viernes, 25 de diciembre de 2020
martes, 1 de diciembre de 2020
DIOSES, SEMIDIOSES Y OTROS ÍDOLOS
Una
de las características de la mitología clásica consiste en la estrecha
interacción existente entre dioses y hombres. Aunque los dioses griegos eran
amorales y les importaba bien poco la virtud de los humanos, sí tomaban partido
por unos u otros y se implicaban en los conflictos de aquí abajo de forma
directa, casi diríamos presencial.
De
estas estrechas relaciones surgieron los semidioses, seres nacidos de un dios y
una mujer o de un hombre y una diosa. Eran hombres de cualidades
extraordinarias que estaban destinados a llevar a cabo grandes hazañas, que
perduran en la memoria colectiva miles de años después: Aquiles, Hércules,
Perseo…
Se
trata no obstante de personajes mitológicos. No nos deben llevar a confundir la
realidad con la ficción como le ocurría a aquel personaje del Quijote que
discutía con el cura comparando las hazañas de Amadís de Gaula con las del Gran
Capitán. A lo que el cura, con toda razón le replicaba que cómo iba a comparar
a un personaje de ficción con otro real. Para aquél este matiz era irrelevante.
Ocurre
sin embargo que en nuestra complicada manera de ser como sociedades somos
aficionados a crear semidioses. Personajes que siendo mortales de carne y hueso,
padeciendo las mismas debilidades y limitaciones que tú y yo, nos empeñamos en
rodear de cualidades extraordinarias, más que las que de por sí tienen. Y en
cuanto a sus debilidades, quedan ocultas o las pasamos por alto, necesitados
como estamos de creer en su semidivinidad.
En
relación con esto último resulta curioso que en el tiempo de la imagen, de la
información, sigamos produciendo estos mitos pese a que sus logros, vista la
repetición de la jugada en la soledad de nuestro salón, no nos deberían parecer
tan extraordinarios.
Hace
unos días nos dejó uno de estos semidioses: Diego Armando Maradona. Sus virtudes
futbolísticas están fuera de toda duda. Nadie ha sabido manejar el balón como
él. Doy fe de que verle calentar era todo un espectáculo. Le vi jugar en
directo dos veces, con dos camisetas distintas, de dos equipos españoles que
resultaron los menos trascendentes de su carrera.
No
me pareció sin embargo que fuese un jugador más resolutivo, más capaz de
revertir el resultado de un partido él solo, que otros que he podido ver, que
le han superado en otras cualidades: gol, llegada, visión de juego, fuerza, velocidad,
concentración, compromiso…
Seis
años, sólo seis, estuvo en la cumbre, ganando un Mundial, llegando a otra
final, y en su club, el Nápoles, dos ligas y una copia de la UEFA. Magro
historial en comparación con algunos de nuestros internacionales actuales o
recientes.
¿Qué
tuvo entonces que no tuvieran otros? Para empezar un territorio abonado. Un
país donde el fútbol es religión y necesitado de ídolos que le rediman de su
pobreza y de su fracaso como nación. Y una ciudad, Nápoles, donde la
inmoralidad y el vicio son pecado venial que se perdona a cambio de un regate
imposible el domingo por la tarde.
Pero
sobre todo, Maradona estuvo en el lugar y el momento preciso. Hizo su mejor
partido y consiguió sus dos goles más famosos, la mano de Dios y el mejor gol
de la historia, en un Mundial, ante Inglaterra, tres años después de la Guerra
de las Malvinas. La venganza perfecta. Por una vez, a través del juego, se
imponía un modelo de sociedad tramposa e individualista sobre otra occidental,
aburrida, donde priman el cumplimiento de las normas y el orden colectivo. Para
colmo terminaron ganando el Mundial.
Entre
nosotros hemos tenido personajes míticos que por sus cualidades en su menester
han marcado a una generación y que hoy día son legendarios. Muy propenso a ello
ha sido el mundo del toro: la muerte en la plaza en el momento más álgido de su
carrera, Manolete o Joselito, o el órdago que hubieron de jugarse otros con la
muerte, como El Cordobés, les confirieron unos rasgos sobrehumanos.
