En
un edificio de la Avenida
de Cádiz, de cuyo número no consigo acordarme, no ha mucho tiempo que vivía una
chatungui de las de chándal los domingos, lencería del Bershka, piso de 80 metros de un solo
cuarto de baño y Opel Corsa en la puerta. Lentejas los lunes, cocido los
martes, fabada los miércoles, sopas, revueltos y pastas los restantes, y
Telepizza o chino para cenar, consumían las tres partes de su salario de
mileurista. Tres vestidos, dos camisas y dos minifaldas alternaba durante la
semana, apoyados en unos tacones de Maripaz, y el finde se pasaba a los
vaqueros, camiseta y deportivas del Decatlon. Vivía con su marido, director de
la sucursal de la Caja ,
la oficina del barrio, buena persona, honesto, de fiar, sin ambiciones, poco
pelo a sus cuarenta y tres y corbata bajo el jersey de pico. Frisaba la edad de
nuestra chatungui con los cuarenta años. Era de complexión fibrosa, buen tipo,
resultona, aunque de caderas un poco anchas y amiga del deporte. Su nombre,
porque así lo quiso su madre, María de la Purificación , aunque
en el barrio le llamaban Mari Puri. Mari Puri la de la perfumería. Lo que voy a
contar está basado en hechos reales.
Es,
pues, de saber que esta sobredicha chatungui, los ratos que estaba ociosa en la
perfumería, se daba a leer revistas de moda, con tanta afición y gusto, que
olvidó casi de todo punto el ejercicio del deporte y el cuidado de la casa; y
llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que se quitó del gimnasio al
que iba a nadar los martes para poder comprar todas las revistas de moda.
Telva, Elle y Vogue no podían faltar cada mes, y si podía se hacía con la
edición francesa. Le embriagaba la emoción de retirarle el plástico a la
revista, ver el obsequio que traía ese número, respirar el olor de las letras
recién impresas en el papel, su tacto, y mirar con deleite durante unos minutos
a la modelo que llevaba en la portada, una chica de pensamientos botánicos (no
digo esto porque fuese aficionada a la horticultura o la jardinería, sino
porque sus pensamientos son parecidos a los de una planta).
Tanto se obsesionó que si no había
clientes en la tienda estaba siempre leyendo tales revistas, o se salía a la
calle a cambiar impresiones con Charo, la de la zapatería. Y discutían sobre
Pradas, Armanis, Yimichús y Dolchegavanas durante horas y horas.
En resolución, ella se enfrascó
tanto en su lectura, que se le pasaban las mañanas leyendo; y así, del poco
trabajar y tanto leer revistas, se le secó el cerebro de manera que vino a
perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en las
revistas de moda, así de perfumes como de modelos, lencería, taconazos,
restaurantes de moda o viajes exóticos; y asentósele de tal modo la imaginación
que era verdad toda aquella máquina de aquellas fotos que veía, que para ella
no había otro modo de vestir y vivir en el mundo.
En efecto, rematado ya su juicio,
vino a dar en el más extraño pensamiento que dio loca al mundo, y fue que le
pareció convenible y necesario, así para el aumento de su fama como de su
cuenta corriente, hacerse influencer y colgar en todas las redes sociales miles
de fotos suyas en los rincones más pintorescos de su barrio, el Sector Sur, ataviada
con los trapos, calzados y abalorios que veía cada día en las revistas de moda.
AQUEL
DÍA EN LA COMPRA
No
fue esta una idea que le viniese a la cabeza en una noche de insomnio. Pero si
hubo un momento que le lanzó a decidirse fue aquella mañana que le tocaba
librar en la tienda de zapatos y se fue a hacer la compra para la semana. En la
cola de la pescadería se colocó detrás de una señora en bata de guatiné, fea
como un duende, que la miraba de soslayo para vigilarla, no fuera a colarse, y
que interponía entre ambas un enorme carrito de la compra del que asomaban
puerros y acelgas. En el mostrador, el pescadero cortaba con presteza las
cabezas de las pescadas y arrojaba chorros gelatinosos de boquerones en
cucuruchos de papel de estraza. Vociferaba los precios de almejas, calamares, acedías…
Se
imaginó haciendo lo mismo, la compra, pero en Champs Elysees o en South
Kensington. En esos lugares no podía existir esa fealdad. En esos lugares la
gente no compra puerros ni pescadillas. En las películas sólo llevan lechuga
empaquetada, dos piezas de fruta y una baguet calentita. Y la dependienta es
una piba con un tipazo que exhibe un colgante de Tifanis.
