La maleta pesaba tanto como la barba sin afeitar, la camisa
arrugada tras horas de avión y el sueño que no se había presentado en todo el
vuelo. Sólo pensaba en llegar al hotel y dormir todo lo que me permitiera mi
agenda y el calor que hacía a esas horas en aquella caótica ciudad.
Orlando San Ginés, sonriente, se aprestó a cargar con mi
equipaje. Sorprendido, no le dejé hacer en un principio. Fue una escena algo
violenta. Inmediatamente, me pesó haber actuado así por miedo a que el taxista
malinterpretara el gesto. Hacía mucho tiempo que esos detalles habían dejado de
ser frecuentes en España y esa falta de costumbre fue la que me hizo dudar
antes de dejar hacer, por fin, al chófer.
Como es normal en esa época del año, el cielo limeño estaba
plomizo y el calor húmedo me sorprendió vestido aún con la ropa del invierno
que acababa de dejar, haciendo de las suyas, al otro lado del mundo.
El taxi estaba impoluto. Reparé incluso en la corbata,
oscura y algo torcida, que el conductor llevaba bajo su chaleco de punto.
También había notado un olor a colonia masculina, rancia, como esas que ya no
se encontraban en España, cuando San Ginés se me había acercado para recoger la
maleta.
Arrancó sin más trámites. A los pocos minutos, estuvimos a
la altura del puerto de El Callao y, algo después, pasamos junto al Rímac, el
río que atraviesa la ciudad. Alcanzamos los primeros barrios, de aspecto
desordenado.
Hasta entonces, ninguno de los dos habíamos vuelto a abrir
la boca desde el aeropuerto. El taxista me examinó por el retrovisor.
- Así que de España, ¿verdad?
Asentí, observándolo todo con curiosidad.
- Sí, soy español. Aunque sólo en parte- me apresuré a
contestar.
San Ginés, entonces, entornó los ojos y se fijó
detenidamente en mis ojos ligeramente rasgados. Antes de darle tiempo a
replicar, puntualicé: “mi bisabuelo era japonés, aunque su hija se casó con un
español y… ya puede imaginarse usted el resto”.
La pregunta del chófer no se hizo esperar y no me cogió por
sorpresa. - Si no es indiscreción ¿qué ha venido a hacer usted a Lima?
Consulté mi reloj y calculé que aún quedaba un buen trecho
hasta llegar al restaurante en pleno centro.
Kikunae Ikeda |
El taxista levantó una ceja, delatando que no entendía a qué
me refería.
- Usted recordará eso que aprendimos en el colegio de que
podemos percibir cuatro gustos: amargo, salado, ácido y dulce ¿cierto? Bueno,
pues existe un quinto sabor escondido en ciertos alimentos: el que descubrió mi
bisabuelo- le deslicé con cierto misterio. A lo que no estaba dispuesto era a
contarle cómo lo consiguió.
Me arrepentí de la confidencia y decidí cambiar de
conversación. - ¿Qué tal se come en “Las Brujas de Cachiche”?- pregunté al chófer. Estoy citado allí.
- Señor, “Las Brujas” es uno de los mejores restaurantes de
todo Lima. Comida criolla bien rica. Además, en pleno barrio de Miraflores, el
mejor de la capital.
Al oír aquel nombre, no pude dejar de acordarme de lo que
había leído en el diario de mi bisabuelo. Mi mente volvía, de nuevo, hacia
donde yo no quería.
- Si no le importa, apague el aire acondicionado. Prefiero
sentir la brisa- espeté al taxista.
El bofetón fue de aire húmedo, cargado de salitre. El aire
de un Pacífico oscuro, revuelto, que batía con fuerza las piedras redondeadas
que conformaban la orilla. Miraflores quedaba aún lejos.
Allí vivía, a principios del siglo XX, la culpable de esta
azarosa historia. Una verdadera bruja de Cachiche, caserío de la costa sur de
Lima donde las mujeres tenían fama de bellas y bondadosas. Aquella se llamaba
Ailén y había hechizado a mi bisabuelo.
Ella fue la que consiguió reunir, en una memorable cena, a
mi antepasado y al Doctor Le Blanc, en cuya tarjeta de visita se podía leer que
poseía “increíbles-poderes-fenomenológicos”…
Juntos, habían asistido a la función del mago en el Teatro
Municipal cierta noche. El plato fuerte de la actuación del Doctor Le Blanc había
sido el número de hipnosis, con el que cerraba siempre su repertorio.
“Se trata, damas y caballeros, de un número muy peligroso,
sólo realizable por los conocedores de los secretos de los brahmanes del famoso
reino de Bután, donde me inicié en estos arcanos... Noten, distinguido público,
que las alteraciones psíquicas de hipnotizador e hipnotizado durante el
experimento pueden ser i-rre-ver-si-bles. De ahí, el deber de avisarles de la
peligrosidad del mismo”. El Doctor Le Blanc hablaba con un acento francés
impostado. El público guardaba silencio expectante. El mago hundió el mentón en
el pecho y se llevó las manos a las sienes, imitando la pose de los grandes
maestros de la hipnosis.
