jueves, 23 de junio de 2016

ALEGRÍAS DE CÁDIZ

Fueron a coger coquinas
los Voluntarios de Cádiz
fueron a coger coquinas
y a la primera descarga
olvidaron las carabinas...

No podía ser de otro modo. En Cádiz, todo rebujado. Como siempre. La letra de las Alegrías que acababa de escuchar no hacía sino confirmárselo.
La Ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro Rey que al Señor Don Fernando VII”. Recordaba esa frase desde muy niña, cuando la leía cada vez que visitaba el museo con su padre. Habría que ver a aquella gente, plantando cara al francés hace dos siglos ya.
Se abrochó la trenca antes de salir del tablao y enfilar la Plaza Mayor. El invierno seguía en todo lo alto. Seguro que por ahí abajo, ya no hacía tanto frío. Incluso habría gente mariscando. “Madrid es lo que tiene”, se dijo.
A esa hora no había forma de encontrar un taxi. “Joder, qué hambre”.
Para engañarla, se encendió un cigarrillo. “El último hasta mañana, lo juro”. No le quedó más remedio que empezar a andar, para no quedarse congelada en la parada.
Hacía más de un año que no compartía piso con nadie y, al abrir la puerta, lo agradeció una vez más. Las cosas, como a ella le gustaban. Se dirigió derecha a la cocina, conteniéndose para no asaltar la nevera anárquicamente. Tampoco había mucho con lo que guerrear. Huevos, algo de verdura, un cartón de leche y pan de molde. Buscó ansiosa en la alacena. “¿Quedarán patatas?” No había ni una.
“Habrá que hacérsela a la francesa”. Los franchutes, una vez más. Las cocineras gaditanas, como tenían poco aceite, batían el huevo con la sal precisa y liaban la tortilla antes de ponerla en el plato. Sin patatas. El asedio durante la Guerra de la Independencia sustrajo a Cádiz de cosas básicas, como las patatas que alegraban la tortilla antes de que llegara Pepe Botella.
No estaba mala, tenía el punto de sal y el aceite justo. Se ayudaba con el pan de molde y ya parecía que el invierno no era tan crudo. No le apetecía trabajar al día siguiente. Lo del tablao como algo eventual no estaba mal, otra cosa era pensar en aquello como algo definitivo. ¡Ni hablar!
Tras terminar de picotear, sintió la necesidad de encenderse otro cigarrillo. “Este sí que es el último hasta mañana, lo juro”. Lo hizo con parsimonia, recostada en la silla de la pequeña cocina. El humo, deshecho en volutas, fue ascendiendo lentamente en jirones al mismo ritmo que sus pensamientos...
 “Más que en Cuchilleros, deberías estar trabajando en la Biblioteca Nacional ¿Has olvidado a qué fuiste a Madrid? Para algo te has licenciado en Historia y has ganado esa beca, digo yo”. La monserga más repetida cada vez que la telefoneaba su padre “¿Qué hay de esa Tesis a medias? Deberías retomarla”.
Esas mismas volutas que la habían sumergido en aquella abstracción son las que la sacaron de su ensimismamiento. Aplastó el pitillo contra el cenicero con morosidad, mecánicamente. Faltaba poco para que comenzara a clarear, aunque aun no se oía el ajetreo de los estorninos. Se desvistió deprisa, sintiendo frío. Cuando apagó la luz, justo antes de dormirse, los escuchó cantar al fin.
Durmió de un tirón, con ansia. Era de esas veces en las que uno no recuerda qué ha soñado, aunque está seguro de haber sufrido algún tipo de desarreglo onírico. Descorrió la cortina y miró por la ventana. Esto de empezar el día cuando la gente ya sale de las oficinas para comer, me mata. Aunque no me queda otra. El sueldo no es malo, ni bueno tampoco, aunque es lo único digno que he encontrado. De algo me ha servido el emperre de mi madre con eso de que bailara desde pequeñita. Qué flamenca ha sido siempre mamá para todo...
Como cada tarde, a las ocho más o menos, comenzaba a llegar al tablao el personal. Había que ir preparándolo todo antes de que arribaran los primeros clientes. Las bailaoras compartían un camerino ridículo en el que calentaban los músculos antes de actuar, se maquillaban, planchaban ellas mismas las batas o los trajes que iban a usar y charlaban hasta que les tocaba salir.
Aun faltaba una hora larga para su número cuando Joaquín Heredia, el dueño del tablao, pidió permiso y entró en el camerino. Como siempre, se le veía contento.
“Niñas, esta noche hay algo importante que celebrar –comenzó-. Nos vamos de tournee. Manolito Núñez ha conseguido cerrar, por fin, la gira por Francia. Hoteles de tres estrellas y buenas dietas, aparte del sueldo.”
Lógicamente, la noticia fue bien recibida por las artistas. Algunas ya empezaron a deleitarse pensando en el viaje, los hoteles y el dinero extra. No era para menos: salir de la rutina del tablao, cambiar de aires, sorprender a un público receptivo.
Magdalena nunca había bailado fuera de Cuchilleros. De hecho, llevaba muy poco haciéndolo para poder seguir tirando en Madrid. Justo desde que renunció a la beca. Ciertamente, le seducía la idea.
Fue entonces cuando Heredia sacó su pitillera y el encendedor y le ofreció un cigarrillo. “El último de hoy, lo juro”. La pitillera llevaba las iniciales del hombre grabadas en la tapa. El mechero era de oro, propio de la gente de rumbo. Cuando se lo acercó para dar lumbre al pitillo, Magdalena pudo leer la marca: Dupont.