Y
decidió que debía dar un gran salto adelante en su vida.
Lo
primero, un nombre. No podía seguir siendo Maripuri la de la perfumería. Los
nombres conquistan devociones. En las revistas no sale ninguno feo. Y si sale
uno, se convierte en bonito.
Por
supuesto su nombre no podía depender de esa lengua vulgar, el castellano, que
es la que se habla en la frutería y en la pescadería del barrio, y en la cola
del Mercadona. Su nombre no podía ser de la lengua del tal Cervantes, el de los
dibus de cuando chica, sino de la de Coco Chanel, la del mítico perfume, que
tan bien suena cuando lo anuncian en la tele.
Después
de varias noches entre el sueño y la vigilia dio con el nombre adecuado para su
nueva dedicación de influencer: Maguí de la Puguificasio du Champ
de la Veguité.
RAFAEL,
EL MARIDO
Como
todos los días, Rafael se quedó el último en el banco, revisando los
expedientes de los pocos morosos que tenía en su oficina.
En
otros tiempos, antes de la crisis, antes de ser nombrado director, siguieron
una política de crédito más expansiva. Dieron préstamos a todo el barrio para
que rehabilitasen sus casas del Campo de la Verdad , para remodelar sus cocinas y cuartos de
baño, para comprarse una parcela. A algunos les vendieron participaciones
preferentes. Al principio no entendía lo que eran. Luego se lo explicaron y
consiguió captar en qué consistían, aunque no llegó a entender lo de
preferentes. Lo que sí es verdad es que con ese nombre se vendían como churros.
Luego
vino la crisis. La gente del barrio empezó a quedarse sin trabajo. Y a no pagar
las mensualidades de los préstamos.
Quien
pagó los platos rotos fue el director, un joven de treinta y pocos años, de
ETEA, traje oscuro y corbata y modales un tanto remilgados. Se fue con lágrimas
en los ojos, lleno de rabia e impotencia. No había hecho más que lo que le
habían pedido desde arriba. Dar muchos préstamos, vender preferentes.
Y
pensaron en él, Rafael, como director. Él lo recibió con gran orgullo y su
Maripuri con gran frustración, cuando comprobó que la cifra de su nómina apenas
subía.
Se
puso la cazadora que solía llevar en esta época de entretiempo, apagó las
luces, activó la alarma y cerró la puerta. En la calle había ambiente de
primavera. La gente se animaba a tomar una caña al salir de trabajar. Se paró a
tomar unos caracoles en el puesto. Entre sorbo y sorbo se abstraía pensando en
lo que iba a hacer durante el fin de semana. El sábado por la mañana iría a ver
el partido del equipo de su niño, Rafalito. Tenía un partido importante, si
ganaban podían quedar entre los cinco primeros de su grupo. Rafalito estaba muy
ilusionado con la marcha del equipo, y porque hace dos semanas metió su primer
gol, de cabeza en un corner. Su padre, Rafael, lo recordaba de continuo, el
mejor gol de su vida, junto con el de Iniesta. El domingo no jugaba el Córdoba
en casa, así que se irían a la parcela de su hermana a pasar la tarde.
Como
solía ocurrir, cuando fue a pagar ya se le había adelantado otro sorbedor de
caracoles, Antonio el de la peluquería de caballeros, que le miraba esperando
un gesto de agradecimiento por la invitación. Dio las gracias y se encaminó a
casa, a diez minutos andando, con la satisfacción de sentirse valorado y
apreciado por la clientela, que eran sus vecinos de barrio.
