miércoles, 13 de octubre de 2021

ANTICUARIOS

La pequeña localidad de Villeneuve les Avignon se asoma al gran río Ródano en la orilla opuesta a la ciudad papal. Precisamente surgió en torno a una fortificación que mandó construir el Rey de Francia para defender sus fronteras con el Sacro Imperio Romano Germánico. No se distingue de otras localidades provenzales en cuanto al esmero en el cuidado del urbanismo y el paisaje, en sus casas con postigos coloreados y sus calles de suave serpenteo, que se conservan tal y como las pintaron Van Gogh o Cezanne. 

Una abadía con preciosos salones abovedados y jardines y magníficas vistas, y una gran cartuja semiderruida son por este orden sus mayores atractivos turísticos. Precisamente por estar catalogados en este orden en las guías de viajes, todos los turistas van a la abadía y dejan de lado la cartuja, lo que provoca que la abadía esté abarrotada y haya largas colas para entrar, mientras que a la cartuja se pueda acceder sin reserva ni espera y se pueda vivir la telúrica experiencia de recorrer sus claustros, salas y la iglesia en absoluta soledad, sin cruzarse con ser humano alguno (doy fe). Son las consecuencias del vicentismo imperante (¿dónde va Vicente?, donde va a la gente), que aconseja evitar las atracciones turísticas con calificación sobresaliente y pasar a las de notable, para que las visitas sean mucho más agradables. Siempre y cuando no se tenga la imperiosa necesidad de hacerse la foto con la Gioconda detrás para ponerla en Instagram o no tengas problema en reconocer ante el cuñado que no, que no entraste en Versalles, que las colas son de dos horas y el Salón de los Espejos no es el mismo cuando está plagado de señores de Oklahoma en bermudas y chanclas y jovencitas de los suburbios de Liverpool disfrazadas de María Antonieta pese a su evidente sobrepeso.

Bueno, sigo, que me pierdo. A donde quería llegar es a que la otra atracción turística de Villeneuve les Avignon que suele aparecer en las guías de viajes es su mercado de antigüedades de los sábados.

No es uno de esos “rastros” en los que se amontonan hierros y cachivaches sin utilidad aparente. Lo que llama la atención es que se exponen solo objetos de cierto valor como mobiliario, porcelanas, vajillas, crucificados de bronce, pinturas devocionales, etc. Objetos que parecen tener una antigüedad de entre 100 y 150 años. Y la calidad y abundancia del material da una idea de la pronta existencia en Francia de una clase media numerosa, acomodada y refinada.

Me gustan especialmente este tipo de antigüedades por tratarse de objetos que han estado en íntimo contacto con sus propietarios. Siento un morbo especial al verlos y tocarlos e imaginar su historia y la vida de quienes los han usado y disfrutado.

En el mango de alpaca del espejito de mano juvenil que le compramos a Gemita imagino las manos de la muchacha que lo recibió  como regalo de Reyes y que tantas veces se miró en él, trato de seguir el rastro de su jabón perfumado y creo que al asomarme a él, por un momento imperceptible, no es mi imagen la que aparece, sino la de aquella que aprendió la geografía de su rostro, sus accidentes e imperfecciones, durante largos ratos mirándose en su superficie pulimentada. Me pregunto qué fue de su vida, si encontró el amor que esperaba, si la hizo feliz, si terminó sus días acompañada de los suyos o en anónima soledad.

Y en esos platitos de postre de porcelana que conseguimos a buen precio por ser la hora de cierre del mercadillo, escucho su tintineo al impactar con suavidad contra la superficie de la gran mesa del comedor principal en el momento de ser colocados con precisión geométrica y lógica cartesiana para preparar una cena navideña. Trato de captar el sabor de la repostería que preparaba aquella tía soltera. Escucho las conversaciones de sobremesa, las historias familiares, las canciones que se repiten un año tras otro en las mismas fechas…

No me atrevo a llevarme recuerdos personalísimos, postales de viajes escritas, fotografías de boda o comunión, condecoraciones de guerra, títulos académicos. Pasado despreciado por familias que solo dieron valor a lo que se podía vender por dinero. Leer esas postales me produce la misma sensación, morbosa y culpable, que espiar a una muchacha en la intimidad de su habitación por el ojo de la cerradura.

Dice Josemi Rodríguez Sieiro que le da pena ver una casa con decoración minimalista, porque es significativo de una persona sin pasado. Digo yo que peor es cuando se avergüenza de su pasado o en su inmersión en la predominante cultura cosmopaleta de nuestros días, no es capaz de apreciarlo.

Manuel del Rey Alamillo

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