La pequeña localidad de
Villeneuve les Avignon se asoma al gran río Ródano en la orilla opuesta a la
ciudad papal. Precisamente surgió en torno a una fortificación que mandó
construir el Rey de Francia para defender sus fronteras con el Sacro Imperio
Romano Germánico. No se distingue de otras localidades provenzales en cuanto al
esmero en el cuidado del urbanismo y el paisaje, en sus casas con postigos
coloreados y sus calles de suave serpenteo, que se conservan tal y como las
pintaron Van Gogh o Cezanne.
Una abadía con
preciosos salones abovedados y jardines y magníficas vistas, y una gran cartuja
semiderruida son por este orden sus mayores atractivos turísticos. Precisamente
por estar catalogados en este orden en las guías de viajes, todos los turistas
van a la abadía y dejan de lado la cartuja, lo que provoca que la abadía esté
abarrotada y haya largas colas para entrar, mientras que a la cartuja se pueda
acceder sin reserva ni espera y se pueda vivir la telúrica experiencia de
recorrer sus claustros, salas y la iglesia en absoluta soledad, sin cruzarse
con ser humano alguno (doy fe). Son las consecuencias del vicentismo imperante
(¿dónde va Vicente?, donde va a la gente), que aconseja evitar las atracciones
turísticas con calificación sobresaliente y pasar a las de notable, para que
las visitas sean mucho más agradables. Siempre y cuando no se tenga la
imperiosa necesidad de hacerse la foto con la Gioconda detrás para ponerla en
Instagram o no tengas problema en reconocer ante el cuñado que no, que no
entraste en Versalles, que las colas son de dos horas y el Salón de los Espejos
no es el mismo cuando está plagado de señores de Oklahoma en bermudas y
chanclas y jovencitas de los suburbios de Liverpool disfrazadas de María
Antonieta pese a su evidente sobrepeso.
Bueno, sigo, que me
pierdo. A donde quería llegar es a que la otra atracción turística de
Villeneuve les Avignon que suele aparecer en las guías de viajes es su mercado
de antigüedades de los sábados.
No es uno de esos
“rastros” en los que se amontonan hierros y cachivaches sin utilidad aparente.
Lo que llama la atención es que se exponen solo objetos de cierto valor como
mobiliario, porcelanas, vajillas, crucificados de bronce, pinturas
devocionales, etc. Objetos que parecen tener una antigüedad de entre 100 y 150
años. Y la calidad y abundancia del material da una idea de la pronta
existencia en Francia de una clase media numerosa, acomodada y refinada.
Me gustan especialmente
este tipo de antigüedades por tratarse de objetos que han estado en íntimo
contacto con sus propietarios. Siento un morbo especial al verlos y tocarlos e
imaginar su historia y la vida de quienes los han usado y disfrutado.
En el mango de alpaca
del espejito de mano juvenil que le compramos a Gemita imagino las manos de la
muchacha que lo recibió como regalo de
Reyes y que tantas veces se miró en él, trato de seguir el rastro de su jabón
perfumado y creo que al asomarme a él, por un momento imperceptible, no es mi
imagen la que aparece, sino la de aquella que aprendió la geografía de su
rostro, sus accidentes e imperfecciones, durante largos ratos mirándose en su
superficie pulimentada. Me pregunto qué fue de su vida, si encontró el amor que
esperaba, si la hizo feliz, si terminó sus días acompañada de los suyos o en
anónima soledad.
Y en esos platitos de
postre de porcelana que conseguimos a buen precio por ser la hora de cierre del
mercadillo, escucho su tintineo al impactar con suavidad contra la superficie
de la gran mesa del comedor principal en el momento de ser colocados con
precisión geométrica y lógica cartesiana para preparar una cena navideña. Trato
de captar el sabor de la repostería que preparaba aquella tía soltera. Escucho
las conversaciones de sobremesa, las historias familiares, las canciones que se
repiten un año tras otro en las mismas fechas…
No me atrevo a llevarme
recuerdos personalísimos, postales de viajes escritas, fotografías de boda o
comunión, condecoraciones de guerra, títulos académicos. Pasado despreciado por
familias que solo dieron valor a lo que se podía vender por dinero. Leer esas
postales me produce la misma sensación, morbosa y culpable, que espiar a una
muchacha en la intimidad de su habitación por el ojo de la cerradura.
Dice Josemi Rodríguez
Sieiro que le da pena ver una casa con decoración minimalista, porque es
significativo de una persona sin pasado. Digo yo que peor es cuando se
avergüenza de su pasado o en su inmersión en la predominante cultura cosmopaleta
de nuestros días, no es capaz de apreciarlo.
Manuel del Rey Alamillo
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