Al
ir a abrir la puerta del bloque saludó a Doña Fuensanta, la del bajo, que se
pasaba la vida mirando a quien entraba y salía del bloque. Subió hasta su
planta, abrió la puerta de su piso y al entrar pensó que se había equivocado de
planta. ¡Cómo podía ser, si había abierto la puerta con su propia llave, la
misma de siempre!
Las
dudas se le despejaron cuando apareció su esposa Maripuri por el comedor. La
veía distinta, se había cambiado el peinado, llevaba un vestido que enseñaba
unos hombros modelados y bronceados, y parecía más alta por el efecto de los
tacones, ya que no se había quitado los zapatos, cosa que siempre había hecho
al llegar a casa para evitar molestar a la familia del tercero.
-
Mamá, ¿Qué ha pasado
con mi sillón de orejas? ¿Y nuestro sofá? ¿La mesa camilla?
-
Gordito, me he cansado
de este salón casposo de cuéntame y he decidido hacer un cambio ¿te gusta?
Efectivamente
el cambio era notable, las curvas habían sido sustituidas por líneas rectas, las enagüillas por una mesa baja que sostenía
un gran cubo de metacrilato lleno de bolas de colores.
-
Pero cariño, mi sillón
de orejas, que lo heredé de mi padre y de mi abuelo, donde veo los partidos de
la tele, donde Rafalito se sienta en mis rodillas para verlos conmigo, de donde
salté cuando el gol de Iniesta y el ascenso del Córdoba a Primera! ¿No lo
podías haber dejado en su sitio?
-
Sí mi amor, pero es que
no pega con el sofá nuevo que he traído del IKEA, no lo entiendes? Tenemos que
evolucionar, no nos podemos quedar siempre igual.
-
Y en qué mesa vamos a
comer?
-
Rafael, por favor, no
empieces a poner pegas, no coartes mi creatividad. Eso son minucias.
Rafael
elevó la vista y comprobó que unos focos de soporte ostensiblemente metálico y
con tuercas a la vista habían sustituido a la lámpara de cristal de Murano que
se habían traído de Venecia en su viaje de novios. Recordó las dificultades
para llevar la enorme caja en el autobús en el que hicieron el viaje desde
Córdoba, organizado por Viajes Marsans. Y la ilusión de los dos cuando recién
llegados del viaje se pusieron a montar todas sus piezas. Y la frustración al
comprobar que faltaban algunos cristales. Nadie lo notaba, pero ellos sí,
porque lo sabían, y una herida les sangraba en el estómago cada vez que lo
recordaban.
-
¡Pero Maripuri,
cariño…!
-
Y no me vuelvas a
llamar Maripuri. Mi nombre de toda la vida ha sido Maguí de la Puguificasión , o si
lo prefieres Maguí Puguí.
-
Vale,… Maguí Puguí,
dime cómo vamos a pagar todo esto!
-
Con mi extra de verano.
-
Mamá, habíamos quedado
que la íbamos a emplear para alquilar el apartamento en Torrox en la segunda
quincena de Julio. Nos tendremos que ir a casa de tus padres en Benamejí a
pasar el verano, ¡otra vez! Y no es que a mi me importe, pero con la ilusión
que hacía a los niños la playa…
-
Vamos a la playa, pero
no a la Costa
del Sol, que es de clase media-media. Me apetece ir a algún sitio con más
estilo, la Cot D ´Azur,
¿Qué te parece Cannes?
-
No lo sé, cariño, no
conozco ese sitio. A mí me hacía ilusión por fin coincidir con los García y los
Peláez en Torrox, esas tardes de partidas de dominó en el chiringuito. No sé si
en ese sitio va a haber campeonatos de dominó, ni siquiera chiringuito.
-
No se hable más, si no
tienes dinero se lo pides a tu banco! Siempre estás ayudando a la gente y nunca
te ayudas a ti mismo. Otra cosa, hemos quedado para cenar con Rosa y su marido.
-
Y eso? Antes no la
podías ver. Estabas siempre criticándola con tus hermanas.
-
No, es que no nos
entendíamos, pero Rosa y su marido son una pareja de la que tenemos mucho que
aprender.
-
Y dónde hemos quedado
en cenar? ¿En el Miguelito?
-
¡Qué dices! ¡No seas
cateto! En Tribeca, al lado de Sojo Fusión.