“Obviamente, necesitaré la participación desinteresada de
algún voluntario de entre los presentes en el público”. Un joven imberbe se levantó,
resuelto, desde la tercera fila del patio de butacas. “C’est magnifique!!
Gracias, mi valiente amigo” exclamó el ilusionista. “Antes de proseguir,
permítame preguntarle si usted y yo nos hemos visto anteriormente o nos
conocemos”, a lo que el voluntario contestó con un ensayado “por supuesto que
no, Doctor”. A mi bisabuelo no le pasó desapercibida la mirada cómplice que
cruzaron entre ambos, y susurró –escéptico- a su bella acompañante: “este mago
no es sino un impostor más”.
El número de magia prosiguió con arreglo al patrón
premeditado del mago, que adornó la puesta en escena con visajes y ademanes
perfectamente ensayados. Fue todo un éxito. A la salida del teatro, la gente se
deshacía en elogios acerca del espectáculo.
Mi bisabuelo tenía ganas de conocer a aquel supuesto médium.
Como científico que era, le encantaba desenmascarar a farsantes y rebatir
teorías sobrenaturales. Ailén parecía conocer a todo el mundo en Lima y organizó
el encuentro con el Doctor Le Blanc, al que esperaron a la salida del teatro
para invitarlo a cenar. Una calesa los condujo a un famoso restaurante
regentado por un oriental, el señor Wang, venido de la lejana ciudad de San
Francisco, lo que confería un aire cosmopolita al establecimiento en el que se
daban cita la flor y nata de la sociedad limeña de aquella época.
Durante la cena, los hombres hablaron largamente de ciencia
y parapsicología. El Doctor Le Blanc defendía su trabajo refiriendo que la
hipnosis era fruto de estudios admitidos y comprobados por la ciencia médica. Mi
antepasado asentía escéptico. Mientras, Ailén los contemplaba en silencio,
fumando con desgana valiéndose de una larga boquilla. Mi bisabuelo, por su
parte, le refería al ilusionista el trabajo que realizaba en la Universidad Imperial
de Tokio. Llevaba años obsesionado con hallar un gusto distintivo que encontraba
en ciertas viandas, como espárragos, tomates o algunos quesos y carnes y que
era diferente a los cuatro sabores básicos. Él, que era químico, pensaba que
podía aislar al causante de ese quinto sabor. Había invertido en la tarea mucho
trabajo, aunque sin resultado. Remató su intervención con una frase que
pretendía sonara lapidaria: “Doctor Le Blanc, nuestros mundos son muy
distintos. Yo me dedico al estudio sistemático y riguroso”.
Ailén decidió intervenir para mitigar la tensión que se
percibía en el ambiente. Habían terminado la cena hacía un buen rato y propuso
probar una novedad que estaba considerada el último grito del restaurante. El
señor Wang había importado la idea de la “Casa de Té" del Golden Gate de
San Francisco donde había trabajado hasta establecerse en Lima.
- Se trata de probar las misteriosas “Galletas de la Fortuna ”- dijo Ailén, con
un punto enigmático en la voz.
- ¿Galletas de la
Fortuna ?- se asombró mi bisabuelo.
Ailén explicó entonces a los dos hombres en qué consistía
aquel postre que se estaba poniendo de moda en todo el continente. Mi bisabuelo
sonrió incrédulo y pensó una vez más en lo fácil que era embaucar a la gente.
Llevado por su espíritu burlón, tomó la galleta de la bandeja plateada que le
tendía ceremonioso el señor Wang. La partió por la mitad, extrajo el billete
impreso, se ajustó los lentes y leyó en voz alta: “Estás cerca del final.
Déjate ayudar. La sugestión es el camino”.
- Oh la la!!- exclamó Le Blanc. “Su-ges-tión” ¿ha oído bien?
¿Qué es la hipnosis sino sugestión, mon amie? ¿no se atreve a expeguimentag un
poco?
El caso es que, en apenas unos minutos y gracias a la
intercesión de la guapa Ailén, mi bisabuelo estaba sentado frente a un
concentrado Doctor Le Blanc en un extremo del restaurante, despejado a tal
efecto, bajo la atenta mirada de los comensales que a esas horas ocupaban el
local.
- Relájese, amigo Ikeda, relájese- espetó Le Blanc a mi
bisabuelo.
- Se siente demasiado cansado para pensar, su cuerpo no le
responde. Los brazos y las piernas le pesan profundamente y no puede mantener
abiertos los párpados. Abandónese…
Y prosiguió: Ahora, sin dejar de dormir, levante la cabeza y
míreme.
