Crédule, ¿quid frustra simulacra fugacia captas? (¿Por qué te
aferras, ingenuo, a una imagen fugaz?)
(Fábula de Narciso y Eco,
Metamorfosis, Ovidio)
Tengo el libro de las
Metamorfosis, de Ovidio, en mi mesita de noche. De vez en cuando me gusta
repasar alguna de sus fábulas llenas de sabiduría, historias que no necesitan
moraleja, porque a buen entendedor pocas palabras bastan.
Una de mis favoritas es la
de Narciso. Ha dado lugar a una palabra muy usual hoy día, narcisismo. Lo practica aquél que siente desmedida admiración y
aprecio por sí mismo o por alguna de sus facetas personales.
Narciso era un joven de gran
belleza. Pero a esa belleza con la que había sido dotado se unía algún rasgo de
imperfección, de asimetría en su rostro que le hacía ser aún más encantador.
Son esas pequeñas imperfecciones las que enamoran, al hacer aparecer a una
persona bella como más humana, y por ello más asequible y cercana.
Un día iba Narciso por el
bosque y en lo más profundo del mismo se encontró con un manantial de aguas
limpias y cristalinas. Se acercó a calmar su sed con tan mala suerte que se le
cayó una navaja al fondo del estanque. Se asomó y vio cómo le miraba un ser de
irresistible encanto.
No se da cuenta de que ese a
quien ve en el agua es él mismo, su propio reflejo. Se acerca y le habla y
cuando intenta tocarle y besarle, al contacto con la superficie del agua ese
ser se diluye y desaparece entre las ondas. Cuando el estanque se calma vuelve
a aparecer con toda su belleza, pero cuando intenta tocarlo desaparece otra
vez.
Narciso muere en aquel lugar
ante la frustración de no poder poseer a ese ser que aparenta desearle a él con
la misma pasión que él le desea. En su lugar creció una flor de su mismo
nombre.
Me parece muy interesante la
disociación de la personalidad que se produce en Narciso. Durante un tiempo no
se da cuenta de que ese que le mira desde la superficie del estanque es él
mismo, su propia imagen. En realidad Narciso no se enamora de sí mismo, sino de
una parte de su yo, su imagen.
Suelo recordar a menudo esta
fábula porque me cansa esta sociedad, la más conceptualmente barroca que haya
existido nunca. Barroca no en lo estético (no están de moda las volutas sino la
línea recta minimalista), sino en el concepto de la primacía de la imagen sobre
lo real.
Continuamente se juzga a las
personas por su manera de hablar o de vestir, y con eso nos parece que alguien
va a ser o no un buen trabajador o un buen político. Las empresas gastan más en
imagen corporativa y en la presentación de sus productos que en mejorar su
calidad.
Y para colmo surge el
instrumento ideal para esta sociedad narcisista: Instagram.
Los usuarios se esfuerzan
por mostrar una vida plena y apasionante a través de las sucesivas instantáneas
que cuelgan en el ciberespacio. Muestran una apariencia enigmática, desinhibida
y sobre todo feliz.
En esas colecciones de
momentos vitales parece que siempre es sábado, que continuamente visitamos lugares
exóticos o siempre llevando a cabo encantadoras extravagancias. Y por cierto
siempre mostramos el mismo perfil, aquél de nuestra anatomía con el que más
satisfechos estamos. Nunca sale la verruga ni tampoco un lunes por la mañana,
ni las múltiples servidumbres que nos impone nuestra condición.
Y luego viene el “like”. La
angustiosa espera para ver si esa foto que nos hemos hecho que no estamos muy
seguros de si resulta fresca y original o por el contrario de mal gusto o
incluso soez, va a recibir la aceptación de tu público, de tus seguidores.
Según he leído en prensa son
cada vez más frecuentes las consultas a psicólogos por parte de jóvenes adictas
al like. El esfuerzo por mejorar su imagen virtual y la esperada aceptación de
los seguidores les hace vivir en un estado de tensión continua que afecta a su
vida real, a todas las actividades que hay fuera del smartphone, los amigos, la
familia, o un día de otoño en el campo y disfrutar de la caricia del sol sin
tener necesidad de fotografiar el momento.
Veo en las nuevas
generaciones a excelentes trabajadores. Para eso se les forma. Hábiles en
matemáticas, física, idiomas, manejo de la tecnología… La sabiduría de Ovidio
quedará en un libro de mi mesita de noche, esperando a otras generaciones con
nuevos principios. Mientras, servirá para que alguien se haga una fotografía
simulando leerlo en mitad de una selva sin moscas.
Manuel del Rey Alamillo