jueves, 1 de octubre de 2015

“BARAKA”

A veces sucede. Sin intercambiar una palabra. Ni un monosílabo siquiera. Tampoco hace falta rozar tu cuerpo con el suyo. Basta una mirada. A lo sumo, diez segundos en los que los ojos de ambos coinciden sin desviarse durante ese lapso de tiempo.
Y está todo ahí: introducción, nudo y desenlace. “Hola, qué tal. Me acabo de enamorar de ti, aunque creo que no puede ser: viajas acompañada, ya veo”.
Luego miras a su acompañante y, Ella, a la chica que está a tu derecha. Tratas de adivinar qué vio Ella en él. Al mismo tiempo, Ella se está haciendo la misma pregunta, pero a la inversa.
Estáis sentados los cuatro frente a frente. El autobús va atestado de gente. Y hasta ahora no te has percatado, justo cuando te da por echar un vistazo alrededor tratando de que no se te note tanto el flechazo que acabas de experimentar.
Las mismas caras, los mismos gestos: amas de casa que vuelven de la capital; viejos con la cartilla del Centro de Salud o de la Caja de Ahorros; dedos amarillentos de exfumadores sorprendidos en pecado mortal; solteronas de libido a flor de piel…
Lo único que echas de menos son los soldaditos con petate que bajaban a Ceuta – ahora la mili ya no es obligatoria – con la mirada desnortada y el gesto de desamparo. No sabes bien por qué, te acuerdas de los antiguos letreros – “Prohibido hablar con el conductor”, “Prohibido escupir en el suelo” – que exhibían antes estos autobuses.
Aún queda un buen trecho para que te bajes y la inactividad te está matando. Crees que Ella está intentando verte el tatuaje de la muñeca. No sabes si desde ahí enfrente será capaz de leerlo completamente. “Venga, un poco de esfuerzo y podrás hacerlo” piensas.
Y, al mismo tiempo, adelantas con disimulo el antebrazo: “Baraka”. Esas son las seis letras que llevas tatuadas desde hace tanto tiempo que casi no recuerdas aquella noche en la que te lo hiciste.
Ahora que el bus ha salido del último pueblo, la carretera comienza a desfilar paralela a la playa. De hecho, el arcén está enterrado a trechos por la arena, aunque muy pocas dunas van quedando
A lo lejos, en el mar, te parece distinguir un arrastrero con ganas de recalar en puerto. Vaya cojones, toda la noche faenando. A ver lo que colocan en la lonja. Y fuera de la lonja, que ya te conoces tú cómo se apaña el sobresueldo esta gente...
No tienes ni idea de cuánto tardarás en llegar. El conductor se ciñe a la velocidad permitida. Delante, como si os escoltaran, un coche de la Guardia Civil. Adivinas el enfado del chófer con sólo verle el cogote.
El novio de la chica duerme desde hace rato. Prefieres que no se despierte mientras haces esfuerzos por no mirarla más.
Las chumberas jalonan la carretera. Son iguales que las de Agadir. De eso, hace ya algún tiempo. Casi cuarenta años. De los primeros recuerdos que conservas en la memoria. Las chumberas por doquier y los barcos dispersos por la arena de la playa. “Cárabos” los llamaban los moros. También te acuerdas del calidoscopio que formaban los azulejos del patio andaluz de la casa. Allí mismo donde tu madre tuvo que arrodillarse de dolor para parirte…
Samira, la fiel Samira que ayudó haciendo las veces de matrona, miró a la parturienta con el bebé entre sus brazos y dijo que ese niño había recibido la bendición divina. La baraka, la suerte, le acompañaría a lo largo de su vida.
Tiene gracia, todavía estás esperando que la maldita profecía cuaje de una vez por todas. Porque no es que se pueda calificar de buena estrella entrar y salir del talego un año sí y otro también. Delito contra la salud pública. Eso es lo que te tenías que haber tatuado en la muñeca. Bueno, ya estás fuera de nuevo y algo te hace creer que la cosa va a cambiar. Tiene que cambiar.
Lo mejor que puedes hacer ahora que estás en circulación de nuevo es volverte a Agadir, poner en regla los papeles de la herencia e intentar reabrir el negocio que te dejó tu padre.
Ahora es Ella la que duerme. Es cuando aprovechas para observarla a tu antojo.  Mirarla duele, de guapa que es. Duerme confiada, abandonada a no se sabe bien qué divinidad. Estira las piernas y te ves obligado a cambiar de postura para no incomodarla con tus pies. Sería como un sacrilegio perturbar su sueño.  
De trecho en trecho, se sigue viendo el mar a lo lejos. Prácticamente, tiene el mismo color que al otro lado del Estrecho. Bueno, menos cuando después de las tormentas la rambla se inundaba y teñía el océano de marrón justo en la desembocadura. Te encantaba encaramarte al barranco para ver la mancha terrosa desde allí, con Agadir al fondo. Esa imagen te ha seguido acompañando,  a lo largo de la vida, al contemplar el agua sucia que busca el sumidero en algunos calabozos…

El autobús se detiene y el chófer anuncia la parada. Es entonces cuando, casi al mismo tiempo, os levantáis Ella y tú y tratáis de haceros con los equipajes, que están en la redecilla sobre vuestras cabezas. Habéis tropezado uno con otro y tú te disculpas torpemente. Ella sale al pasillo del bus y se dirige ya hacia la puerta. Sola. El que creías su novio sigue durmiendo tan ricamente, ajeno a toda la historia que te has montado en la cabeza. Ella se vuelve y mira y se da cuenta de que tú también descenderás solo. La que creía tu novia no es otra que una chica que se sentó a tu lado desde que subiste al bus. Nadie más baja en esa parada.
Os dedicáis una mirada cómplice, cargada de sobrentendidos. Justo entonces vuelves a acordarte de la vieja Samira y suplicas que esta vez la profecía se cumpla. Por si acaso, te tientas el tatuaje y casi puedes reconocer las seis letras al tacto: “Baraka”. Buena estrella.
Es ahora cuando sabes quién te va a redimir.
Aunque, pensándolo bien, puede ser que alguien la esté esperando a la vuelta de la próxima esquina…


Enrique García Luque

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