduje hasta el
aeropuerto de Barajas, donde había quedado en recoger a mi familia, que llegaba
de Londres. Me pareció cómica la escena. Cientos de viajeros circulando a paso
rápido por los salones del aeropuerto. Muchos con un maletín, encaminándose a
una reunión en la que se tomarían importantes decisiones estratégicas de su
empresa o se concluirían lucrativos negocios. En su mirada se adivinaba la
preocupación por lo que les tocaba hacer dentro de una hora, y de dos, y
mañana…
A fuer de ser sincero no he llegado a encontrarle
el sentido a la vida contemplativa. Mi escasa fe no alcanza a ver el modo en el
que aquellos monjes, con sus oraciones, puedan contribuir a la acción benéfica
de la Providencia
sobre los hombres. Pero el día de Navidad me alegró recibir un email de Fray
José. No era para desearme “Felices Fiestas”. Sólo para recordarme que allí
sigo teniendo un lugar en sus oraciones.
Manuel del Rey Alamillo