Su abuela Josefa era una de aquellas gaditanas que se hacían
tirabuzones con las bombas que tiraban los fanfarrones. Mientras, su abuelo, Cayetano,
patrullaba por las marismas enfrentándose a los soldados del pequeño corso. Era
la época en la que españoles de ambos hemisferios habían acudido a la ciudad,
libre del invasor francés, para redactar nuestra primera constitución, la Pepa.
Aquélla que establecía obligaciones para los españoles, como profesar amor a la
patria y ser justos y benéficos.
Su padre, José María se casó con Mercedes, una portuense
emprendedora con la que se inició en el negocio de los tejidos, llegando a
conseguir un importante patrimonio y notoriedad a nivel local, que le llevó a
ocupar el sillón de Kichi y a que su generosa entrega a su ciudad se le
reconociese con el nombre de una calle.
En esta familia acomodada vino al mundo Victoria, siendo
bautizada en la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario, a los pocos días de
nacer, como era costumbre en esa época. Imagino su infancia en el Barrio de la
Viña, de mañanas de bullicio, tardes de paseo por La Caleta, observando el
devenir de los navíos que traían azúcar, café, tabaco y cacao de las últimas
colonias de ultramar; los cantos de los negros en el puerto; las mañanas de
domingo al sol en la Plaza de la Catedral, después de misa.
No debió ser fácil para ella cambiar su ciudad alegre,
próspera y luminosa por otra del interior, decadente, triste y resignada, de
inviernos recios y veranos imposibles. Pero el amor todo lo puede, y la ilusión
de compartir su vida con aquel joven con estudios, de prometedora carrera,
buenos modales, amigo de su hermano Cayetano, le animaron a aceptar su
proposición de matrimonio, iniciando una
nueva vida, lejos de su familia, a quien ya sólo podría ver en muy
contadas ocasiones.
La mayor satisfacción para una mujer y esposa era traer vida
al mundo y hacerla crecer. Era la manera de sentirse realizada y plena. Lo
contrario, el no conseguirlo, le convertía en una persona frustrada e
intrascendente. Por eso estoy seguro de que las mayores alegrías de su vida
hubieron de ser el día en que supo de su primer embarazo y el del nacimiento de
su primogénito varón, José María. Y el día más triste, aquél de su muerte al
poco de nacer. Un golpe duro de asimilar, que se sobrellevaba por aquellas
mujeres entrenadas para el dolor y la resignación desde niñas, con una
convivencia íntima con la enfermedad y la muerte, que estaban de continuo en
casa y que no se escondían tras la asepsia de un hospital o un tanatorio; y
también por tardes de piadoso rosario, mientras pelaban habichuelas o hacían
labores de costura.
El consuelo le vino al quedar nuevamente encinta y dar a luz
a su hija, a la que quiso poner el nombre de su madre, Mercedes.
Pero nuevamente poco le duró la alegría. A los pocos meses, a
la edad de 22 años, una enfermedad en la sangre se la llevó, dejando aquí las
promesas de una vida plena, de entrega a su marido y a sus hijos, de ver nacer
a sus nietos, pero llevándose sobre todo la preocupación por el futuro de su
pequeña. Imagino sus esfuerzos y sus oraciones por vivir un día más y otro más,
para no dejarla sola, para superar la desgracia inminente y la frustración de
una vida en pleno florecimiento.
Victoria del Toro Quartiellers dejó este mundo, en esta,
nuestra entonces levítica ciudad, un día de junio de 1876. Una lápida con su
nombre en el Cementerio de San Rafael, en el que desde entonces ha sido el
panteón familiar, así lo recuerda. No pudo conocer del éxito profesional de su
marido, ni la relevancia que llegó a alcanzar su hermano Cayetano, allá en su
ciudad natal, alcalde como su padre e incansable benefactor, y el
reconocimiento masivo que se le brindó el día de su muerte.
Tampoco vio crecer a su hija Mercedes, ni ver nacer a sus
nietas, Victoria, Mercedes y Mariana. Todas ellas, al igual que sus biznietos
solamente pudieron conocerla a través de vagas referencias y de un retrato que
durante todos estos años habitó los pasillos de la casa familiar. Un retrato de
esos de antepasados, que nos observan con la severidad de quien parece saber de
nuestros vicios y debilidades, de quienes recibimos una mirada inquisitiva que
no somos capaces de mantener, avergonzados por no ser fieles al legado y al
honor familiar.
Hace unos meses llegó ese retrato a mis manos. No me conformé
con colgarlo en una pared, como un adorno más. Quise saber de su historia y
rendir tributo a su memoria, para que siga viva a través de su tataranieto.
Manuel del Rey Alamillo