El
colmo. Uno de esos sitios caros pretendidamente elegantes que siempre había
criticado. Con nombre de sitio extranjero.
Mientras
transitaba por el pasillo de casa, camino de su dormitorio, en parte para
buscar un momento de refugio y soledad, en parte para quitarse la cazadora, el
jersey de pico y la corbata a juego, que le estaba empezando a ahogar, iba
pensando en el motivo que podía tener Maripuri para tejer lazos ahora con Rosa
y Chema.
Nunca
se había sentido cómodo con Chema. No compartían aficiones. Chema sólo se
interesaba por la tecnología y la Fórmula Uno. No sabía nada de lo que le gustaba
hablar con su grupo de amigos, fútbol, toros, cofradías, …Le daba la impresión
de que despreciaba su trabajo, su afición al fútbol, sus sábados llevando al
niño a jugar el partido en el equipo del colegio y domingos en la parcela.
Mientras él se iba fin de semana sí fin de semana no a congresos o reuniones de
trabajo, a las que nunca llevaba a Rosa, pero siempre le traía un bolso de
Cauolina Joueua o unos zapatos caros, que provocaban en su esposa un primer
gesto de envidia seguido de una mirada de reproche hacia él.
El
caso es que Chema nunca le había explicado lo que hacía en esos congresos o
reuniones, que siempre caían en fin de semana, de los que no nada detalles, y
Rosa tampoco.
Ese
día no comieron pollo asado con patatas, que era lo que solía tocar los
viernes. Sandwiches de salmón con rodajas de pepino y queso Filadelfia. Comida
sana.
EN
TRIBECA
Maripuri
se tuvo que cambiar tres veces de vestido y dos de zapatos. No recordaba con
qué conjunto le había visto Rosa la última vez y no quería repetir.
Había
sido su mejor amiga en el Insti. Vino a su boda. Luego Rosa se casó con uno del
Centro, un pijo del colegio Cervantes, se había ido a vivir a un adosado y ni
siquiera la había invitado a su boda.
Pero
habían coincidido en la fiesta de los 25 años del Insti, se habían emborrachado
juntas como otrora cuando hacían botellón donde la Feria , se habían contado
confidencias de alcoba y se habían prometido verse más a menudo.
Al
entrar en el restaurante (gastrobar) se apercibió de la indecisión de su
marido, no sabiendo a quién dirigirse. Como si le fueran a reñir por hacer algo
mal. Lo había sacado de su zona de confort, del Miguelito y los bares con barra
de cinc de la avenida y no sabía comportarse.
En
ese momento llegaron Chema y Rosa. Chema llevaba una camisa ideal, de Scalpers,
ajustada, que dejaba adivinar una trabajada tableta. Y Rosa, … llevaba un
vestido ideal que dejaba ver unas modeladas piernas, apoyadas en unos Yimichús.
Un generoso escote anunciaba las estribaciones de la prominente cordillera de
cumbres redondeadas que se había hecho instalar en el pecho años atrás. Se
miró, vestida de Primark, y miró a su Rafael, con su anticuada camisa de rayas,
y se sintió acomplejada.
Frente
a la actitud indecisa de su marido, Chema se había hecho ver con naturalidad,
no había tardado dos segundos en tener frente a sí al metre, que le exhortaba a
acompañarles a la mesa reservada.
Tras
los saludos, preguntas de rigor y demás, Maripuri sacó su batería de
comentarios sobre lugares de moda que no había visitado pero que conocía como
si tal gracias a sus revistas. Ahí se sintió cómoda. Rosa trataba de estar a su
altura pero no lo conseguía. Nada más casarse había tenido tres niños, uno
detrás de otro, y no le quedaba tiempo para viajar ni siquiera para leer
revistas. Y su marido, siempre de viaje, no le servía de mucha ayuda, así que
se había tenido que hacer cargo ella sola de la casa.
Como
solía ocurrir, los maridos se enfrascaron en una conversación aparte sobre
sistemas operativos. Chema paseaba de continuo sus dedos sobre la pantalla de
su móvil de última generación, y Rafael escuchaba con aparente interés sin
atreverse a sacar su vetusta Blackberry.
