“Fueron a coger coquinas
los
Voluntarios de Cádiz
fueron
a coger coquinas
y
a la primera descarga
olvidaron las carabinas...”
No podía ser de otro modo. En Cádiz, todo rebujado.
Como siempre. La letra de las Alegrías que acababa de escuchar no hacía
sino confirmárselo.
“La Ciudad de Cádiz,
fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro Rey que al Señor Don
Fernando VII”. Recordaba esa frase desde muy niña, cuando la leía cada vez
que visitaba el museo con su padre. Habría que ver a aquella gente, plantando
cara al francés hace dos siglos ya.
Se abrochó la trenca
antes de salir del tablao y enfilar la Plaza Mayor. El invierno seguía en todo lo alto.
Seguro que por ahí abajo, ya no hacía tanto frío. Incluso habría gente
mariscando. “Madrid es lo que tiene”, se dijo.
A esa hora no había forma
de encontrar un taxi. “Joder, qué hambre”.
Para engañarla, se
encendió un cigarrillo. “El último hasta mañana, lo juro”. No le quedó más
remedio que empezar a andar, para no quedarse congelada en la parada.
Hacía más de un año que
no compartía piso con nadie y, al abrir la puerta, lo agradeció una vez más.
Las cosas, como a ella le gustaban. Se dirigió derecha a la cocina,
conteniéndose para no asaltar la nevera anárquicamente. Tampoco había mucho con
lo que guerrear. Huevos, algo de verdura, un cartón de leche y pan de molde.
Buscó ansiosa en la alacena. “¿Quedarán patatas?” No había ni una.
“Habrá que hacérsela a
la francesa”. Los
franchutes, una vez más. Las cocineras gaditanas, como tenían poco aceite,
batían el huevo con la sal precisa y liaban la tortilla antes de ponerla en el
plato. Sin patatas. El asedio durante la Guerra de la Independencia
sustrajo a Cádiz de cosas básicas, como las patatas que alegraban la tortilla
antes de que llegara Pepe Botella.
No estaba mala, tenía el
punto de sal y el aceite justo. Se ayudaba con el pan de molde y ya parecía que
el invierno no era tan crudo. No le apetecía trabajar al día siguiente. Lo del
tablao como algo eventual no estaba mal, otra cosa era pensar en aquello como
algo definitivo. ¡Ni hablar!
Tras terminar de
picotear, sintió la necesidad de encenderse otro cigarrillo. “Este sí que es el
último hasta mañana, lo juro”. Lo hizo con parsimonia, recostada en la silla de
la pequeña cocina. El humo, deshecho
en volutas, fue ascendiendo lentamente en jirones al mismo ritmo que sus
pensamientos...
“Más que en Cuchilleros, deberías estar
trabajando en la
Biblioteca Nacional ¿Has olvidado a qué fuiste a Madrid? Para
algo te has licenciado en Historia y has ganado esa beca, digo yo”. La monserga
más repetida cada vez que la telefoneaba su padre “¿Qué hay de esa Tesis a
medias? Deberías retomarla”.
Esas mismas volutas que
la habían sumergido en aquella abstracción son las que la sacaron de su
ensimismamiento. Aplastó el pitillo contra el cenicero con morosidad,
mecánicamente. Faltaba poco para que comenzara a clarear, aunque aun no se oía
el ajetreo de los estorninos. Se desvistió deprisa, sintiendo frío. Cuando apagó
la luz, justo antes de dormirse, los escuchó cantar al fin.
Durmió de un tirón, con ansia. Era de esas veces en
las que uno no recuerda qué ha soñado, aunque está seguro de haber sufrido
algún tipo de desarreglo onírico. Descorrió la cortina y miró por la ventana.
Esto de empezar el día cuando la gente ya sale de las oficinas para comer, me
mata. Aunque no me queda otra. El sueldo no es malo, ni bueno tampoco, aunque
es lo único digno que he encontrado. De algo me ha servido el emperre de mi
madre con eso de que bailara desde pequeñita. Qué flamenca ha sido siempre mamá
para todo...
Como cada tarde, a las
ocho más o menos, comenzaba a llegar al tablao el personal. Había que ir
preparándolo todo antes de que arribaran los primeros clientes. Las bailaoras compartían un camerino
ridículo en el que calentaban los músculos antes de actuar, se maquillaban,
planchaban ellas mismas las batas o los trajes que iban a usar y charlaban
hasta que les tocaba salir.
Aun faltaba una hora
larga para su número cuando Joaquín Heredia, el dueño del tablao, pidió permiso
y entró en el camerino. Como siempre, se le veía contento.
“Niñas, esta noche hay
algo importante que celebrar –comenzó-. Nos vamos de tournee. Manolito
Núñez ha conseguido cerrar, por fin, la gira por Francia. Hoteles de tres
estrellas y buenas dietas, aparte del sueldo.”
Lógicamente, la noticia
fue bien recibida por las artistas. Algunas ya empezaron a deleitarse pensando
en el viaje, los hoteles y el dinero extra. No era para menos: salir de la
rutina del tablao, cambiar de aires, sorprender a un público receptivo.
Magdalena nunca había
bailado fuera de Cuchilleros. De hecho, llevaba muy poco haciéndolo para poder
seguir tirando en Madrid. Justo desde que renunció a la beca. Ciertamente, le
seducía la idea.
Fue entonces cuando
Heredia sacó su pitillera y el encendedor y le ofreció un cigarrillo. “El
último de hoy, lo juro”. La pitillera llevaba las iniciales del hombre grabadas
en la tapa. El mechero era de oro, propio de la gente de rumbo. Cuando se lo
acercó para dar lumbre al pitillo, Magdalena pudo leer la marca: Dupont.