Mi bisabuelo, como un autómata, acató la orden del mago, que
sonrió complacido.
- Está bajo mi poder, he anulado su voluntad y obedecerá
todo aquello que le diga. Le Blanc ensayó unos pases magnéticos en el aire y
prosiguió: Señor Ikeda, usted ahora mismo no está aquí, sino en su querido Tokio.
Concretamente, a la orilla del mar –aventuró el ilusionista- ¿qué es lo que
está viendo?
Pasados unos segundos, mi bisabuelo abrió los ojos y los
dejó fijos en el ángulo de la estancia mientras comenzó a hablar de forma imprecisa.
- Veo las islas frente a Odaiba, donde algunos pescadores
faenan mientras los cormoranes revolotean intentando robarles algún pez. Estoy
paseando por la orilla, con los pies dentro del agua y un libro bajo el brazo.
Está atardeciendo y, al fondo de la playa, veo una silueta.
Los comensales contemplaban fascinados la escena y contenían
la respiración esperando que mi antepasado se decidiera a seguir relatando su
visión.
- Es una mujer. Está desnuda, aunque me ofrece su espalda. A
sus pies hay un kimono abandonado. Decido acercarme y, al sentirme, ella se
gira… ¡¡es Ailén!!
Está preciosa –prosiguió-, realmente bella, pese a que cubre
su cuerpo con algas que me impiden admirarla en todo su esplendor. No me
importa, parecen parte de su figura. Ella sigue recogiendo algas de la orilla y
sigue engalanándose con ellas, mientras me sonríe. Me pide que la bese…
En ese momento, Ailén decidió levantarse y, por gestos, le
pidió a Le Blanc que parara aquel experimento. Le Blanc susurró: De acuerdo mi
querida amiga, pero he de despertarlo sin brusquedades. Antes de sacar del
trance al hipnotizado, éste tuvo tiempo de añadir:
- Me acerco a besarla, está muy bella. Ahora parece que sus
labios fueran también de algas…Al estrecharla, se deshace entre mis brazos,
pero alcanzo a darle un beso.
En ese momento, mi bisabuelo dejó de hablar, alterado. Se
recuperó apenas y exclamó:
- ¡Es el quinto sabor!
Umami… - involuntariamente, había
pronunciado esa palabra en japonés, que significa sabroso………..
- Señor, ¿le apetece otro pisco sour antes de empezar a
comer o prefiere probar ahora otro cocktail?- Con esa pregunta, el maître de “Las
Brujas de Cachiche” interrumpió mi relato justo en ese momento.
Creí percibir un gesto de decepción en mi interlocutor,
sentado frente a mí. Hasta este viaje, no conocía personalmente a Octavio Velásquez,
periodista de El Comercio. A su derecha, sobre el mantel de hilo, un manuscrito
apenas acabado de la biografía del Profesor Kikunae Ikeda, mi bisabuelo: el
famoso descubridor del “UMAMI”, el quinto sabor.
- Creo que ya conoce en qué terminó todo esto ¿no es cierto?
– exclamé tratando de volver a la realidad tras referirle el extraordinario relato
de mi bisabuelo.
Velásquez me miraba de hito en hito. No había abierto la
boca durante todo ese tiempo.
- El resto, ya es historia- exclamé. Poco después de todo
aquello, al regresar a Tokio, mi antepasado consiguió purificar los cristales
de glutamato monosódico precisamente de un concentrado de algas marinas. Y hoy
se utiliza para potenciar el sabor natural de los alimentos, aunque a mi me
gusta mucho más intentar descubrirlo en una loncha de jamón o en una copa de
Jerez. Dicen que ambos manjares lo poseen.
El periodista levantó la cabeza de su libreta de apuntes y
me sonrió, confirmándome que él también conocía de sobra el éxtasis que ciertos
alimentos pueden depararte.
Por supuesto, pedí otro pisco sour y otro más tras el
almuerzo.
Fue en el taxi, muy cerca de mi hotel, donde me di cuenta de
que me había dejado el idolatrado diario de mi bisabuelo en el restaurante. A
esas alturas, me convenía más telefonear desde Recepción que dar media vuelta y
plantarme de nuevo en “Las Brujas”.
Entré muy agitado en el hotel, apresurándome al mostrador de
la recepción cuando el conserje se me acercó y me dijo:
- Acaban de traerle este paquete que se había dejado en el
restaurante donde ha almorzado, señor.
Aliviado, dejé escapar el aire y aferré el diario manuscrito
de mi bisabuelo donde había consignado su viaje al Perú en 1908 y todo lo que
había acontecido después. Junto a él había una nota, en papel reciente, escrita
a mano:
“Te espero en Cachiche“.
Debajo, unos labios silueteados con carmín y una firma: Ailén.
Enrique García Luque