En una de esas largas tardes de verano he rebuscado entre los clásicos de mi juventud, entre los volúmenes que leí en parecidas tardes treinta o treinta y cinco años atrás. Y me he tropezado con La Feria de los discretos, esa novela de acción que Pío Baroja situó en nuestra ciudad, tras una visita que le hizo en el año 1904, aunque el contexto de la novela se sitúa en los días de la revolución de 1868.
No he podido resistir releer
esas páginas, ya amarillentas por el paso de los años, y sumergirme en las
peripecias de Quintín, protagonista de la novela, recién llegado a Córdoba tras
unos años de estudios en Eton (Inglaterra).
No contento con eso, una vez
releída buena parte de la novela, y guiado por mi innata curiosidad, he
desafiado a la canícula y me he echado a la calle para recorrer los espacios
que describe el insigne novelista.
Mucho ha cambiado nuestra
ciudad desde entonces, aunque aún podemos encontrar casi intactos algunos de
los lugares que aparecen en la narración.
Para llegar a su casa familiar
en la calle Librerías, hoy Diario Córdoba,
junto a la Cuesta de Luján. Espacio este, el de la zona del
Ayuntamiento, también muy cambiado en su configuración.
Muy cercana se encuentra una
casa que aún pervive, en la esquina entre la citada calle y la de la
Espartería, y a la que también se refiere el escritor vasco:
“En la misma calle, esquina a la Espartería, en una casa en cuyo chaflán hay una cruz de hierro, habitaba un capitán de migueletes retirado, don Matías Echevarría”.
También describe la cercana
Plaza de la Corredera, lamentando cierta decadencia, dado el estado de abandono
de las viviendas, y la reciente construcción de un mercado en su centro,
pervirtiendo la finalidad para la que fue construida, que no fue otra que la de
ser el corazón de la ciudad, lugar de autos de fe, ejecuciones a garrote vil,
corridas de toros, con Pedro Romero y Pepe Hillo…
El protagonista es aficionado
a perderse callejeando por lo que hoy es el casco antiguo de la ciudad. La
descripción de lo que ve no es muy distinta de la que podría expresar un
viajero en nuestros días:
“Las calles delante de él se estrechaban, se ensanchaban hasta formar
una plazoleta, se torcían sinuosas, trazaban una línea quebrada. Los canalones,
terminados en bocas abiertas de dragón, se amenazaban desde un alero a otro, y
las dos líneas de los tejados, rotas a cada momento por el saliente de los
miradores y de las azoteas, limitaban el cielo, dejándolo reducido a una cinta
azul, de un azul muy puro. Terminaba una calle estrecha y blanca, y a un lado y
a otro se abrían otras, igualmente estrechas, blancas y silenciosas”.
El citado aristócrata
personifica la decadencia de las casas nobiliarias de la ciudad, su ruina
económica, viniendo a ser sustituidos por familias de la burguesía ascendente,
comerciantes y sorianos tratantes de ganado.
Posesiones emblemáticas de la
misma familia fueron la Huerta de San Antonio, en la que casi todos hemos hecho
algún retiro espiritual, y la finca El Capricho, en Alcolea, en la que habremos
asistido a alguna boda, y que más tarde adquirió el hermano del célebre torero
Guerrita.
Como decía, mucho ha cambiado
Córdoba desde entonces, y mucho también los cordobeses, pese a que se suela
decir lo contrario. Aunque aún permanezcan en la fisionomía de la ciudad y en
nuestro carácter algunos de los rasgos esenciales que aparecen en el libro.
Para bien y para mal.
Manuel del Rey Alamillo