El nombre le llamó la
atención. Hacía mucho tiempo que no la recordaba pero, en ese momento, le vino
a la mente la anécdota que su padre contaba de vez en cuando en casa. Era una
historia bien conocida y aireada en las reuniones familiares desde siempre.
Resulta que el tatarabuelo de su abuelo había sido el famoso General Morla,
quien rigió el destino militar de la ciudad de Cádiz durante la Guerra de la Independencia.
Su padre no se cansaba de recordar que
Morla, su antepasado, recibió al vencido
general Dupont, que bajaba prisionero con su ejército hacia la bahía gaditana.
Y proseguía recordando que, con sus mariscales, sería recluido en el castillo
de San Sebastián, en donde se le servía de comer lo que en casa de Morla se
cocinaba.
“Por
una buena temporada, Dupont tuvo que cambiar los pichones en fricasé, los
pavitos cebados a la rabigote o las roelas de ternera en fricandó por potaje de
bacalao con garbanzos y espinacas, cocido, mondongo o manteca de cerdo”. Y
siempre terminaba con la misma frase, lleno de orgullo: “No puede haber más
grandeza de espíritu en un general vencedor”.
“¡Magda
espabila que, después de estas bulerías, actúas tú!”
Le
fue difícil salir de su mundo. Tenía que bailar.
Se
sentía bien esa noche. Era uno de aquellos días en los que su baile tenía pellizco.
Los focos le molestaban un poco, quizá porque estaba habituada a los del tablao
de Madrid y los de este local de Burdeos estaban dispuestos de una forma algo
extraña. La gira había comenzado hacía cinco días y esta era su tercera
actuación.
Al
acabar, la obligaron a saludar un par de veces. “Parece que les han gustado las
Alegrías, me estoy ganando el sueldo”.
Fue
en ese segundo saludo, con las luces del local encendidas, cuando lo vio
sentado en una mesa de la segunda fila.
Estaba solo, no compartía el velador con nadie…
Aquella noche, Magda no
durmió en el hotel de la rue Clemenceau en el centro de Burdeos. Amaneció en
una casa de dos plantas, en pleno campo.
Arnaud y ella se
entendían, desde la noche anterior, en un francés tosco pero más que suficiente
si dos quieren conocerse. La luz, la disposición de la cama, los cuadros, el
espejo sobre el buró eran nuevos para Magdalena. No los recuerdo de anoche ¡Dios
mío, qué guapo es!
“Bonjour, ma chérie!”, se le escapó a Arnaud
desde la ducha.
“Hola, buenos días ¿qué
hora es?”
“La de ir a comprar al
mercado. Hoy cocino yo”.
Magdalena se revolvió
feliz bajo el edredón y se entretuvo en ver cómo el sol incidía sobre el parqué
recién acuchillado. “Ciertamente, me muero de hambre. Siendo la hora que es, en
este país la gente debe haber ya almorzado”.
En lo que tardó en
levantarse Magdalena de la cama, ducharse y volver al mundo real, a Arnaud le
dio tiempo de volver del mercado cargado de bolsas.
Cuando lo vio, Magda
enarcó las cejas mostrando sorpresa.
“¿dónde vas con todo
eso?” preguntó.
“El salmogejo y los camagones
se acabaron por hoy. Los vas a cambiar por una estupenda sopa bullabesa y, de
segundo, quiche lorraine. Typical French!”
Magda lo dejó hacer, a su
aire. Se notaba que a Arnaud le gustaba la cocina y manejaba los tiempos, como
un torero de arte.
Para empezar, la
bullabesa: sirvió el pescado en una
fuente, el pan en otra y el caldo en una sopera. Mientras, la quiche se estaba
terminando de hacer en el horno.
”Hay que servirla muy caliente, así que vete apurando la sopa”.
Magda
disfrutó de cada instante de la comida. Sintió cómo los sabores, las texturas,
la reconciliaban de nuevo con el mundo. “Para alcanzar el nirvana, ahora sólo
me hace falta un pitillo. Esta semana dejo el tabaco, lo juro”. Hizo una mueca
de disgusto. Demasiadas veces se había hecho ya ese propósito.
La sacó de su abstracción
un pequeño grabado que vio colgado en una pared del espacioso comedor. Lo que
le llamó la atención es que era obra de su cocinero por aquel día, como
atestiguaba la firma, “Arnaud D.”, y sintió curiosidad por la “D” solitaria.
“Arnaud, ¿qué esconde esa
inicial?”, preguntó con aire misterioso.
“Esa “D” corresponde a la
primera inicial de mi apellido, Dupont”. Arnaud permaneció un momento callado,
rumiando algo en su fuero interno.
“¿me dijiste que eras de
Cádiz, no? Pues verás lo que acabo de recordar. Un antepasado de nuestra
familia, el general Dupont, estuvo preso allí después de ser derrotado por
vuestro ejército, cuando la invasión del gran Napoleón. Y mi padre siempre nos
contaba que estuvo recluido en una fortaleza militar, desde la que veía el mar,
mientras se entretenía traduciendo a Horacio”.
Magda lo miraba con los
ojos como platos, sin fuerzas para interrumpirlo.
“¿Sabes lo que más me
gustaba de esa historia cuando la oía de niño?”, prosiguió Arnaud. “Tengo
grabado en la memoria que cierto general que mandaba en Cádiz se ocupó
personalmente de que mi tatarabuelo
comiera cada día lo que en su casa se cocinaba y hacía enviar a la prisión con toda
la solemnidad posible”.
A Magdalena Morla todo
empezó a darle vueltas. El círculo se había cerrado…
Enrique García Luque