A
la hora de elegir plato había pasado una vergüenza horrorosa por culpa de su
marido. Este se había obstinado en pedir un flamenquín con patatas, pese a que
no aparecía en la carta. – Bueno, tendrán entonces rabo de toro – Sí señor,
tenemos “Hebras lumbares de vacuno a las finas hierbas de la dehesa y castaña
de Aranjuez”. Rafael miró sin rubor el precio del plato, 28 euros, y se lo
pensó, pero como iban a pagar entre todos, acabó pidiéndolo.
Luego,
ante un plato cuadrado enorme con un pequeño montículo en el centro de un
material indefinido, y dos charcos de distintos colores en el borde derecho, se
había quedado un minuto en silencio mirando el plato pensativo y dando su
aquiescencia a la elección de vino que Chema había efectuado de modo
resolutivo, entre otras cosas porque no sabía nada de vinos que no fueran de
Moriles.
Durante
el postre Maripuri pescó algo de una conversación entre Chema y Rafael que le
pareció interesante. Parece que Chema tenía entre manos un negocio de
importación de coches birmanos y necesitaba financiación. Rafael iba a estudiar
el asunto.
FIN
DEL SUEÑO
Once
meses después Rafael esperaba impaciente en su oficina. Tenía el presentimiento
de que su socio no iba a llegar y así fue. Cuando Chema le propuso aquella
operación vio cosas que no le cuadraban. Y cuando le dijo que tenía que
transferir todo el dinero a una cuenta de las Islas Caymán pensó que no lo
debía hacer. Pero para entonces estaba metido hasta el cuello, no había marcha
atrás. Su única esperanza estaba en hacerse la ilusión de que todo aquello fuese
normal en ese tipo de negocios. Caminar sobre el alambre. Confiar en el socio.
Pero ahora se confirmaban sus peores presentimientos. El dinero estaba en las
Islas Caymán en una cuenta instrumental de la que solo Chema podía disponer. Y
él estaría por esas latitudes, tomándose un dayquiri a la salud de los
inversores estafados.
Marcó
el número de teléfono de Rosa. Al comenzar la conversación ella le hablaba con
naturalidad impostada. Como si no hubiera ocurrido nada. Pero al preguntarle
por su marido ella se vino abajo. Efectivamente llevaba una semana sin aparecer
por casa. No sabía nada de él. No sabía qué hacer.
Notaba
que le faltaba el aire. Los clientes y los empleados de la oficina se afanaban
en sus tareas ajenos al drama que se le presentaba. Salió a la calle sin
atender a los habituales saludos de cortesía. Hizo un recorrido visual de
izquierda a derecha. Hasta clavar su vista en la iglesia. No lo dudó y dirigió
sus pasos al templo. Buscaba un rincón íntimo, donde mostrarse tal y como era,
hablarle a una imagen y si tocaba, echarse a llorar. Pero la puerta estaba
cerrada.
Al
darse la vuelta tratando de recomponerse se encontró con Francisco, que se le
acercaba. No se detuvo en saludos. ¿Dónde está mi dinero?
A
Rafael no le vino a la mente otra nueva excusa. Ya no se le ocurría ninguna
otra más. Fueron cinco segundos eternos, a los que Francisco puso fin de la
manera que le habían enseñado en la calle. El puñetazo en la nariz le ocasionó
a Rafael un dolor agudo. Pero en lo más íntimo, mientras probaba el sabor
ferruginoso de su propia sangre, que inundaba su boca, sintió cómo comenzaba a
redimirse.
Once
meses después, ante el Juez de Instrucción, Rafael había de recordar aquella
tarde remota en que su padre lo llevó al fútbol por primera vez. Sentado en aquel
sillón, repasó su vida en cuestión de segundos. Trató de seguir el hilo de su
existencia, el motivo que le había llevado a estar allí sentado.
