A veces sucede. Sin intercambiar una palabra. Ni
un monosílabo siquiera. Tampoco hace falta rozar tu cuerpo con el suyo. Basta
una mirada. A lo sumo, diez segundos en los que los ojos de ambos coinciden sin
desviarse durante ese lapso de tiempo.
Y está todo ahí: introducción, nudo y desenlace.
“Hola, qué tal. Me acabo de enamorar de ti, aunque creo que no puede ser:
viajas acompañada, ya veo”.
Luego miras a su acompañante y, Ella, a la chica
que está a tu derecha. Tratas de adivinar qué vio Ella en él. Al mismo tiempo, Ella
se está haciendo la misma pregunta, pero a la inversa.
Estáis sentados los cuatro frente a frente. El autobús
va atestado de gente. Y hasta ahora no te has percatado, justo cuando te da por
echar un vistazo alrededor tratando de que no se te note tanto el flechazo que
acabas de experimentar.
Las mismas caras, los mismos gestos: amas de casa
que vuelven de la capital; viejos con la cartilla del Centro de Salud o de la Caja de Ahorros; dedos
amarillentos de exfumadores sorprendidos en pecado mortal; solteronas de libido
a flor de piel…
Lo único que echas de menos son los soldaditos con
petate que bajaban a Ceuta – ahora la mili ya no es obligatoria – con la mirada
desnortada y el gesto de desamparo. No sabes bien por qué, te acuerdas de los
antiguos letreros – “Prohibido hablar con el conductor”, “Prohibido escupir en
el suelo” – que exhibían antes estos autobuses.
Aún queda un buen trecho para que te bajes y la
inactividad te está matando. Crees que Ella está intentando verte el tatuaje de
la muñeca. No sabes si desde ahí enfrente será capaz de leerlo completamente.
“Venga, un poco de esfuerzo y podrás hacerlo” piensas.
Y, al mismo tiempo, adelantas con disimulo el
antebrazo: “Baraka”. Esas son las
seis letras que llevas tatuadas desde hace tanto tiempo que casi no recuerdas
aquella noche en la que te lo hiciste.
Ahora que el bus ha salido del último pueblo, la
carretera comienza a desfilar paralela a la playa. De hecho, el arcén está
enterrado a trechos por la arena, aunque muy pocas dunas van quedando
A lo lejos, en el mar, te parece distinguir un
arrastrero con ganas de recalar en puerto. Vaya cojones, toda la noche
faenando. A ver lo que colocan en la lonja. Y fuera de la lonja, que ya te
conoces tú cómo se apaña el sobresueldo esta gente...
No tienes ni idea de cuánto tardarás en llegar. El
conductor se ciñe a la velocidad permitida. Delante, como si os escoltaran, un
coche de la Guardia Civil.
Adivinas el enfado del chófer con sólo verle el cogote.
El novio de la chica duerme desde hace rato.
Prefieres que no se despierte mientras haces esfuerzos por no mirarla más.
Las chumberas jalonan la carretera. Son iguales
que las de Agadir. De eso, hace ya algún tiempo. Casi cuarenta años. De los
primeros recuerdos que conservas en la memoria. Las chumberas por doquier y los
barcos dispersos por la arena de la playa. “Cárabos” los llamaban los moros.
También te acuerdas del calidoscopio que formaban los azulejos del patio
andaluz de la casa. Allí mismo donde tu madre tuvo que arrodillarse de dolor
para parirte…
Samira, la fiel Samira que ayudó haciendo las
veces de matrona, miró a la parturienta con el bebé entre sus brazos y dijo que
ese niño había recibido la bendición divina. La baraka, la suerte, le acompañaría a lo largo de su vida.
Tiene gracia, todavía estás esperando que la
maldita profecía cuaje de una vez por todas. Porque no es que se pueda
calificar de buena estrella entrar y salir del talego un año sí y otro también.
Delito contra la salud pública. Eso es lo que te tenías que haber tatuado en la
muñeca. Bueno, ya estás fuera de nuevo y algo te hace creer que la cosa va a
cambiar. Tiene que cambiar.
Lo mejor que puedes hacer ahora que estás en
circulación de nuevo es volverte a Agadir, poner en regla los papeles de la
herencia e intentar reabrir el negocio que te dejó tu padre.
Ahora es Ella la que duerme. Es cuando aprovechas
para observarla a tu antojo. Mirarla
duele, de guapa que es. Duerme confiada, abandonada a no se sabe bien qué
divinidad. Estira las piernas y te ves obligado a cambiar de postura para no
incomodarla con tus pies. Sería como un sacrilegio perturbar su sueño.
De trecho en trecho, se sigue viendo el mar a lo
lejos. Prácticamente, tiene el mismo color que al otro lado del Estrecho. Bueno,
menos cuando después de las tormentas la rambla se inundaba y teñía el océano de
marrón justo en la desembocadura. Te encantaba encaramarte al barranco para ver
la mancha terrosa desde allí, con Agadir al fondo. Esa imagen te ha seguido
acompañando, a lo largo de la vida, al
contemplar el agua sucia que busca el sumidero en algunos calabozos…
El autobús se detiene y el chófer anuncia la
parada. Es entonces cuando, casi al mismo tiempo, os levantáis Ella y tú y
tratáis de haceros con los equipajes, que están en la redecilla sobre vuestras
cabezas. Habéis tropezado uno con otro y tú te disculpas torpemente. Ella sale
al pasillo del bus y se dirige ya hacia la puerta. Sola. El que creías su novio
sigue durmiendo tan ricamente, ajeno a toda la historia que te has montado en
la cabeza. Ella se vuelve y mira y se da cuenta de que tú también descenderás
solo. La que creía tu novia no es otra que una chica que se sentó a tu lado
desde que subiste al bus. Nadie más baja en esa parada.
Os dedicáis una mirada cómplice, cargada de sobrentendidos.
Justo entonces vuelves a acordarte de la vieja Samira y suplicas que esta vez
la profecía se cumpla. Por si acaso, te tientas el tatuaje y casi puedes reconocer
las seis letras al tacto: “Baraka”.
Buena estrella.
Es ahora cuando sabes quién te va a redimir.
Aunque, pensándolo bien, puede ser que alguien la
esté esperando a la vuelta de la próxima esquina…
Enrique García Luque
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si no tienes perfil como usuario pincha en anónimo.
Escribe tu mensaje e indica quién lo hace.