El nombre le llamó la atención. Hacía mucho tiempo que no la recordaba pero, en ese momento, le vino a la mente la anécdota que su padre contaba de vez en cuando en casa. Era una historia bien conocida y aireada en las reuniones familiares desde siempre. Resulta que el tatarabuelo de su abuelo había sido el famoso General Morla, quien rigió el destino militar de la ciudad de Cádiz durante la Guerra de la Independencia. Su padre no se cansaba de recordar que  Morla, su antepasado, recibió al vencido general Dupont, que bajaba prisionero con su ejército hacia la bahía gaditana. Y proseguía recordando que, con sus mariscales, sería recluido en el castillo de San Sebastián, en donde se le servía de comer lo que en casa de Morla se cocinaba.
“Por una buena temporada, Dupont tuvo que cambiar los pichones en fricasé, los pavitos cebados a la rabigote o las roelas de ternera en fricandó por potaje de bacalao con garbanzos y espinacas, cocido, mondongo o manteca de cerdo”. Y siempre terminaba con la misma frase, lleno de orgullo: “No puede haber más grandeza de espíritu en un general vencedor”.
“¡Magda espabila que, después de estas bulerías, actúas tú!”
Le fue difícil salir de su mundo. Tenía que bailar.
Se sentía bien esa noche. Era uno de aquellos días en los que su baile tenía pellizco. Los focos le molestaban un poco, quizá porque estaba habituada a los del tablao de Madrid y los de este local de Burdeos estaban dispuestos de una forma algo extraña. La gira había comenzado hacía cinco días y esta era su tercera actuación.
Al acabar, la obligaron a saludar un par de veces. “Parece que les han gustado las Alegrías, me estoy ganando el sueldo”.
Fue en ese segundo saludo, con las luces del local encendidas, cuando lo vio sentado en una mesa de la segunda fila.  Estaba solo, no compartía el velador con nadie…
Aquella noche, Magda no durmió en el hotel de la rue Clemenceau en el centro de Burdeos. Amaneció en una casa de dos plantas, en pleno campo.
Arnaud y ella se entendían, desde la noche anterior, en un francés tosco pero más que suficiente si dos quieren conocerse. La luz, la disposición de la cama, los cuadros, el espejo sobre el buró eran nuevos para Magdalena. No los recuerdo de anoche ¡Dios mío, qué guapo es!
“Bonjour, ma chérie!”, se le escapó a Arnaud desde la ducha.
“Hola, buenos días ¿qué hora es?”
“La de ir a comprar al mercado. Hoy cocino yo”.
Magdalena se revolvió feliz bajo el edredón y se entretuvo en ver cómo el sol incidía sobre el parqué recién acuchillado. “Ciertamente, me muero de hambre. Siendo la hora que es, en este país la gente debe haber ya almorzado”.   
En lo que tardó en levantarse Magdalena de la cama, ducharse y volver al mundo real, a Arnaud le dio tiempo de volver del mercado cargado de bolsas.
Cuando lo vio, Magda enarcó las cejas mostrando sorpresa.
“¿dónde vas con todo eso?” preguntó.
“El salmogejo y los camagones se acabaron por hoy. Los vas a cambiar por una estupenda sopa bullabesa y, de segundo, quiche lorraine. Typical French!”
Magda lo dejó hacer, a su aire. Se notaba que a Arnaud le gustaba la cocina y manejaba los tiempos, como un torero de arte.
Para empezar, la bullabesa: sirvió el pescado en una fuente, el pan en otra y el caldo en una sopera. Mientras, la quiche se estaba terminando de hacer en el horno.
”Hay que servirla muy caliente, así que vete apurando la sopa”.
Magda disfrutó de cada instante de la comida. Sintió cómo los sabores, las texturas, la reconciliaban de nuevo con el mundo. “Para alcanzar el nirvana, ahora sólo me hace falta un pitillo. Esta semana dejo el tabaco, lo juro”. Hizo una mueca de disgusto. Demasiadas veces se había hecho ya ese propósito.
La sacó de su abstracción un pequeño grabado que vio colgado en una pared del espacioso comedor. Lo que le llamó la atención es que era obra de su cocinero por aquel día, como atestiguaba la firma, “Arnaud D.”, y sintió curiosidad por la “D” solitaria.
“Arnaud, ¿qué esconde esa inicial?”, preguntó con aire misterioso.
“Esa “D” corresponde a la primera inicial de mi apellido, Dupont”. Arnaud permaneció un momento callado, rumiando algo en su fuero interno.
“¿me dijiste que eras de Cádiz, no? Pues verás lo que acabo de recordar. Un antepasado de nuestra familia, el general Dupont, estuvo preso allí después de ser derrotado por vuestro ejército, cuando la invasión del gran Napoleón. Y mi padre siempre nos contaba que estuvo recluido en una fortaleza militar, desde la que veía el mar, mientras se entretenía traduciendo a Horacio”.
Magda lo miraba con los ojos como platos, sin fuerzas para interrumpirlo.
“¿Sabes lo que más me gustaba de esa historia cuando la oía de niño?”, prosiguió Arnaud. “Tengo grabado en la memoria que cierto general que mandaba en Cádiz se ocupó personalmente de que mi  tatarabuelo comiera cada día lo que en su casa se cocinaba y hacía enviar a la prisión con toda la solemnidad posible”.
A Magdalena Morla todo empezó a darle vueltas. El círculo se había cerrado…
        
           Enrique García Luque

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