Parece
como que las sociedades latinas y sureñas serían más propensas a la idolatría
que otras más septentrionales. Y que la profusión de imágenes de los personajes,
en todas las posturas y situaciones de su vida podría trivializarlos,
humanizarlos. Sin embargo conocemos un personaje que se sale de tales
parámetros: Diana de Gales. En los años ochenta, en el inicio de la epidemia de
SIDA que mató a millones de personas de todo el mundo, los enfermos estaban
estigmatizados y marginados de la sociedad cuando aún no se conocían del todo
los medios de transmisión de la enfermedad. Lady Di apareció en una conocida
imagen abrazando a un niño negro enfermo de SIDA. La imagen era de por sí
llamativa, pero se convierte en desconcertante viniendo de un personaje de la
Familia Real británica, de siempre poco propensa al populismo. Su prematura
muerte, aún joven y cuando parecía recomenzar su vida con otro cuento de hadas
vinieron a consagrarle como uno de los personajes contemporáneos más venerados
en su país y en los de su entorno cultural, llegando a ser comparada con la
gran santa del Siglo XX, Madre Teresa de Calcuta.
La
música es capaz de congregar multitudes que se sienten arropadas estado
rodeadas de otros que visten igual, con los que comparten similares valores,
llegando a vivirse momentos de auténtico paroxismo colectivo. Precisamente un
músico, también de la Pérfida Albión, es nuestro siguiente personaje: John
Lennon. Si a su excepcional talento musical unimos unas letras sencillas, con
mensajes poco elaborados pero que transmiten ideas que llegan al corazón de
millones de personas, y una muerte también prematura y traumática, tenemos el
cóctel perfecto para otro semidios.
También
la figura de Verdi ha experimentado la confluencia de una constelación de
estrellas. Gran músico, especializado en un género en plena eclosión en su
época, la ópera. A su inmensa popularidad contribuyó su adhesión a la causa de
la Unificación italiana, plasmada en uno de los himnos que se identificó con
este movimiento, el “Va pensiero” de la ópera Nabucco, un coro de esclavos
hebreos que cantan con nostalgia a su patria perdida “O mia patria, si bella e
perduta”. Dio nombre a uno de los lemas de los insurgentes, Viva VERDI, que en
realidad era un acrónimo de Viva Vittorio Emanuelle Re d’Italia (Viva Victor
Manuel, Rey de Italia). A su funeral acudieron más de 300.000 personas.
Me
resulta curioso que muchos jóvenes que se definen como pacifistas,
buenrollistas de izquierda caniche como diría Juan Manuel de Prada, porten
camisetas con la imagen de un asesino despiadado, que sembró la muerte y la
pobreza por allá por donde pasó: el Che Guevara. Portar esa imagen es un
símbolo de rebelión contra el sistema, contra cualquier sistema, es la
revolución nihilista, sin ideas, la revolución por la revolución. Pasemos por
alto el fusilamiento de opositores, de campesinos, los campos de concentración
para disidentes y homosexuales… Un héroe de la democracia y la libertad. Pues
eso es para cierto imaginario colectivo.
Otro
tanto ocurre con el Dalai Lama. Estamos acostumbrados a escuchar a actrices y
cantantes famosas mostrando su admiración y su adhesión a los postulados del
Dalai Lama, un señor que ha hecho de la austeridad radical y su rechazo a toda
forma de hedonismo su modo de existencia. Y lo hacen desde sus opulentas
mansiones de Malibú o la Costa Azul enfundadas en vestidos de 3.000 euros. Y es
que el Dalai Lama es muy cool en ciertos ámbitos en los que el envoltorio es
más importante que el contenido.
Como
se puede ver, las masas necesitan seguir a determinadas referencias, que
encarnen los valores supremos que desean imponer y que guíen sus vidas. La
imagen, como hemos visto, resulta fundamental, más incluso que la verdad del
personaje. Bien lo sabían los primeros dictadores y emperadores romanos. César,
que era calvo y enclenque, y Augusto que tampoco era un prodigio físico, se
hacían representar en esculturas que mostraban una fortaleza física y sobre
todo anímica, que transmitía seguridad a los ciudadanos de Roma que
contemplaban sus retratos en piedra a la entrada de la ciudad.
Seguiremos
creando ídolos. Algunos están por venir. Y quizás se trate de personajes que
ahora mismo nos resultan anodinos o incluso ridículos. Pero la casualidad les
llevará a estar en el momento y el lugar adecuados.
Manuel del Rey Alamillo