No
había elegido un abogado estrella. No a uno de esos que se recitan como los
mejores para una determinada especialidad. Había elegido a uno del barrio,
Juan, por la absoluta confianza que le merecía. Por el camino, su conversación
le resultaba tranquilizadora, pero al mismo tiempo le perturbaba el hecho de
que le pudiese dar esperanzas de que aquello pudiera salir bien, quedar en
nada. Anhelaba el momento en el que pudiese tocar fondo, en el que dejar de
sentir la caída y comenzar una nueva vida, fuese cual fuese esa vida. Pero
ahora mismo todo era pérdida en todos los terrenos de su existencia. Recordó
aquel libro que leyó durante sus guardias en la mili. Y como Raskolnikov, en su
interior se sentía aliviado tras haber sido citado como investigado.
El
pasillo en el que esperaban a ser llamados para declarar ante el Juez de
Instrucción era lúgubre, triste por definición. Ni una sola ventana, ni un
guiño a las artes decorativas. Una luz blanca mortecina iluminaba a una docena
de personas que esperaban a ser llamados, a unos bancos de madera de diseño
monacal y unas tuberías que recorrían el techo a la vista de todos, sin pudor
alguno. Habían entrado en la oficina judicial para le fuesen leídos sus
derechos y firmar la designación de abogado y procurador. Le pareció
inapropiada la naturalidad con la que trabajaban los funcionarios, hablaban de
sus cosas, escuchaban la radio. Ajenos a los dramas con los que convivían.
Sobre la mesa se apilaban expedientes incoados contra otros como él. No, él no
era un delincuente. No se dedicaba a asaltar farmacias ni droguerías amenazando
la dependiente con una jeringuilla. Pero ahora se encontraba entre ellos.
La
lectura de derechos le hizo empezar a entender el tipo de mundo en el que se
introducía. Tenía derecho a “no decir verdad”. Llamar de ese modo a la mentira
era la antesala de un arte en el que resulta fundamental el modo de llamar las
cosas, escoger la palabra adecuada y no otra. Por eso Juan le había hecho
repetir una y otra vez una versión ensayada de los hechos.
El
Juez le recibió con el mínimo exigible por las normas de educación, ni un ápice
más. Ni una sola concesión a la cordialidad. Le hicieron sentar frente a él, al
otro lado de la mesa. En ese momento se relajó. No era capaz de mantener la
tensión que le había tenido siete noches sin dormir. Tenía que poner fin a
aquello lo antes posible y no prolongar la agonía. No hizo caso a su abogado y
lo contó todo, tal y como había ocurrido. Al terminar su relato tenía la
esperanza de que el Juez premiase su sinceridad y mostrarse su lado humano si
es que lo tenía. Pero todo ocurrió tal y como tenía que ocurrir: “Por el momento
voy a decretar prisión provisional. Puede ir a su casa a recoger los utensilios
de aseo imprescindibles y medicinas o cualquier otra cosa que requiera. Señor
letrado, se le notificará el auto de inmediato para que pueda recurrirlo”
En
el ascensor, a solas con su abogado, no pudo evitar derrumbarse y echar a
llorar. Juan se arrepintió una vez más, como tantas otras, de no haber elegido
quedarse con la tienda de lencería femenina de su padre.
Once
meses después, Mari Puri se veía sorprendida en su casa por una inesperada
visita. Su marido, Rafael, había llegado a casa escoltado por la Policía , que se puso a
registrar cajones.
Esos
once meses habían sido los mejores de su matrimonio. Rafael era otro hombre,
más decidido, habían viajado a Cannes, a París, a Londres, habían dado la
entrada para unos adosados que se estaban construyendo junto a la Arruzafa … Se había hecho
cargo de los gastos de su nueva actividad, de influencer, que todavía no había
comenzado a dar beneficios: ropa, bolsos, zapatos, decoración.
Por
fin tenía un bolso de Loef y unos Manolos. Se habían apuntado al club de Golf…
¿A
qué venía esto? Desde el principio había tenido la sospecha de que todo aquello
no fuese más que un sueño, una broma de mal gusto. No podía ser. Ella, Mari
Puri, no podía ser la elegida para salir de una vida anónima, intrascendente y
mediocre. Fue en ese momento cuando confirmó que las estirpes condenadas a cien
años de vulgaridad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Manuel Del Rey Alamillo