Como suele ser
habitual cada cuatro años por estas fechas el mundo ha dejado de estar
preocupado por el régimen chavista, el gordito de Corea del Norte, la crisis de
los refugiados o la depreciación de la libra. Es en estos días cuando algunos
gobiernos en países como el nuestro aprovechan para aprobar medidas impopulares
en el ámbito social o laboral, ya que van a pasar desapercibidas.
Y es que el mundo
entero mira al Mundial de Fútbol. Y seguirá mirándolo y siendo objeto de
comentario en bares y redes sociales hasta el momento en que el capitán de la
selección ganadora ice el trofeo que la
acredita como campeona del mundo y el
equipo entero dé la vuelta al campo exhibiendo el trofeo conseguido. En los
últimos tiempos en estas ceremonias se suelen hacer acompañar los jugadores de
sus hijos de corta edad, que suelen tener cara de que los acaban de despertar
de su plácido sueño, y de sus novias o esposas, normalmente artistas o modelos
de segunda división que intentan aprovechar la ocasión para hacerse visibles y así relanzar sus carreras.
Comienzan entonces
unas celebraciones públicas con cantos y frasecillas infantiles que normalmente
miro de soslayo por la vergüenza ajena que me provocan. Es habitual por ejemplo
que los protagonistas de la victoria sean subidos en un autobús descubierto y
exhiban el trofeo conseguido por las calles de la ciudad entre aclamaciones de
júbilo popular. El desfile termina ante las autoridades políticas que a quienes
se ofrece la victoria como representantes de la ciudadanía.
Algunos de los
gestos y ritos con los que se celebra la victoria vienen de muy antiguo. Basta
con examinar por ejemplo el modo con el que se celebraba un triunfo militar en
las calles de Roma cuando recibían al ejército victorioso. Nos lo cuenta mi
admirada Mary Beard y lo tenemos también representado en algunos monumentos
conmemorativos que nos han llegado hasta nuestros días, como el Arco de Tito o la Columna de Trajano.
El triunfador
entraba en Roma por la
Porta Triumphalis , seguido del ejército que lo aclamaba a las
voces de VIVA, TRIUNFO, y desfilaba hasta el Capitolio. Iba en un carro dorado
tirado por cuatro caballos blancos y normalmente estaba rodeado por sus hijos;
más atrás, familiares y clientes acompañaban el carruaje vestidos con la toga
cándida. El triunfador llevaba la túnica picta y la cabeza coronada de laurel;
tras él, un esclavo sostenía sobre su cabeza una corona de oro mientras le
gritaba al oído hominem te esse memento
(recuerda que eres hombre). Abría el cortejo el botín de guerra, las insignias
con los nombres de los pueblos vencidos y los dibujos de los territorios
conquistados; a continuación, encadenados, iban los prisioneros ilustres con
sus familiares. El ejército dirigía al
general victorioso cantos en los que se mezclaban burlas y bromas con las
alabanzas. El ritual finalizaba con la ofrenda y sacrificio de unos bueyes en
el templo de Júpiter.
Cuando se celebraba
una victoria menor el ritual era parecido, sólo que en lugar de sacrificar
bueyes se sacrificaban ovejas, de ahí que en estos casos lo que se celebraba
era una ovación (de ovis, oveja). Aún
hoy pese a la evolución del sentido de la palabra, en la tauromaquia se sigue
manteniendo la ovación como un premio menor, por debajo del que supone la
consecución de un trofeo y la consiguiente vuelta al ruedo.
El Arco de Tito, que
aún podemos contemplar en el Foro Romano, fue edificado para conmemorar la
victoria conseguida por el General Tito frente a los judíos en el año 71 de
nuestra era. Conllevó la destrucción del templo de Jerusalén y la llamada
diáspora del pueblo judío. En los relieves del arco se puede ver el desfile
triunfal, en el que porteadores sostienen el botín de guerra obtenido, siendo
los objetos más visibles la menoráh o candelabro de siete brazos y las
trompetas de plata.
También hoy los
campeones exhiben el botín (el trofeo) ante sus seguidores, dando la vuelta al
campo acompañados de familiares y después por las calles de la ciudad entre
gritos y cánticos de burla unos y de alabanza otros. Se echa de menos la exhibición
de los enemigos encadenados para que el público pudiera dirigirles sus sinceros
deseos, pero tampoco vendría mal que un esclavo les recordase a esos muchachos
de vez en cuando que como hombres que son, algún día acompañarán a Caronte por la Laguna Estigia a
otro mundo en el que quizás no les sirvan de mucho los reconocimientos
terrenales.
Manuel del Rey
Alamillo